Las manos de Mandy

Maité Hernández–Lorenzo
15/1/2016

La primera vez que lo vi fuera del escenario, fue al descender de un tren que nos condujo desde La Habana hasta Bayamo para asistir a la Fiesta de la Cubanía, en 1995. A partir de ese momento se selló una relación profunda, diáfana, juguetona, plena de guiños que solo nosotros dos conocemos.

De esa estancia bayamesa tengo una grata impresión, no solo por su cordialidad y camaradería, sino por un gesto que develaría una profunda sensibilidad humana. Nos habían invitado a la Casa de la Trova una de las noches. El animador y conductor del espectáculo fue presentando a cada uno de los invitados. Cuando señaló a Armando dijo con  gran regocijo, “y con nosotros el gran actor y titiritero Armando Suárez del Villar”. Mandy sonrió y asintió gentilmente. Nunca rectificó ni reclamó a nadie. Aquella noche, todos regresaron a sus casas convencidos de que habían conocido personalmente a Armando Suárez del Villar.

Armando Morales Riverón (La Habana, 1940) es, sin duda, junto a René Fernández Santana, uno de los paters del teatro de títeres en Cuba. Hijo legítimo y fiel de los hermanos Carucha y Pepe Camejo junto a Pepe Carril, asistió con los tres al nacimiento de lo que ha sido en la historia del teatro cubano una de sus aventuras más fecundas: la creación del Teatro Nacional de Guiñol (TNG), del cual es director desde el año 2000.

 En la Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa, febrero, 2015. Foto: Nicoás Valiño Hernández

Graduado de la Escuela Superior de Artes y Oficios de La Habana en el temprano 1961 y miembro del Taller de Integración de las Artes Plásticas ese mismo año, Armando encontraría con su entrada al TNG la posibilidad de concretar en un solo arte, su formación como artista plástico y diseñador, además de la técnica actoral aprendida en la prestigiosa Academia de Arte Dramático.

Armando ha demostrado durante su fructífera carrera, que alcanza más de medio siglo, una vocación renacentista de artista total. Sus elecciones como director denotan un profundo conocimiento musical, literario, de la historia del arte y, por supuesto, de algo que jamás ha dejado de ser, del dibujante y artista plástico de su tiempo.

Hace algunos años, al preguntarle por las secuelas de la parametración, política que lo obligó a alejarse físicamente de las tablas, él respondía que gracias a ello intensificó su faceta de dibujante y pintor. Junto a importantes creadores cubanos, participó del movimiento OP, y muchos museos  y colecciones conservan algunas de sus piezas. Durante los 60 y 70 protagonizó numerosas exhibiciones tanto personales como colectivas en galerías cubanas.

Cuando observamos su cronología, advertimos que su producción pictórica, entendida en el canon más convencional, se ha sosegado para trasladarse a la concepción y diseño de sus muñecos. Huellas de su marca como artista la plástica han quedado en las figuras de los protagonistas de su extenso repertorio. Basta recordar, por ejemplo, las estampas de Abdala o de La caperucita roja.

Ha sido leal, por otra parte, a las enseñanzas de sus maestros y, como ellos, ha compartido su sapiencia con las nuevas generaciones. Ejemplos sobran en Cuba y fuera de la Isla. Aquí, su estirpe se ha multiplicado a través de muchas hornadas de jóvenes que han visto en él no solo una cátedra en lo puramente técnico, sino también en lo ético del oficio.

Los reconocimientos y premios que ha recibido (Medalla por la Cultura Nacional, Alejo Carpentier, Medalla de Laureado, entre otros) son solo un botón de muestra de lo que realmente merece. Es tiempo, por cierto, que el listado del Premio Nacional de Teatro se honre con su nombre.

Como hombre de su tiempo, Armando dialoga, intercambia, polemiza a través de la palabra escrita y en coloquios, congresos a los que asiste asiduamente. Su presencia en el Taller Internacional de Títeres, de Matanzas, ha sido puntal clave para el desarrollo y fomento de la disciplina. No ha cejado nunca en su empeño por escribir sobre lo que más domina: el arte titiritero. Diversas revistas y publicaciones cubanas y extranjeras han recogido sus pensamientos, análisis sobre el títere, el teatro y el arte, en general.

Como si todo lo anterior no bastara, ha colaborado con la formación de niños y adolescentes a través de  programas educativos del ICRT y del ICAIC. Igualmente, las aulas del Instituto Superior de Arte lo han acogido como profesor, y en la actualidad funge como vicepresidente del Centro Cubano de la UNIMA.

Armando es, además de todo lo anterior, un caminante. Un hombre que viaja, retorna, vuelve, invade puertos, estaciones de ómnibus, de trenes. Es un hombre que abre y ensancha caminos. De ello son pruebas los matasellos de sus pasaportes, que nos informan de su estancia en todos los continentes del mundo, y su paso por las montañas de Guantánamo, en los rincones más apartados y hermosos de esa parte oriental de nuestra Isla, adonde regresa menos de lo que quisiera verdaderamente y me consta que es allí, mano a mano con esa gente, donde reconoce su alma.

Como muestra de lo anterior, recordemos su estrecha y gozosa colaboración con Teatro Arbolé (España), con Teatro dei Fauni (Suiza), con el National Puppet Theatre of Ghana, con el mexicano La Mueca y el colombiano Pequeño Teatro de Muñecos. Sin contar, obviamente, las muchísimas compañías cubanas que tienen a Armando en su repertorio como director invitado.

¿Sus autores? Creo, y su perdón si estoy errada, que Javier Villafañe, Roberto Espina, Dora Alonso, Martí, Guillén y Lorca son sus preferidos. Aunque en esa lista hay muchos grandes, como Alfred Jarry, Jacques Prevert y nuestro Abelardo Estorino. También más de una vez ha llevado a escena a Pepe Carril, Freddy Artiles, Esther Suárez Durán, Gerardo Fulleda León y Francisco Garzón Céspedes.

Como se ha visto, Armando es uno de nuestros más grandes artistas. Pero su público, el que lo ovaciona al finalizar una función, el niño que sube y reconoce al títere luego que la luz última se apaga, no saben que Armando goza del pan sobre la mesa, se chupa los dedos y come con sus manos sentado en una piedra del monte, disfruta del vino, del café en jícara (tiene un diminuto cafetal en el patio de su casa de Mantilla), de la conversación y de los placeres de la vida que son todos los terrenales y los divinos.

Este texto, cedido por su autora, aparecerá en la revista Chinchilla, de la Editorial Cauce, de Pinar del Río