¿Leidi Jámilton ya tiene tres años?

Laidi Fernández de Juan
16/3/2016
Foto: Tomada de internet
 

Rubén Rodríguez, el holguinero considerado por la crítica como “uno de los escritores más sólidos y prolíficos de Cuba”, nos ha regalado una criatura excepcional, que al parecer, cumple tres años: Leidi Jámilton.


 

Es de señalar, para referirme a las publicaciones más recientes de Rubén, que su narración “Unplugged”, incluida en la Antología Los que cuentan (Ediciones Cajachina, 2007), ya había causado impacto entre el público cuando recibió con beneplácito el libro homónimo, que fuera lanzado en la Feria del Libro del 2014, y comentado en esta columna. Rubén, autor del inolvidable cuento “Flora y el ángel” (cuya existencia tiene más de 20 años) no conoce fronteras en términos literarios, lo cual es una inmensa suerte. Sus textos digamos “para adultos”, entre los que sobresalen aquellos de índole periodística, (es un incansable reportero) suelen ser de intencionada dureza, como demuestra el libro ya citado.

Antes de adentrarme en lo que pudiera considerarse “el fascinante universo Jámilton”, debo confesar que no soy lectora asidua de libros cuyo destino natural sean niños y jóvenes. Lamento esta carencia en mis lecturas. Sin embargo, esta limitación no será óbice para el comentario que pretendo dedicar a El maravilloso viaje del mundo alrededor de Leidi Jámilton (Editorial Gente Nueva, 2013).

Bajo el cuidado de la editora Olimpia Chong, 48 cuentos cuya protagonista es Lady Hamilton (inscrita en El libro de los nombres tal como se pronuncia y de ahí Leidi Jámilton) nos muestran un universo tan ordenado como alucinante, de forma que los sucesos más increíbles no solo resultan verosímiles dentro de la ensoñación mágica que crea el autor, sino que regresan, de una forma u otra a la matriz original del cual surgieron.

Por mucho que viajen Leidi y sus hijos (en quienes me detendré más adelante), el origen campesino, auténticamente cubano, está presente de manera fortuita o con énfasis. La tierra llamada Garabulla responde por la genuina familia de donde proceden las Cachitas (bisabuela, abuela, mamá, tías), mujeres que acompañan, aleccionan y animan a Leidi en sus más diversas tribulaciones. Justamente son los personajes femeninos los más fuertes en el libro, y esta característica matriarcal alcanza a la hija, quien se niega a ser una gentil damita. El esposo de Leidi (noble escocés, Lord Hamilton) se ausenta de la casa en el cuento número 11, convirtiéndose a partir de entonces en “Papá Leyenda Urbana”, una figura prescindible, al igual que papá Cachito, solo importante cuando inscribió (ya sabemos cómo) a Leidi.

A pesar de revolotear por paisajes descritos como muy lejanos, muy extraños y muy expectantes (nunca se sabe qué se encontrará en la página siguiente), las Cachitas de Garabulla acuden con su terrenal sapiencia en auxilio del miembro de la familia que necesite sus remedios. Puede tratarse de embrujos netos o de comidas típicas de Cuba. Nos topamos entonces, en medio de la disparatada situación de una casa robótica, del castillo Hamilton o del lugar llamado Afüera (limítrofe con otro que se conoce como Äfuera) flanes de calabaza, ropavieja, suspiros, medianoche, alegrías y matajíbaros.

La invención de palabras es otro de los  encantos de El maravilloso viaje del mundo alrededor de Leidi Jámilton; neologismos divertidísimos que aportan atractivo a la lectura. Me imagino el asombro que causen entre niños y jóvenes combinaciones como “bellesuramaravillicente”; “lechucidad, pingüinismo y avionancia”, por solo mencionar algunas realmente novedosas, ya que el empleo de “jelengue y remandingo” es más común entre nosotros.

Todos los cuentos encierran una mínima lección. No a fuerza de didactismo ni de fábula exprofeso, sino como mensaje subliminal, ese que es realmente efectivo. Los ejemplos más notables (que no los únicos) los encontramos en “La casa bruta” (la tecnología no supera la obra humana); “Los gusanitos de la culpa” (algo así como el secreto de la felicidad) ; “El sueño roto” (siempre es posible soñar); “Corazón de coco” (un corazón fuerte por fuera y tan blando por dentro que hasta los amigos puedan comerlo) y, sobre todo, en “La mentijirita”, magistral lección de honestidad (…la mentira se come la verdad. Cuando la mentira es chiquita, no se atreve pero cuando crece arrasa con las verdades).

Los hijos de Leidi Jámilton merecen nota aparte. Yúnior, el primogénito, llegó al mundo siendo un bebé transparente, a través de cuyas manitas y cabeza pelada podían verse las sábanas a cuadros. En contraste con su hermana, la niña que renegó de su condición de dama y que se transforma en lo que desee, el varón es tímido, enfermizo y precavido. La hembra (personaje que sobrepasa cualquier calificativo) provoca francos momentos de hilaridad, y aporta una considerable dosis de humor a las narraciones. Es Tambor, Nube rosada, Pelota, Gato, Drama, Horrible demonio, Asombro, Monstruo marino, Lupa, todo y nada a la vez, según sea la circunstancia. Ofrezco una pequeña muestra de la capacidad transformista de estos niños deliciosos:

 A pesar de su flema, Lord Hamilton no disimulaba el malestar que le producía compartir la mesa del desayuno con sus hijos: a la derecha, el transparente Yúnior, que se confundía con el humo del café; y a la izquierda, una criatura pálida y cubierta de algas.

-¿Qué eres hoy, querida?- le preguntaba, untando una tostada con mantequilla.

-Ahogada Jámilton-respondía ella y, convertida en sapo, saltaba en la taza de su padre.

Cuando él prendía un tabaco, recibía en pleno rostro un chorro de agua de la pequeña Bombero Jámilton. Si trataba de jugar golf, sobre su mullido césped pastaba Chiva Jámilton. Y regaba los geranios en medio de la asfixiante humareda de Motocicleta Jámilton.

Mucho más podría decirse de este libro: el tono poético del lenguaje, los homenajes que rinde el autor, los guiños a la realidad cubana, la ironía que emplea sobre todo en la narración (sobresaliente, para hablar con cautela) titulada “Peligrosos prados verdes con vaquitas blanquinegras”, igual que un libro suyo, que por desdicha no conozco, pero obviamente debo respetar el espacio que se presupone para una reseña.

Concluyo entonces, enfatizando el pasmo, la alegría y la admiración que me deja la lectura de este inmenso derroche del talento literario de quien es, efectivamente, uno de nuestros más sólidos y prolíficos escritores, Rubén Rodríguez, el muchacho de Holguín.

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