Lennon y nosotros

Juan Nicolás Padrón
21/12/2015

En 1964, cuando estudiaba en la Escuela Secundaria Básica Santiago Rodríguez, de San Luis, Pinar del Río, llegaron para impartirnos clases algunas nuevas profesoras-alumnas del Instituto Pedagógico Enrique José Varona, de La Habana, pues existía escasez de maestros a causa de las primeras migraciones; la de Matemática era una joven de pelo muy corto teñido de plateado (raro para entonces), y a pesar del uniforme, y contra las reglas, usaba minifalda. A una fiesta en la antigua Sociedad del pueblo llevó varios discos que le había regalado su padre ―la mayoría de los funcionarios, que eran casi exclusivamente los que viajaban al extranjero entonces, solo les traían a sus hijos, si acaso, algún disco. Varios de mis compañeros de estudio y yo entramos en shock cuando escuchamos la música de un conjunto británico cuyo nombre nadie pudo traducir con precisión: Los Beatles. En mi casa había escuchado a Glenn Miller, Franck Pourcel, Benny Moré, Esther Borja, Elvis Presley, Luis Aguilé, The Platters, Los Zafiros, Bill Haley y sus Cometas, la Orquesta Aragón, Édith Piaf, Monna Bell…, pero esos Beatles eran otra cosa.

Nunca antes había oído nada igual. Fue como una droga, una sensación misteriosa que me hizo cuestionar todo lo escuchado hasta entonces.

El rock and roll estaba de moda, junto con la “mota” o tupé de Elvis, el pelo brilloso y almidonado gracias a la brillantina gruesa, los pantalones “vaqueros” o “de mecánicos”, estrechos desde abajo y siempre azules, las camisas de cuadros como las de los cowboys o blancas, varias tallas por encima de la de uno y remangadas al codo, el cinto ancho con hebilla llamativa… Todavía en San Luis no se sabía con claridad (creo que nunca se supo, en ninguna parte) qué era “penetración ideológica”, y en aquella fiesta se rayaron tranquilamente los discos con canciones que bailamos una y otra vez: lo mismo con la incitadora melodía de “Love Me Do”, que con la excitante “Twist and Shout”, la lírica “Anna”, la rítmica “Please Please Me” o la exultante “She Loves You”… Nunca antes había oído nada igual. Fue como una droga, una sensación misteriosa que me hizo cuestionar todo lo escuchado hasta entonces. El “combo” (así se llamaban entonces los conjuntos musicales que intentaban modernizar la música con nuevas sonoridades) de Migue Ruiz, un sanluiseño que contra viento y marea había podido armar su grupo con guitarras eléctricas a las que siempre se les fundía un bombillo y una batería llena de remiendos, desde entonces convirtió en una aspiración, un proyecto o una meta, tocar algo de aquello que parecía traído del más allá.

El impacto de Los Beatles en mi generación fue como un tsunami cultural. En su corta existencia (1962-1969), el grupo dejó un conjunto de íconos irresistibles para los jóvenes: el peinado, que adoptamos posteriormente (en ese momento no pudimos, porque la batalla por el pelo largo fue como la de Waterloo, pero mucho más larga) como emblema distintivo: esas melenas históricas que todavía desafían la calvicie; luego el bigote y las barbas que se aproximaron a la cultura hippie, y el uso del grito oportuno para excitar la emoción… Si Bob Dylan nos acercaba más al idealismo intelectual, el cuarteto de Liperpool nos remitía a la libertad total. Se trataba de una obra de desbordante riqueza imaginativa y sorprendente y audaz invención, que dejó siempre la expectativa de esperar otra pieza que superara la experiencia anterior.

Aquellos irreverentes jóvenes británicos fueron sostenidamente revolucionarios en su estética y traspasaron cualquier frontera artística y geográfica; trascendieron su tiempo con una gravitación innegable hasta el presente. Revolucionaron no solo la música popular, sino el estilo de los espectáculos, y liberaron todos los instintos del rock para convertirse en una de las grandes fuerzas culturales del siglo. Sus pegajosas canciones no apartaron la experimentación, conciliaron aceptación comercial con calidad musical y se constituyeron, junto a las de la banda The Rolling Stones, en referentes de toda una época. Cambiaron la manera de escuchar la música popular y tributaron decisivamente a una trasformación cultural que contribuyó a catalizar, desde el imaginario, procesos sociales y políticos de ese momento. El dúo de John Lennon y Paul Mac Cartney constituyó la alianza de composición más importante de la música de todos los tiempos, en la que cada uno aportaba su impronta, y se le unían a la rebeldía y a la imaginación, el sentido comercial y la variedad interpretativa. Pronto se distinguió el más rebelde e imaginativo: Lennon.

Se trataba de una obra de desbordante riqueza imaginativa y sorprendente y audaz invención, que dejó siempre la expectativa de esperar otra pieza que superara la experiencia anterior.

Desde esta Isla en Revolución, no entendí nunca por qué no se podía considerar “de los nuestros” a aquel iconoclasta que en 1963, durante una memorable actuación del grupo en el Royal Variety Show de Londres, con la presencia de la Reina Madre y otras figuras de la aristocracia, comentó: “Los del gallinero pueden aplaudir; el resto basta con que hagan sonar sus joyas”; devolvió la Orden del Imperio Británico en protesta por la participación de su país en la guerra de Vietnam; aseguró que “El cristianismo se irá. Se desvanecerá y reducirá su influencia. […] Somos más populares que Jesús ahora y no sé qué se irá primero, si el rock and roll o el cristianismo” ―lo que ocasionó la quema de discos de Los Beatles por el KuKluxKlan en el sur norteamericano―; se convirtió en un activista por la paz mundial y en un opositor a la guerra de Vietnam; promovió la libertad de pensamiento y el activismo contra el racismo y el sexismo; grabó “Power to the People”, inspirada en las opiniones del paquistaní Tariq Ali, y “I don’t Want to Be a Soldier”, y fue hostigado por la administración de Richard Nixon y vigilado por el FBI.

La ignorancia, los prejuicios y las malas políticas lo consideraron tan nocivo o perjudicial para la juventud cubana, que no pocos admiradores suyos y de Los Beatles (y, en general, de las obras de otros grupos de rock británicos y norteamericanos), fueron estigmatizados como “penetrados ideológicamente”, y alguna mente calenturienta pretendió “curarnos” de la adicción a “la música del enemigo” con dosis masivas del mozambique de Pello el Afrokán. Y si en los años 60 Santiago Álvarez utilizó su música para algún noticiero, y el programa radial Nocturno la ponía con frecuencia, al entrar los 70 apenas nos enteramos de qué sucedió con John Lennon después de la separación del grupo. Por suerte, la radio de onda corta y aquellas enormes grabadoras de cinta que podían violar cualquier disposición “políticamente correcta”, nos pusieron al tanto de la obra, la vida y la absurda muerte de este artista de enorme talento musical y singular activismo pacifista. Cuando el “sarampión soviético” cesó, se volvieron a oír aquellas canciones, se pasaron por televisión las películas de Los Beatles y numerosos materiales sobre el cuarteto, se celebraron coloquios en la UNEAC acerca de su legado y hasta se reproducía “Imagine” por los altavoces en espera de las marchas patrióticas, sin que muchos jovencitos comprendieran la emoción de sus padres.

Supongo que cuando se inauguró en un parque de El Vedado la escultura de Lennon realizada por José Villa Soberón, con la presencia de Fidel Castro, los censores sobrevivientes ocultaron su desconcierto bajo la aquiescente sonrisa de siempre; algunos de los que padecieron discriminaciones por admirarlo, consideraron que era ya muy tarde, al menos para ellos, pero muchos nos sentimos reivindicados: al fin Lennon tenía en Cuba “lo que tenía que tener”.

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