Lezama bibliófilo

Reynaldo García Blanco
8/6/2018

Cuando en marzo de 1995 visitaba por primera vez la casa de José Lezama Lima, no podía imaginar cómo en tan pequeño espacio podrían caber tantos libros y pensaba en la biblioteca laberinto, pensaba en Jorge Luis Borges y su biblioteca total, pensaba en Paul-François Groussac. 

José Lezama Lima
José Lezama Lima. Foto: Internet

 

Y en algún  momento me detuve con cierta extrañeza y cierta melancolía en una de las entradas de su Diario donde dejaba constancia de libros que había prestado, costumbre que yo de vez en vez intento hacer pero que no incluye los libros, que por ejemplo, me han prestado los poetas Rito Ramón Aroche y Caridad Atencio Mendoza .

Si rastreamos con detenimiento la correspondencia lezamiana y otros escritos, podemos encontrar innumerables referencias a ese tráfico y vasos comunicantes que el Maestro de Trocadero estableció con los libros y en lo particular con esos encantos perdidos que fueron y siguen siendo las librerías de uso y raros, y las ferias del libro.

A partir del 28 de septiembre de 1949 hasta el 25 de marzo de 1950, en el Diario de la Marina, Lezama publicó un grupo  de textos que bajo el título de La Habana, venía a ser como una especie de radiografía cotidiana de la gran ciudad. Esta columna aparecía en la página 3 y ocupaba la parte superior izquierda. Nunca fueron firmadas por autor alguno. Años después, cuando aparecieron reunidas por la Universidad Central de Las Villas con el título Tratados en La Habana (1958), salía a la luz el nombre del autor de aquellas raras, exquisitas crónicas, dato que tal vez solamente era conocido por los integrantes del reducido grupo Orígenes.

En la entrega número XXVI, aparecida el 29 de octubre de 1949, retrata con nitidez ese mundo interior de las librerías de viejo, que yo en lo particular lo he vivido sobre todo en la lamentablemente desaparecida librería Renacimiento de Santiago de Cuba. Por su belleza y el impacto que me dio al leerla por primera vez las comparto con ustedes in extenso: (Pág.64) “Es posible que ese encanto de las librerías de viejo se esté perdiendo en nuestro país. Uno de los placeres que aporta la actual Feria del Libro en la ciudad de Santa Clara es ver inundado su parque Vidal con eses libreros que vienen de varios municipios e instalan sus reliquias”.

En la entrega número 50, aparecida el 19 de noviembre de 1949, Lezama me recuerda a esos compradores impulsivos que asisten a La Cabaña en la cita internacional del libro o a sus sucedáneos en provincias. No tiene reparos en listar a los que compran los números atrasados de La Revista de Occidente y  no se percatan que en la caseta del lado, a buen precio, se puede comprar Alicia en el país de las maravillas. Y continúa su abanico de miradas describiendo todo tipo de personaje que entra y sale de las librerías: “Existen las víctimas de la alta cultura, como existen las víctimas de la novela policiaca”. Ese entramado, esa fauna, esa vocinglera jauría solamente puede ser escrita, descrita, narrada, cantada desde adentro, por alguien que pudiéramos llamar sin tono despectivo “ un ratón de librería de viejos”.

En la entrega 46, aparecida el 29 de octubre de 1949, nos entrega sin querer un dato muy interesante para promotores y gestores de ferias del libro en nuestro país. Lezama comienza diciendo: “Esta noche comienza la Feria del libro. El Ministerio de Educación ha querido no sólo seguir, sino mejorar en lo posible la periódica aparición en el Parque Central de las casetas del libro. Música, fiesta, luces de feria, rodeando la estatua del apóstol, incitan al habanero a ese bello ejercicio anual que es leer bajo la luz de las estrellas”. Siempre que vuelvo sobre estas páginas pienso en cuántas cosas diferentes se pueden retomar y rectificar en nuestras Ferias del Libro. En esta crónica Lezama hace gala de su paladar literario. Imagina en pleno besuqueo a Platón y Vargas Vila; Bakunin y Juan Jacobo. Como en crónicas anteriores se detiene en retratar al lector común (pág.95).

Este es el Lezama que gustaba de un suculento plato de comida, pero también el hombre que admiraba el detalle de la encuadernación, la portadilla o la hoja de gratitud. El hombre que encontraba el dato escondido en el colofón de un libro o que escribía a sus amigos allende el mar para que le buscaran una antigüedad cuyo precio pasaba del Potosí a lo imposible.

¿Dónde Lezama podía guardar tantos libros? ¿En la memoria? ¿En el cielo? Y así termino estas simples observaciones que comenzaban diciendo: Cuando en marzo de 1995 visitaba por primera vez la casa de José Lezama, Lima no podía imaginar cómo en tan pequeño espacio, podrían caber tantos libros y pensaba en la biblioteca laberinto, pensaba en Borges y su biblioteca total, pensaba en Paul-François Groussac.