Literatura, cubanidad y cubanía

Antonio Rodríguez Salvador
19/10/2017

Hace pocos días leí una crónica de viaje sobre Cuba, escrita por cierto literato nacional residente en el exterior, quien confesaba estar redescubriendo la isla luego de varios años de ausencia. Durante un par de semanas dicho señor recorrió el país de naciente a poniente y viceversa, para dejarnos como secuela cinco cuartillas repletas de palabras como santero, palma real, daiquirí, mulata, asere, balsero, frutabomba, jinetera, yuca con mojo, picadillo de soya, cucurucho de maní, amarillos, y pan con pasta.

La crónica sonaba a Cuba, pero no era Cuba. Mientras leía, me acordaba del primer viaje de Colón, cuando de regreso a España se apareció en la corte con aquellos indios desnudos, cubiertos de plumas y garabatos de colores; en una mano la azagaya y en la otra una cotorra que chillaba palabras en castellano. Recordaba también la sorpresa de Borges ante una observación de Gibbon en su Historia de la declinación y caída del Imperio Romano. Decía Gibbon: En El Corán, libro árabe por excelencia, no hay camellos.

Sí los hay, naturalmente. Yo tengo un ejemplar de El Corán en formato PDF, y, por demás, cuento con ese infalible buscador que ofrece el Adobe Acrobat Reader, de modo que pude hallar la dichosa palabra sobre la página 40. Tal detalle, sin embargo, no le resta méritos al concepto. Dice Borges: “yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad de El Corán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe”. Si un falsario, o un turista, escribiesen una crónica sobre los árabes, no dejarían de prodigarnos caravanas de camellos en cada página; cientos, miles de camellos. Mahoma, en cambio, sabía que podía pasar por árabe sin necesidad de mencionar esa palabra.
 

Cubanidad es fe, esperanza y amor. Foto: Diana Inés Rodríguez Rodríguez
 

Un pensamiento siempre lleva a otro, y de repente se me ocurrió —mismo buscador mediante— interrogar las obras de varios autores que la crítica y la tradición señalan entre los más representativos de la literatura cubana. Hurgué en libros emblemáticos de Carpentier, Lezama y Cabrera Infante: obras que conozco bien, repletas de personajes que destacan por sus sueños, esperanzas y conflictos existenciales; pero en ellos no logré hallar ni un solo maní ni una frutabomba ni objeto alguno de los que suelen usarse para estereotipar al cubano. En conjunto los volúmenes sumaban más de mil páginas, y por fin vine a encontrar una palma real —sin mayor énfasis, escrita como al descuido— en El reino de este mundo: novela que por su espíritu y manera de representar lo real maravilloso es paradigmática de nuestro imaginario.

Si estamos de acuerdo con Fernando Ortiz en que cubanidad es “condición del alma, complejo de sentimientos, ideas y actitudes”; mientras cubanía es “cubanidad plena, sentida, consciente y deseada; cubanidad responsable”, entonces resulta obvio que ambos términos no entrañan cosas que se puedan tocar con la mano. Son trascendentales derivados del ser: no del tener; conceptos que desbordan y superan dialécticamente el mundo de las formas.

Mientras leía la crónica de referencia (que en realidad es solo botón de muestra de otras tantas, incluyendo cuentos y novelas que pujan y rematan seudocubanidad en idénticos mercados), también me preguntaba: ¿Qué elementos unieron a nuestros más insignes escritores cuando esta tierra de gracia llamada Cuba dejó de ser tan solo “la yerba que pisan nuestras plantas”, para convertirse en el cúmulo de emociones que subyace tras la palabra “Patria”?

Durante el siglo XIX tuvimos notables poetas provenientes de diversas clases o capas sociales, algunas de ellas fuertemente enfrentadas: un hijo de cuna rica como José María Heredia, otro de cuna pobre como José Jacinto Milanés, un negro esclavo como Juan Francisco Manzano, un mulato libre como Gabriel de la Concepción Valdés, una mujer del hogar como Luisa Pérez de Zambrana, una mujer rebelde como Gertrudis Gómez de Avellaneda, un guajiro nato como Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, un joven citadino como Julián del Casal, un ser sobre quien pesan sentimientos encontrados como Juan Clemente Zenea, y un patriota intachable, de pensamiento universal como José Martí. ¿Qué recóndita esencia unía a esa masa diversa? Obviamente, no “el amor ridículo a la tierra”; se hallaban ligados por un ya pujante sentimiento de cubanidad; el abrazo que juntos daban a la patria.

Ahora bien, como cubanía es “cubanidad responsable”, el 10 de octubre de 1868 se levanta en armas un grupo de hombres en busca de la “cubanidad plena”, la cubanidad “deseada y consciente”. Ya no se trataba de ejercer la condición desde una querencia o una costumbre, de pronto había surgido un sentimiento de consagración (término que no elijo al azar, sino porque expresa la acción de entregarse en cuerpo y alma a lo sagrado). La historia es conocida, no la repetiré; con esta mención solo he querido subrayar que la cubanía no puede ser contemplativa ni mojigata; entraña una toma de partido por determinados principios, por determinados valores. También quiero significar que si la cubanía es sustancia que fertiliza el amor a la patria, adulterarla o lucrar a cuenta de ella, aun en el más inocente de los casos, simplemente la niega. 

Dijo Martí: “Patria es humanidad, aquella porción de la humanidad que vemos más cerca y en que nos tocó nacer”; y es esta una evidente expresión de concordia. ¿Pero qué es lo humano? ¿Acaso lo que nos caricaturice o nos reduzca a curiosas urracas que, a despecho de su naturaleza acumuladora de objetos, de pronto almacenan cosas de supuesto escaso brillo? ¿O es aquello que dignifica y encumbra a las más elevadas cotas de justicia, conocimiento y amor la condición humana?

Extirpada de su amplia connotación, la frase “Patria es humanidad” muchas veces ha sido mañosamente presentada como un llamado a desleír en lo ambiguo medulares afectos que debemos a esta “porción de la humanidad en que nos tocó nacer”. También se ha usado como puñal artero para descreerla y extrañarse de ella, cuando no para mirarla desde la alienación o la mala fe con el claro objetivo de erosionar valores, símbolos, creencias y caros orgullos que conforman nuestra identidad cultural. Ciertamente, llegará un día en que los humanos seamos un solo pueblo, pero esa cultura global no podrá estar erigida sobre las ruinas de lo que somos.

Cubanía es cubanidad responsable, dice Ortiz, y luego agrega: es “cubanidad con las tres virtudes, dichas teologales: fe, esperanza y amor”. Quiero decir, no se trata de renunciar al pensamiento crítico o al afán de perfectibilidad humana; tampoco de mirarnos como nuevos Narcisos en el agua de la vana lisonja; sino que, volviendo a Martí: “El lenguaje es humo cuando no sirve de vestido al sentimiento generoso o a la idea eterna”.