Historia de un dinamitazo frustrado

Argelio Santiesteban
27/12/2017

El escenario

Cuba, 1932.  Y… ¿qué pasaba entonces?

Catastrófico ras de mar en Santa Cruz del Sur y terremoto en Santiago, con magnitud de 6,7 grados.

Construido el vedadense minirrascacielos López Serrano, en el estilo Art Déco. También se edifica el puente de La Lisa.

Kid Chocolate conquista, en el Madison Square Garden, el título de los pesos plumas. Cuba no asiste a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles.

Una emisora neoyorquina muestra la primera caricatura transmitida por televisión que representa a Chaplin y el autor es el cubano Conrado Massaguer.

Muere el músico cubanoholandés Hubert de Blanck. Vienen al mundo las cantantes Ela Calvo, Doris de la Torre y Celeste Mendoza.

Un concurso, en el Teatro Payret, galardona a Frank Emilio y las hermanas Lago. El premio consiste en una semana de contrato.

Debut de las Anacaonas en el Payret.

La Habana escucha música electrónica, en el Vedado Lawn Tennis Club, por manos del cubano Harry Stable.

José Luciano Franco publica Las cooperativas de consumo y los municipios; Manuel Navarro Luna, Pulso y onda; Juan Marinello, Americanismo y cubanismo literario.

Nacen, para la literatura, José Álvarez Baragaño y Ambrosio Fornet.

Y, de “la situación”, ¿qué?

Continúa la aguda crisis económica, con los precios del azúcar por el suelo. La libra se vende a medio centavo, tras descontar los aranceles.

Podrá parecer un dato irrelevante, pero sépase que la cerveza producida es el 32% que la de cinco años atrás.

El país está que arde, inmerso en el baño de sangre machadista. Sí, provocado por Gerardo Machado (1871 – 1939), aquel joven cuatrero que se sumó a las filas independentistas para ganar un generalato de vigésimo orden. El mismo que, traicionando a su paupérrimo origen familiar, en la República —apoyado por el millonario Laureano Falla Gutiérrez—-  escala hasta la vicepresidencia de la Cuban Electric, filial habanera de la Electric Bond and Share Company. El mismo cavernícola que, sin ruborizarse, declaró: “Los pueblos más civilizados de la época actual han comprendido que el único gobierno posible es el de uno solo. Por ello florece la dictadura en todo el mundo. No quiero más campañas antiimperialistas. ¡Yo soy imperialista!”

Cuando aspiraba a la presidencia, promete que Cuba sería la Suiza del Caribe. Pero pronto comienzan a observarse signos nada helvéticos: un decreto libra a los militares de comparecer ante los tribunales civiles; asesinato de los hermanos Narciso, Ramón y José Álvarez, hijos de un coronel mambí y opositores suyos; desalojo de numerosas familias campesinas en Realengo 18;  “limpieza de los pobres”, que barre de las calles a los indigentes; hallazgo en el vientre de un tiburón del brazo derecho de Claudio Brouzon, obrero recién arrestado por la policía.

Mientras, los jóvenes Eduardo Chibás y Carlos Prío van a juicio, acusados de sabotaje. Actúa como taquígrafo del tribunal un sargento llamado Batista.

Al régimen tiránico no le bastaba con asesinar a sus opositores políticos, lo cual ya era una infamia incalificable. No, su proceder llegaba a la más proterva sevicia. Como hacer que pasen hambre, por el impago de sus pensiones, desde las viudas de los policías hasta los maestros retirados y los veteranos independentistas. O dejar que, en el habanero Reparto Los Pinos, se consumiese en la inopia Amelia, la amadísima hermana de El Apóstol, de El Homagno. O permitir, en el Gobierno Provincial de Camagüey, la inscripción del Ku Klux Klan, como entidad legal.

Así las cosas, un buen día cierto grupo de jóvenes, integrantes de la resistencia armada, impregnados de indignación hasta los epiplones, deciden adoptar una decisión drástica.

Uno de ellos susurra: “Que sea Vázquez Bello”.

Y aquellas palabras retumban como una inapelable sentencia de muerte.

El condenado

El villaclareño Clemente Vázquez Bello (1887 – 1932), durante el régimen de Machado, presidió el Senado, mientras encabezaba el partido gubernamental.

Si se me permite el giro coloquial, dígase que era “el niño lindo” del sátrapa. Y se daba por seguro que lo sustituiría en el mando ejecutivo.

Vivía, con su acaudalada esposa, Regina Truffin, precisamente en la Villa Truffin. (Lote donde pocos años después se instalaría el primitivo cabaret Tropicana, por cierto, originalmente de palo).

Era un bon vivant. O, para hablar en castizo, un vivebién.

Algún visitante de aquella residencia dejó en blanco y negro el retrato de aquel ser exquisito, a mil millas de las penurias de sus compatriotas:

“Nunca me olvidaré de las criadas uniformadas que, en el momento en que llegamos, se ocupaban de poner, en un hermoso florero de Lalique, un enorme ramo de rosas amarillas. Nos hicieron pasar al despacho del senador, que apareció unos minutos después, oloroso a Imperial de Guerlain, luciendo un lazo de pajarita —que se había convertido en el sello distintivo de su atuendo— y envuelto en una bata suntuosa. Nos trajeron vasos de horchata y galletas inglesas de limón”.

En la tarde del 28 de septiembre de 1932, salía Vázquez en su limusina del exclusivista Havana Yatch Club, pero se le interpuso una cortina de plomo, originada por las ráfagas de varias ametralladoras.

El Havana Yatch Club —foto de la época—, junto al cual se produjo el atentado
 

Trasladado al Hospital Militar de Columbia, nada pudo hacerse, pues   — según se dice — había sido blanco de 54 impactos.

La tiranía ripostó masacrando a los tres hermanos Freyre de Andrade, oposicionistas.

Pero era este solo el primer acto de la obra —nada teatral— concebida por los combatientes antimachadistas. Ellos esperaban que Vázquez fuese inhumado en el panteón de los Truffin, en el Cementerio de Colón (bajo cuyos mármoles esperaban 200 libras de dinamita, con lo cual no harían el cuento Machado, ni su gabinete, ni el cuerpo diplomático acreditado en La Habana, ni los representantes de la Iglesia, además de algunos infelices sepultureros y transeúntes).

Pero todo se vino abajo, cuando la familia del difunto decidió enterrarlo en su Santa Clara natal. Machado no osó ir hacia el centro de la Isla, no fuese a ser que allá también lo estuviesen esperando algunos cartuchos del producto inventado por Nobel.

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