La importancia de llamarse Pedro Infante

Aida Bahr
3/3/2016
Fotos: Cortesía de Aida Bahr y de Catalina Soler .
 

Desde niña me acostumbré a leer vorazmente; en la adolescencia la lectura se convirtió en un vicio, de ahí que si alguien me hubiera preguntado, le habría dicho que era una excelente lectora. Descubrí mi ignorancia en este aspecto cuando comencé a frecuentar la casa de José Soler Puig. Fue él, y también Juan Leyva, Jorge Luis Hernández, Joel James, y tantos otros que acudían a aquellas tertulias informales, quien me hizo ver que había varias maneras de leer un libro porque en todos —y no solo en los policiacos, como creía yo entonces—el narrador manipulaba la información. Fue una lección de humildad descubrir que ellos podían extraer de los textos que comentábamos, significados que yo había pasado por alto.

Soler disfrutaba el ejercicio creativo —porque sin dudas lo es— de desentrañar las ocultas intenciones del narrador al contar la historia. Se apasionaba con el juego de identidades que algunas novelas entablaban en torno a sus personajes y a la propia figura del narrador; él entendía que eso era esencial en la literatura contemporánea, y que no constituía violación alguna del “pacto ficcional” tácito entre autor y lector, sino por el contrario, una ampliación de sus límites. Es obvio, por tanto, que en su obra esto constituyera casi una obsesión.

Las diferencias entre la lectura “ingenua” y la lectura “detectivesca” [1] son notables en todas las novelas de Soler a partir de El derrumbe, pero hay un caso ejemplar que no ha suscitado tanto interés como la identidad de los narradores de El pan dormido y El caserón. Me refiero a la imagen que se crea el lector de Pedro Infante, uno de los protagonistas indiscutibles de Un mundo de cosas y uno de los vértices del principal triángulo amoroso en la novela.

Soler disfrutaba el ejercicio creativo —porque sin dudas lo es— de desentrañar las ocultas intenciones del narrador al contar la historia. El primer guiño cómplice de Soler para con sus lectores es, precisamente, el nombre que da a su personaje. El apellido Infante fue resultado de una cuidadosa elección, pues tenía que ser un apellido reconocible como tal, pero susceptible de funcionar como marca comercial atractiva y tener derivaciones aplicables a sus trabajadores (“infanteros”), sin resultar cercano a los nombres de Bacardí y Albuerne, referentes reales del texto; pero una vez decidido por Infante, la selección de Pedro no fue en absoluto casual. Resulta imposible desconocer el agregado simbólico que tal apelativo comporta, y podría resultar eficaz para subvertirlo, o para dar un significativo realce a quien lo lleve, que es justamente lo que sucede en Un mundo de cosas. Llamarse así obliga —más bien remite— a “estar en escena”.

¿Qué se nos dice de este Pedro Infante? El primero en caracterizarlo es su padre, don Federico, en las páginas iniciales cuando, englobándolo con su hermano Rigoberto, afirma que se trata de “un par de señoritos que hablan en jerigonza y se creen muy sabios para manejar negocios, pero sobre todo, que se creen grandes personajes porque bailan a la europea y comen como en París y quieren botar a España de esta cochina tierra para ponerla a la francesa.” [2] Esto equivale a calificarlos de jóvenes, ilustrados e independentistas. Ningún retrato más halagüeño teniendo en cuenta el prisma valorativo del lector cubano actual. Pero apenas un poco después, se desliza un criterio adverso, despectivo, en boca de Juan Mandinga, exesclavo de los Infante, quien desestima que fuese don Pedro la causa de que no lo mataran cuando se vio obligado a regresar con sus amos, al ser rechazada su incorporación a la lucha en la Guerra de los Diez Años por no contar con una carta de autorización de su dueño. Comenta: “buena pieza era entonces don Pedro, si no me mataron fue porque los Infante no podían llevar la casa sin mi mamá y también porque le tenían miedo”.

Es esta la primera de las innumerables veces en que el lector tendrá que escoger entre dos versiones diferentes de algún suceso. Nicanor afirma que la intercesión de don Pedro salvó la vida del esclavo fugado para luchar por Cuba, mientras Juan Mandinga sostiene que la dependencia de Caridad, su madre, para el manejo de la casa, y el temor a sus ocultos poderes sobrenaturales, refrenaron al archiespañol don Federico Infante. Si se tiene en cuenta que, unos años después, cuando Rosa Fuentes hace irrupción en la vida de los Infante, es su intransigencia con los maltratos a los esclavos lo que conducirá a una “solución” a un problema que don Pedro ha contemplado pasivamente hasta entonces, y sobre todo, si se considera la historia que se hace de cómo Caridad llega a manos de don Federico y su ascensión en importancia en la casa (incluida la creencia de muchos, jamás aceptada por Juan Mandinga, de que él es hijo del coronel Infante), resulta relativamente fácil inclinarse por la segunda inferencia. En el resto de la novela se contrapondrán con frecuencia la mirada admirativa hacia don Pedro proveniente por lo regular de Nicanor o Rosa, aunque también de Lico Infante; mientras que la mirada crítica corresponderá a Juan Mandinga y a Lorencito, quien por su edad no conoció nunca al patriarca de los Infante, pero analizará su conducta desde la perspectiva política y socio-económica. Dado el atractivo de Rosa y Lico como personajes, así como la “transparencia” e “ingenuidad” de Nicanor, será mucho más fácil para el lector identificarse con el retrato que ellos hacen de don Pedro, que, además, aparece desarrollado con mayor amplitud y fundamentación, mientras las acotaciones que hacen en su contra Juan y Lorencito parecen “perder credibilidad” en tanto uno tiene su condición pasada de esclavo como motivo de resentimiento, y el otro habla a partir de un saber teórico, y no de una experiencia vital. Todo esto, por supuesto, forma parte del esquema de Soler para presentar la distorsión de la realidad a partir de la subjetividad de Roberto Recio, el único narrador de la novela, quien, al igual que el lector virtual, está tratando de encontrar la “verdad” entre todas las historias que ha escuchado en su vida, y sus propias dudas y especulaciones lo hacen mezclarlas y confundirlas, para favorecer lo que él desearía fuera cierto.

El lector tendrá que ir conformando su propia opinión sobre esta figura, por una acumulación de escenas en que lo “verá actuar”.Buena muestra de la ambivalencia de los rasgos atribuibles al mayor de los hijos varones de don Federico, se encuentra en la afirmación de Nicanor de que “para don Pedro, los trabajadores éramos la parte más importante de la fábrica”, inmediatamente rebatida —no en su contenido, sino en su motivación— por Lorencito que declara: “claro que el don Pedro ese tenía que pensar así, a él los trabajadores lo hicieron millonario”. De manera que el lector tendrá que ir conformando su propia opinión sobre esta figura, por una acumulación de escenas en que lo “verá actuar”, aunque si es avezado se percatará de que nunca lo está viendo en una “realidad fabular” aparentemente imparcial, sino que apenas recibe el relato que otros personajes refieren de sus acciones y palabras, relato a su vez tamizado por la senilidad de Roberto Recio, emisor de todo el discurso, y por la proyección de sus inquietudes y aspiraciones. Una vez que se entiende esto, podemos hacer un resumen de lo que podríamos llamar “datos fiables”, en tanto responden a situaciones de carácter más objetivo, tanto en pro como en contra de don Pedro.

La semblanza del personaje a partir de su evocación por Nicanor y Rosa Fuentes nos ofrece a un hombre atractivo, noble y generoso, campechano, culto e inteligente, con sentido del deber y la responsabilidad y gran sagacidad para los negocios. Un verdadero patriarca en toda la extensión de la palabra. Este hombre conspiraba contra España desde la Guerra de los Diez Años; se alza en armas en la del 95 y llega a ser capitán; es gravemente herido, pero salva la vida gracias a los cuidados de Rosa —y a la hazaña de Juan Mandinga de haberlo transportado a todo galope desde el lugar del combate hasta el hospital de campaña de Pozo Hondo— y se manifiesta contrario a la intervención norteamericana, al punto de rechazar el puesto de alcalde que le ofrece el gobierno de ocupación. Levanta la industria del ron que había comenzado modestamente en el almacén de ultramarinos de su padre, y la convierte en un verdadero imperio del que se beneficia toda la familia Infante. Antes de morir distribuye sus bienes para evitar pleitos de herencia. Hasta aquí lo que puede afirmarse como incidentes de la vida, y rasgos del carácter, de don Pedro que resultan incontestables, incluso para aquellos que no lo estiman de la misma manera.

Hay otras valoraciones de su personalidad, que siendo igualmente positivas, poseen un sesgo mayor de acuerdo a quienes las realizan. Para Rosa Fuentes, por ejemplo, don Pedro es el modelo de hombre; para Lico Infante, su tío es el paradigma al que aspiran, sin conseguirlo, todos los Infante, y tiene la teoría de que sentía, al igual que él, un gran remordimiento por haber basado su fortuna en una bebida alcohólica, de infaustas consecuencias para muchos de sus consumidores, y atribuye a esto su proclividad a emborracharse, asimilándolo a sus propios sentimientos. Ahora bien, no es Rosa Fuentes quien directamente nos presenta a don Pedro, sino los recuerdos de Roberto Recio sobre las cosas que su madre decía de él, y ya esto introduce un matiz de duda, pero sobre todo, en el caso de Lico, se trata de un personaje atormentado por la culpa, que desprecia a todos los Infante, excepto al fundador de la dinastía ronera, y que termina su vida con un abrupto suicidio y deja pendiente una terrible amenaza contra el negocio familiar, en lugar de imitar la prolongada trayectoria de don Pedro, que muere pasados los 80, después de haber elevado su imperio a la cúspide de su prosperidad. Ciertamente no parecen muy afines tío y sobrino, excepto en el capítulo de las borracheras.

Pero veamos ahora el resumen de las incidencias negativas en la vida de don Pedro. Durante la Guerra de los Diez Años, por mucho que le atrajera la causa independentista, no solo no se incorpora, sino que tampoco lo hace apenas comienza la del 95, pues “no veía las cosas muy claras todavía”. A pesar de este reparo, se va a la manigua después de la muerte de Martí y gana los grados de capitán, lo cual se traduce en que durante toda la contienda tuvo un solo ascenso, pues al llegar, por ser graduado universitario, automáticamente fue nombrado teniente. Sin embargo, al licenciarse después del fin de la guerra queda supuestamente con los grados de coronel, y no como comandante, que habría sido lo usual pues en el licenciamiento del Ejército Libertador se otorgó un “grado de gracia” a cada oficial. Esto queda explicado como designación de los norteamericanos, agradecidos por la participación de don Pedro en el plan del ataque a la Loma de San Juan, no obstante lo cual Juan Mandinga lo asume como un chanchullo y la propia Rosa considera indebido que los estadounidenses confieran grados a un oficial mambí.

El despegue económico del ron Infante, que de manera general se atribuye a las ideas de don Pedro para comercializarlo y publicitarlo, queda en entredicho con la historia del ron Cubanacán, que no es otro que el propio Infante reenvasado en La Habana y vendido con todo éxito incluso en Oriente, cuando la marca original no consigue establecerse. Es el período de ocupación lo que dinamiza la venta del Infante, y, más tarde, la entrada en escena de Mr. Linson, quien se ocupa de exportar el ron a Estados Unidos. No solo don Pedro hace negocios con entusiasmo con un gangster, algo que no podía desconocer, si no por otras razones, solo por el empeño en mantener secretas sus operaciones en suelo estadounidense; cuando Mr. Linson muere asesinado en una guerra de pandillas, don Pedro ordena que se coloque en su tumba una corona de flores, sin identificación, pues quiere rendir homenaje a quien consideró un buen socio, pero desea evitar que esto tenga implicaciones desagradables al asociar su marca con un tipo del hampa. Esto aparece relatado por Nicanor, sin ningún matiz peyorativo, pero es evidente que el alto sentido de la ética que se le atribuye a don Pedro en otros momentos de la novela, tiene aquí un serio resquebrajamiento.

Pero no será este el principal demérito del personaje que nos ocupa. El individuo aguerrido, emprendedor, sagaz, que levanta una fortuna a partir de nada —vale decir, el clásico héroe del capitalismo— le confiesa a Rosa al final de su vida:

a ti y a Nicanor les debemos los Infante la fama y la fortuna […] pues a quien se le ocurrió la idea de fabricar el ron fue a Nicanor, una vez que yo le hablaba en la trastienda del almacén de la fábrica de coñac que había visto en Europa […] y me lamentaba de tener que ser almacenista […] y él va y me dice, ¿y por qué no pone una fábrica, señor Perucho?, y yo me eché a reír y le dije que en Cuba no se podía fabricar coñac por no haber uvas, y él me mira y me dice, pero se puede fabricar ron y un ron bueno no tiene nada que envidiarle a un buen coñac […]

Durante toda la novela, don Pedro y Nicanor han estado en las antípodas: uno es alto, atractivo, rico, culto, valiente y determinado, mientras el otro es bajito, insignificante, empleado, de poca instrucción, tímido y hasta pusilánime, todo lo cual puede ser asumido por el lector como “realidad fabular”, o comprender que se trata de la comparación que ha hecho Roberto Recio durante toda su vida de ambas figuras, en su obsesión por dictaminar si hay algo de cierto en los rumores de que su madre, casada con Nicanor, ha sido amante de don Pedro y él lleva el apellido Recio por cubrir el escándalo. Una tras otra se van acumulando en el texto las evidencias de que Rosa y don Pedro se amaron desde que se conocieron, y hay incluso una detallada exposición de las fechas que demuestran que Nicanor no pudo ser quien engendrara a Roberto, pero hay una prueba mucho más sólida a favor de lo contrario. Cuando Juan Mandinga se acerca a comunicarle a Recio que Lorencito quiere ir a vivir con él, le recuerda que “muchas veces me has dicho que no querías saber nada de Lina y Lorencito, ya que no son hijos tuyos, sino de Elpidio Infante, y en eso te equivocas, Recio, y ya te lo he dicho, Lorencito es el vivo retrato de Nicanor cuando Nicanor era muchacho […]”. De un plumazo se resuelven dos paternidades en duda y se da, quizás, el elemento definitivo para que el lector comprenda que en la historia de los personajes, como ocurre también en la Historia del país —no se olvide que esta obra recrea los “cien años de lucha del pueblo cubano” a los que hizo referencia Fidel en su discurso del 10 de octubre de 1968—  hay mucho de mito, de “relato oficial”, y de que se requiere una mirada analítica y despierta para discriminar los verdaderos hechos y su significación por entre la madeja de versiones.

No se trata, por supuesto, de que tenga que verse a Pedro Infante en “blanco o negro”. El personaje se hace más real mientras más humano y son sus debilidades las que evitan que se convierta en un estereotipo.No se trata, por supuesto, de que tenga que verse a Pedro Infante en “blanco o negro”. El personaje se hace más real mientras más humano y son sus debilidades las que evitan que se convierta en un estereotipo. Es significativo que en varias ocasiones, cuando concurre a las evocaciones de Roberto Recio, lo que aparezca sea su cara, o su cabeza, tal como aparece en el gran retrato de las oficinas centrales de la empresa. Muchas otras son las pistas con las que se trata de alertar al autor de que debe poner en acción su propio discernimiento, tanto en el caso de esta figura, como en todo lo que sucede en la obra en general, pero requerirían de mayor extensión que la que este artículo permite.

Un mundo de cosas es tal vez la novela más ambiciosa de Soler en cuanto al tiempo que abarca su trama, a la diversidad de espacios que incluye, a la riqueza y multiplicidad de personajes.Es también la obra donde el escamoteo [de la identidad] del narrador llegó a su expresión más compleja. Una lectura ingenua nos hace disfrutar de una historia apasionante, tan conmovedora como entretenida. Una lectura detectivesca nos permite apreciar en toda su dimensión la urdimbre que sostiene el desesperado afán de Roberto Recio por sentirse seguro de quien es. Esa lectura nos permitirá penetrar no solo en su mundo, sino en él mismo, nos posibilitará construir a nuestra vez un mundo de cosas, ¿quizás el que Soler diseñó por detrás del entramado del discurso? Hay que agradecerle al novelista que nos haya propuesto esa meta.

 
Notas:
  1. Prefiero este calificativo a otros pues incluye el ingrediente de la pesquisa, la desconfianza sobre la información que se nos ofrece.
  2. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1986, p. 7. Todas las citas pertenecen a esta edición.