La vida tomada de María E.

Laidi Fernández de Juan
4/3/2017

A las 6 a.m., María E. salió al portal para sentarse en la mecedora de mimbre. Cinco minutos más tarde, se quedó agradablemente sorprendida por la forma en que amanecía, pensando que tal vez iba a comenzar a desaparecer la conjura.

Luego de recursos de todo tipo, había adoptado la posición casi plácida de los derrotados, y, una vez fuera de peligro su madre y sus hijas, salió, a las 6 a.m. para sentarse en la mecedora del portal y estar preparada.

Asomarse a sus plantas, al jardín, al sitio por donde su madre la llevó recién nacida a la casa familiar, cuarenta y cuatro años antes, se le antojaba como la única manera de ofrecerse sin resistencia, dispuesta a inmolarse.

Sin embargo, por la actitud melodiosa con que el sol se filtraba ese día por entre las ramas del pino, solicitando piedad y permiso a la vez, con tenues, ondulantes rayos, María E. creyó que San Alejo, Elegguá o cualquier otro de los muchos invocados, estaban enviándole algún tipo de consuelo definitivo.

Un año antes, la tarde de un sábado aburrido, un hombre desconocido llamando de puerta en puerta ofreciendo tartaletas de merengue con guayaba habría resultado inadvertido para María E. si no fuera porque al cabo de seis horas, sus hijas fueron internadas en una sala hospitalaria de extrema urgencia, gravemente intoxicadas. Se analizaron muestras de los fluidos de las niñas, de todos los muchachos del barrio, se inició una investigación entre los vendedores oficiales, clandestinos y emergentes de dulces por la zona, y nada resultó ni siquiera sospechoso. A los tres días, luego de dar el prudente plazo que la ciencia exige, María E. acudió a la santera que le sugiriera un portero del Hospital. De tan solicitada, no logró verla, y aunque no estaba del todo convencida de la efectividad sintió temor al abandonar el local, repleto de hombres y de mujeres que esperaban turno.

El temor de María E. no era sólo porque algo, alguien, considerara ofensiva su retirada en estado virginal sin haberse consultado, sino por la posibilidad de que otro algo, otro alguien, se enfureciera por su elección. No era momento de maldecir su arraigado ateismo ni de lamentarse por no haber sido iluminada nunca, así que volvió al Hospital junto a sus hijas. Las encontró recuperadas, sonrientes, y antes de una semana, regresaron juntas a la casa.

Dos meses más tarde, justo cuando las niñas volvían a la escuela y María E. conversaba con su madre en el patio trasero, se incendiaron las dos habitaciones que estaban ubicadas en el centro de la casa, separadas del cuarto de las niñas, del de la abuela y del de ella misma, por baños inservibles desde tiempos inmemoriales.

Vió llamaradas que llegaban al techo, se expandían por las ventanas y se dirigían al pasillo lateral, en cuyos canteros inferiores proliferaban hermosas buganvillas moradas. Su madre, sin ver el fuego pero al cabo alarmada, comenzó a gritar desaforadamente pidiendo ayuda a los cuatro vientos. María E, eficaz y lúcida, escuchaba los alaridos de su madre mientras ella, atravesando la casa por dentro, extinguía las pocas llamas que quedaban. Con frazadas y toallas que humedeció con agua que, increíblemente, brotaba por los lavamanos intermedios, logró sofocar el incendio. En el momento en que su madre llegó a los cuartos, con sus casi trescientas libras de peso, apoyada en dos bastones y quejándose a cada paso porque le hincaban los talones, le crujían las rodillas, le faltaba el aire entre los pechos y porque nadie acudió a sus llamados de auxilio, los cuartos estaban húmedos, regados, pero nada indicaba que un fuego hubiera pasado por ellos. María E. la miró, con las frazadas y las toallas colgando de sus brazos, como pidiéndole explicaciones.

Mucho tiempo antes, los médicos habían pronosticado que a su madre se le iba a reventar el corazón en cualquier momento si no abandonaba de inmediato su pernicioso hábito de fumar cuarenta cigarrillos diarios, si no dejaba de leer sus espantosas novelas de amor, y si continuaba en su afán de quejarse a cada segundo, utilizando cualquier argumento que justificara su cultivado sedentarismo. En cuanto salieron de la visita al cardiólogo, María E. le dijo que no quería volver a verla fumando ni leyendo las historias amorosas, estúpidas y frustrantes que había escrito para ella misma, sabiendo que a nadie le iban a interesar. Terminó su sermón enfurecida, amenazando con someterla a dieta de vegetales, frutas y a té de canela hasta que alcanzara el peso ideal para su estatura, su edad y para su enlentencido caminar por la vida.

No te afanes en preocuparte, le contestó la madre. Te juro que no volverás a verme fumar, ni sabrás nunca de mis lecturas, pero gorda y lenta me voy a quedar. Hace años que decidí satisfacerme al máximo sin que me importe el parecido con una ballena. Si te molesta demasiado verme así, me lo dices y me encierro en estos dormitorios. El día que se pose un aura tiñosa en el marco de la puerta, ya sabrás que me fui de este mundo, y la última molestia que te causaré será encontrar tierra suficiente para cubrirme.

María E. atinó a decir perdóname, y desde entonces se dispuso a esperar con resignación la explosión anunciada para el corazón de su madre.

Al poco tiempo, las niñas descubrieron que la abuela se encerraba varias veces al día en los dormitorios del centro de la casa, donde, según les contaron, los primeros dueños de todo, los iniciales padres de la familia, vivieron y murieron en camas separadas.

Imaginaban que la abuela fumaba y leía allí cuantas veces se le antojaba. Cuando se lo dijeron a María E. ella se limitó a hacerlas callar porque no consideró prudente intervenir. Su madre cumplía la promesa de no dejarse ver mientras aspiraba compulsivamente sus cuarenta Populares diarios, ni cuando lloraba a mares releyendo sus desgastadas novelas, que la sumergían después en un sopor melancólico que le provocaba lamentos interminables.

El día del incendio, la mirada de María E. se fundamentaba en la única posibilidad que se le ocurría: en alguna colilla encendida que su madre hubiera descuidado en sus cuartos de secretos a voces.

No tengo nada que ver con tu imaginado fuego, hija. Mis pecados los cometo en los baños, que tienen las tuberías inservibles y clausurados los servicios, pero las tazas parecen tronos de España, y son comodísimas. Sentada en el inodoro de un baño fumo, y en el otro, leo. También, escondo en los botiquines de espejos, chocolates que les robo a las niñas, dijo con sinceridad suicida. Levanta los colchones y revisa si mis cigarros y mis libros están a salvo, por favor, para saber si me tengo que morir ahora mismo.

María E., aun perpleja por el incendio que sólo ella había visto aparecer y desaparecer, por el repentino funcionamiento de las tuberías de los baños de un siglo atrás, por ver asomarse a las buganvillas malvas a través de las ventanas, tan espinosas e irregulares como siempre, y por último, por las atrevidas confesiones de su madre, cumplió la petición tranquilizándola con que todos sus tesoros estaban intactos, y volvió al patio, para tender las toallas y frazadas al sol.

No habían transcurrido ocho semanas cuando las niñas despertaron en medio de la noche llamando a María E. con voces que apenas parecían salir de gargantas vivientes. Nos congelamos, mamá, sácanos de esta heladera, decían las niñas a través de escarchas que les rodeaban los labios. María E. no sintió frio al entrar en el dormitorio de sus hijas, a pesar de que sólo llevaba una diminuta bata de dormir, pero no tuvo ninguna duda: las niñas se estaban congelando.

Tiritaban con debilidad, brillantes escamas les cubrían los alrededores de los ojos, narices y oídos; una extraña palidez marmórea hacía que el repentino tono violáceo de labios y uñas fuera aun más impresionante. Rígidas, dirigían miradas vidriosas a la madre, que las contemplaba petrificada.

Reaccionó tan pronto como le fue posible, llenó su bañera con agua hirviendo y depositó a sus hijas en el fondo, cual si fueran inmensos pargos listos para ser descamados. No era momento de hacer preguntas ni averiguaciones. Arrodillada al borde de la bañera frotaba a sus hijas con el agua humeante, sin importale el ardor de sus manos ni las rojas flictenas que comenzaban a aparecer en los dedos. El baño se cubrió de neblina hasta que dejaron de verse madre e hijas, envueltas en el vapor que despedía la sauna improvisada. A pesar de la atmósfera asfixiante, María E. se mantuvo al lado de las niñas, respirando con dificultad pero sin dejar de tocarlas, en su empeño de no permitir que la vida se escapara de las criaturas. Al rato, le pareció que el enfriamento comenzaba a desaparecer, y sin saber qué brazo o pierna de los que frotaba era de cuál de las niñas, sentía, sin embargo, que recuperaban elasticidad y movimiento.

¿Qué nos pasa? Preguntaron ellas de pronto, incorporándose con vitalidad de recién nacidas. ¿Por qué hay tanto calor en el baño? ¿Por qué esta neblina?

Sin esperar respuestas, salieron apresuradas y volvieron a cubrirse con sus batas de dormir, mientras a María E. no le pasaba por la mente el menor destello lúcido que le permitiera articular palabra. Cuando terminó de airear el baño, de dejar que el agua se escurriera y de vendarse sus manos escaldadas, regresó al cuarto de las niñas, sin que se le hubiera ocurrido ningún razonamiento que ofrecerles. Las encontró profundamente dormidas, e igual que al inicio de cada noche, le dio un beso a cada una. Al día siguiente, las hijas desayunaron alegres antes de irse a la escuela, sin mencionar la hibernación de la noche. María E. no sintió escozor en las manos, ni encontró rastros de las ampollas, de manera que cuando su madre despertó, no hubo forma de hacerle creer la historia.

Para María E., ya era suficiente. Nunca había creído en nada que sus ojos no pudieran comprobar; las historias de rituales espiritistas, consagraciones a cosas intangibles, de fantasmas, guijes, amuletos y de embrujamientos no movilizaban a su siempre cerrado corazón, pero no estaba dispuesta a paralizarse. 

 

                                                                                     II

 

En los tiempos de férreas creencias, María E. no fue la excepción. Formando parte de la muchedumbre a quien no se le ocurría cuestionar el rumbo ni arrimarse a los bordes del camino, nadaba por el centro de la corriente dejándose llevar por la comodidad grasienta y salutífera de los normales, de las personas del medio, hasta que su rostro llegó a adquirir un sospechoso parecido con la conformidad. Alejada de la familia por circunstancias de momentos, necesidades ajenas siempre impostergables y por definiciones con nombres preciosos, recibió una educación que pretendía lograr sucesivas entregas que fueran eternas, medulares. Sólo regresaba a la casa para las despedidas de carácter definitivo que no se debieran a asuntos de credos. Mostrando de forma espontánea cuán honda era su filosofía, enterró a los abuelos sin apenas haberlos conocido, a un padre que alcanzó a decirle “cree” sin entenderse él mismo, y a unas tías cuyo nombre ignoraba. Le prohibió a su madre hacer comentarios acerca de los primos, quienes cometiendo el imperdonable sacrilegio de no confiar, ya no se encontraban.

Sin explicar para dónde, por qué ni hasta cuándo, María E. convenció a su madre de las varias maneras de morir que escogían algunos, y del hecho contundente de quedarse ellas dos solas, con el luminoso futuro que las esperaba, sin necesidad de estar recordando viejas épocas.

Consagrada hasta el tuétano en su tarea de dar todo sin esperar nada a cambio, la vida le fue pasando por el lado como si no tuviera nada que ver con ella.

Se asomaban Orión, la Luna y esas otras maravillas celestiales que tienen forma de cazuela invertida mientras María E. pasaba las noches bajo techos de cinc, custodiando riquezas invaluables, imprescindibles para algo indefinido.

Flores gigantescas, mariposas, arcoiris que anuncian que se casa la hija del Diablo desfilaban todos los días frente a los lugares donde María E. redactaba informes secretos que no admitían el menor descuido de vista, so pena de provocar catástrofes continentales.

Largas olas de mar, arenas más finas que la sal y la calmosa felicidad de las brisas esperaban a María E. verano tras verano, pero ella se preparaba en tierra para urgencias de última hora.

El huracán más descomunal de los siglos se asomó a la ciudad, dejándose ver por única vez la noche en que María E. cumplía catorce meses de guerra en lugares innombrables, adonde partió con inexplicable alborozo.

El amor le llegó a deshora, confundido ante el enjambre de deberes y la lista de otras prioridades. María E. le permitió el lujo fugaz de dejarse rociar por él, prometiéndole un después que nunca fue. Proclamó su condición de madre soltera, como otra forma de demostrar el coraje y las inagotables fuerzas de que era capaz.

De pronto, todo empezó a girar. Una extraña mezcla de ideas antes rechazadas pasó a integrar el lunetario que ella solía ocupar, y sintió que, a pesar de su voluntad , no iba a llegar a comprender si estaba yendo en el sentido de las manecillas del reloj, o en su contra. El espectáculo que recién se estrenaba, integrado por figuras de regreso supuestamente enterradas, le resultó demasiado complicado, y admitiendo que no recuperaría la brújula perdida, regresó a la casa donde había nacido.

Sin fuerzas para iniciar los aprendizajes de los nuevos momentos, y sin nadie interesado a quien enseñar los pasados, dedicó toda su costumbre de entregarse, a sus hijas, a su madre y a un montón de plantas que esparció por los alrededores.

Desde entonces, como viviendo retirada en un limbo, se abstuvo de hacer consideraciones acerca de los acontecimientos del país o de cualquier otro. Le inspiraba cierta lástima su madre, que se había dejado arrastrar por el manto de sus fanatismos, cumpliendo las órdenes tajantes a que ella acostumbraba antaño.

Sus novelas de amor, que trataban de imitar lo peor de otras aun más decadentes, sus vicios de nicotina, de chocolate y su indiferencia general hacia todo, eran vistos por María E. como rezagos tolerables, una vez que comprendió la inutilidad de sus antiguos límites.

 

                                                                                      III    

 

Tiempo antes del día en que el sol se filtraba por entre las ramas del pino con tenues, ondulantes rayos, María E. acompañó a una amiga a la iglesia. Le parecieron ridículas las figuras de yeso que custodiaban las paredes del templo, encontró polvorientas las esquinas, exageradas las luces, pomposos los techos, anticuados los bancos, insultantes los pedidos de caridad e inverosímiles las promesas. Esperó a que su amiga terminara de confesarse, y en el camino de regreso, dio rienda suelta a sus incredulidades.

Como si de pronto regresaran a ella sus casi olvidadas teorías de materialismo indiscutible, intentó que su amiga renunciara a los santos. Se enfrascaron en una discusión tan vigorosa, que los gestos y el escándalo de cada una sólo se diferenciaban de una riña callejera por sutiles tecnicismos. Ante el azoro de los curiosos que habían detenido el tráfico para contemplar la exagerada controversia de las mujeres, terminaron llorando, abrazándose para perdonarse los insultos a los que habian llegado.

Te pido que al menos, no rechaces estos papeles, dijo la amiga, introduciendo dos sobres inmaculados en el bolso de María E.

El Exorcismo contra Satanás y los Ángeles rebeldes, publicado por orden de S.S. Papa León XIII fue el primer documento al que acudió María E. cuando, después del envenenamiento y posterior congelación de las niñas, habiendo ocurrido el incendio en el interregno, la casa se había llenado de telarañas.

Fue una tarde en que estaba sola. María E., enredada en una inmensa malla, pegajosa y elástica, no lograba llegar hasta las macetas de los cactus. Tratando de no dejarse provocar, avanzaba lenta por el corredor de los tiestos, en una trabajosa lucha contra lo que no lograba visualizar. Se sentía atrapada sin ver los hilos, realizando movimientos grotescos que le recordaban a marionetas del Guiñol. Hacia cualquier dirección de la casa que se le ocurriera tomar, le sucedía lo mismo. Inmóvil en el pasillo central la encontró la madre, varias horas después. ¿En qué piensas con una regadera en la mano? le preguntó al pasar renqueando por su lado.

María E. no supo qué contestar. Recuperando de súbito su libertad, no quiso alarmarla con lo que parecía un cuento chino.

Regó los cactus, los príncipes negros y las cintas antes de encerrarse en su cuarto y averiguar de qué manera su amiga intentaba convencerla del más allá del mundo.

Leyó para sí la oración a San Miguel Arcángel y el Salmo 67, conteniendo a duras penas las muecas de duda que le afloraban. En el instante en que iba llegando a la última parte de los exorcismos, sintió las voces de sus hijas, recién llegadas de la escuela.

A ellas no, por favor, suplicó a nadie sin saber cómo, apresurándose a leer en alta voz:

“Dios del Cielo, Dios de la tierra, Dios de los Ángeles, Dios de los Arcángeles, Dios de los Patriarcas, Dios de los Profetas, Dios de los Apóstoles, Dios de los Mártires, Dios de los Confesores, Dios de las Vírgenes, Dios que  tiene el poder de dar la vida después de la muerte, el descanso después del trabajo, porque no hay otro Dios delante de Ti, ni puede haber otro sino Tú mismo, Creador de todas las cosas visibles e invisibles, cuyo reino no tendrá fin, humildemente suplicamos a Tu Gloriosa Majestad se digne librarnos eficazmente y guardarnos sanos de todo poder, lazo, mentira y maldad de los espíritus infernales. Por Cristo Señor Nuestro. Así sea. De las acechanzas del demonio, líbranos Señor”

Lo repitió con seriedad, una y otra vez, sin estar segura de que todos los dioses fueran sólo uno, sin creer que espíritus infernales existieran y fueran dueños de poder, lazo, mentira y maldad, pero convencida de la urgencia de proteger a sus hijas y a su madre.

Varias semanas después, extrajo la Oración a San Alejo del segundo sobre, cuando la despertaron timbres de teléfonos que nunca había tenido, escuchaba a su padre   a través de las ventanas, y se le aparecían de pronto los primos emigrados más de tres décadas atrás.

Logró, Oración mediante, ignorar los teléfonos y el rostro de los primos, pero continuó escuchando a su padre. Sin alcanzar a entenderlo, sabía, por el tono cohibido y amable, que era su voz la que le hablaba por las persianas.

Los psiquiatras a quienes consultó ante el fracaso parcial de las Oraciones, la atiborraron de benzodiacepinas hasta que ellos mismos se deprimían al verla llegar, y contarles de un tercer ojo que la observaba en los espejos, de brumas que ocupaban la mitad del comedor, y de lechuzas que se le posaban a los pies de la cama.

Dispuesta a no dejarse vencer, se inscribió en un Curso de Sofrología, pero lo abandonó en la segunda sesión, al escuchar que se consideran estados negativos del alma la incertidumbre, la falta de interés por las circunstancias actuales y la excesiva preocupación por el bienestar de los demás, características todas que llevaba acuñadas en el justo centro de su energía vital, ya para entonces irreparable por métodos poco ortodoxos.

A escondidas de su madre desfilaron por la casa santeras expertas en limpiezas, llovieron despojos con ramas, cocos secos, María E. se bañó con ratones muertos, bebió orines de chivas viudas, se frotó los pechos con mieles fermentadas, y aceptó a Elegguá como representante de la nueva religión en la que recién se estrenaba, aunque se mantuvo siempre negada a participar en rituales de verdad, a dejarse coronar o a investirse como santa.

Equivalente al niño de Atocha, Elegguá, ese abrecaminos travieso que exige simplezas como caramelos al descuido y que nadie silbe en espacios cerrados, conquistó a María E, como antes San Alejo, primer rey de Alejandría.

San Alejo, San Alejo, San Alejo, que tres veces ha de ser llamado. Si Elegguá la acompañaba cuando el techo de la sala descendía hasta el punto en que ella pudo sentir el nunca antes percibido olor a techo, se apoyó en San Alejo cuando el piso del portal ondulaba, y siempre que soñó que a sus hijas y a su madre se las llevaba una cigüeña, ambos intentaron calmarla.

Habiendo alcanzado la inusual condición de no ser devota de nada en específico, y de juguetear con todo a la vez ignorando los fundamentos de cualquier imprescindible fe, María E., confundida como nunca antes en su vida, tuvo lucidez para enviar  a las hijas y a su madre a la casa de su amiga católica, ya incapaz de protegerlas.

Vienen por mí, dijo en la noche sin explicar quiénes ni con qué propósito, salió al portal a las 6 am para sentarse en la mecedora de mimbre, pero no es verdad que cinco minutos más tarde se quedara agradablemente sorprendida. El desplome de toda la casa no le permitió darse cuenta de la tremenda delicadeza con que el sol, solicitando piedad y permiso, se filtraba ese dia por entre las ramas del pino. 

 

Especial para La Jiribilla

 

FICHA
Laidi Fernández: Médico, internacionalista y narradora cubana. La Habana, 1961. Miembro de la UNEAC. Colaboradora de diversos medios de prensa, durante varios años llevó la columna “A maneras de cartas” en el portal Cubaliteraria. Actualmente mantiene la sección “El libro” en la revista La Jiribilla. Entre otros reconocimientos ha recibido el Premio Pinos Nuevos (1994), el Premio de Cuento de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (1998) por su libro Oh, vida, el Premio Alejo Carpentier de 2005 en el género cuento por La hija de Darío, Mención en el Concurso Iberoamericano de cuentos Julio Cortázar (2004) por el cuento El beso, y el Premio de Cuento Luis Felipe Rodríguez (2013) por la obra Sucedió en Copperbelt. En 2004 le fue otorgada la Distinción por la Cultura Nacional.