Los amigos de Miguel Hernández (Prólogo)

Jorge Domingo Cuadriello
23/2/2017

Los poetas de la llamada Generación del 27 comenzaron a ser conocidos en Cuba en una fecha muy temprana, poco después de haber irrumpido con gran vitalidad en el panorama literario español. Como principal vehículo de divulgación disfrutaron del muy leído Suplemento Literario del Diario de la Marina, página dominical que en su momento de mayor esplendor (1927-1930) estuvo dirigida por el inquieto crítico literario y ensayista José Antonio Fernández de Castro. En gran medida gracias a su iniciativa, este suplemento llevó a cabo entre nosotros una loable labor de actualización, informó acerca de la vanguardia europea, dio a conocer poemas de Jorge Luis Borges, Pablo Neruda y Vachel Lindsay, quienes más tarde alcanzarían un gran reconocimiento, y, no obstante la orientación anticomunista de este órgano de prensa, obras de autores pertenecientes a la literatura soviética como Vladimir Maiakovsky, Serguei Esenin y Arkadi Averchenko. A esos méritos debe sumarse el considerable espacio que el suplemento les concedió a los poetas vanguardistas cubanos como Félix Pita Rodríguez y Enrique de la Osa.


 

En lo que respecta a la promoción de los poetas españoles de la Generación del 27, un reconocimiento también merece el periodista, crítico y narrador de origen asturiano Rafael Suárez Solís, quien había ocupado la jefatura de información del Diario de la Marina y había desempeñado además la dirección de su página literaria dominical. A principios de 1927 viajó a España, y con el prestigio intelectual que ya había conquistado no le resultó difícil insertarse en el ambiente cultural madrileño y en las tertulias que entonces animaban a la capital española. Como resultado de las estrechas relaciones de amistad que estableció con los jóvenes poetas, obtuvo sus colaboraciones para el Suplemento Literario, que a partir de entonces se enriqueció con los versos de Gerardo Diego, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Guillermo de Torre, José Moreno Villa, Juan José Domenchina, Ernesto Giménez Caballero y Enrique Díez Canedo, entre otros creadores animados por un espíritu de renovación que oscilaba entre el anhelo de superar las directrices estéticas del post-modernismo y la asimilación de las nuevas corrientes poéticas como el creacionismo y el ultraísmo.

La divulgación de aquellos poemas constituyó un llamado de alerta para los círculos intelectuales cubanos: en la antigua metrópoli estaba surgiendo una nueva hornada de poetas digna de ser tomada en cuenta por sus aspiraciones de modernización. La fundación de La Gaceta Literaria en 1927, la revalorización de Góngora y el surgimiento en España de toda una serie de publicaciones culturales de vanguardia no pasaron inadvertidos para aquellos que en suelo cubano se interesaban en las letras. La memorable visita a Cuba en 1930 de Federico García Lorca, quien acababa de obtener un sólido espaldarazo de la crítica gracias a su cuaderno de versos Romancero gitano y la obra dramática Mariana Pineda, consolidó aún más el prestigio de aquella generación de poetas españoles.


Los poetas de la Generación del 27. Foto: Internet

Con el transcurso de los años otros nombres se fueron sumando a los ya mencionados: Rafael Alberti, Jorge Guillén, Pedro Salinas… hasta que hizo su aparición en el ámbito cubano uno de los más jóvenes de todos ellos, Miguel Hernández, nacido en Orihuela en 1910. Mas a diferencia de los anteriores, que llegaron al conocimiento de los lectores cubanos en la etapa final de la desacreditada monarquía de Alfonso XIII o en el período luminoso y agitado de la República establecida en 1931, este poeta hizo acto de presencia en las publicaciones habaneras de izquierda, asociado a la causa popular, tras el estallido de la cruenta Guerra Civil Española (1936-1939). Por medio de estos órganos que respaldaban el ideal republicano, como la revista Mediodía, fueron conocidos los versos de Miguel Hernández, y se supo de su origen humilde, en una pequeña ciudad de provincia, de su incompleta formación educacional; pero también de su innegable talento poético, ya demostrado a través de los libros de versos Perito en lunas (1933) y El rayo que no cesa (1936), de su entrega a la poesía y al compromiso político en un contexto signado por el enfrentamiento a muerte entre una España apegada a las estructuras semifeudales, la ideología conservadora, el esquema de amos y sirvientes, y otra España que aspiraba a llevar adelante los imprescindibles cambios sociales, políticos y económicos, y entrar por fin en la modernidad del republicanismo democrático. Fue a través de esta dramática circunstancia que el nombre de Miguel Hernández se hizo familiar en Cuba, como el de Antonio Machado, cuya fidelidad al legítimo gobierno de Madrid causaba hondo respeto. Mayor había sido el impacto causado por el brutal asesinato de García Lorca, a manos de los falangistas, en los inicios de la contienda. Así lo demostró la serie de cantos elegíacos y artículos necrológicos que entonces muchos autores cubanos le dedicaron. Esa reacción, todo aquel proceso de afinidad con los intelectuales españoles envueltos en la guerra, respondió en el fondo a un fenómeno que trascendía la simple explicación política: el drama de España era asumido por el pueblo cubano como un conflicto doméstico, capaz de avivar las pasiones, movilizar conciencias y voluntades y manifestarse de muy diversas formas: brigadas de voluntarios a combatir en los frentes de la Sierra de Guadarrama o de Teruel, colectas monetarias, campañas radiofónicas, actos públicos… Muy fuertes eran los vínculos históricos, culturales, familiares, idiomáticos, comerciales e incluso religiosos entre españoles y cubanos. Considerable era el número de la colonia hispana asentada en nuestro territorio, sin descartar a sus descendientes. Y los españoles que tras el estallido de la conflagración buscaron refugio en Cuba dieron vivo testimonio de aquella tragedia y reforzaron aún más el interés que hacia ella se demostraba.

La divulgación de aquellos poemas constituyó un llamado de alerta para los círculos intelectuales cubanos: en la antigua metrópoli estaba surgiendo una nueva hornada de poetas digna de ser tomada en cuenta.

El fin del conflicto en 1939 provocó el regreso de los combatientes cubanos que habían defendido la República y la llegada a nuestros puertos de una cifra no desdeñable de exiliados españoles, con todo su dolor a cuestas. Al rosario de desventuras que estos traían hubo de sumarse otra amarga noticia: el fallecimiento de Antonio Machado en un diminuto poblado del sur de Francia, cuando acababa de adentrarse en el exilio. Conmovidos por el hecho, los intelectuales cubanos se movilizaron de inmediato para homenajearlo de diversas formas. La Institución Hispanocubana de Cultura le rindió honor por medio de una velada, la cual incorporó además a García Lorca; Juan Marinello le dedicó el artículo “Responso alegre por la voz de Antonio Machado”, que vio la luz en el diario Pueblo; Altolaguirre, refugiado en la capital cubana, reimprimió en su taller La Verónica, La tierra de Alvar González, pieza teatral de Machado, y el compositor Hilario González musicalizó tres de sus poemas, que dio a conocer como “Tres canciones de Antonio Machado”.

Todo aquel proceso de afinidad con los intelectuales españoles envueltos en la guerra, respondió en el fondo a un fenómeno que trascendía la simple explicación política.

Con estos antecedentes, no debe causar sorpresa que al extenderse en agosto de dicho año la noticia, en realidad incierta, de que Miguel Hernández había sido fusilado en una cárcel franquista, Altolaguirre publicase a toda carrera su cuaderno de versos Sino sangriento y otros poemas, e igualmente sin pérdida de tiempo intelectuales cubanos agrupados en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y exiliados españoles unieran sus voluntades para rendir tributo póstumo al poeta. El acto se efectuó días después en la Casa de la Cultura, organismo fundado por los simpatizantes republicanos de la colonia española, y ocuparon sitio en la presidencia Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Eugenio Florit, Luis Felipe Rodríguez, Altolaguirre y el también poeta del exilio español Luis Amado-Blanco. En nombre de Marinello, quien no pudo estar presente, el profesor José Antonio Portuondo leyó unas cuartillas tituladas “La voz de Miguel Hernández”, y gracias a una grabación realizada dos años antes por Carpentier pudieron escucharse unos poemas recitados por el propio autor. Fue este el preámbulo del homenaje, mucho mayor, que en el Palacio Municipal de La Habana se le ofreció en enero de 1943, cuando finalmente pudo corroborarse que el poeta de Orihuela había muerto de tuberculosis en un penal de Alicante en marzo del año anterior. En esta ocasión se contó con las colaboraciones de Guillén, Marinello, Portuondo, Enrique Serpa, Ángel Augier y los intelectuales españoles exiliados Juan Chabás y Félix Montiel. Sus trabajos fueron publicados en un volumen y sirvieron colateralmente para consolidar, al menos en Cuba, la trilogía de poetas que representaban a las víctimas de la barbarie franquista: Lorca, Machado y Miguel Hernández. Como prueba de ello puede servir el cuaderno España. Poesía, publicado en 1963 por el Consejo Nacional de Cultura, que cuenta con un trabajo introductorio de Roberto Fernández Retamar y una selección de los tres poetas mencionados.


El espíritu de un poeta aún pervive. Foto: Internet

Con esas demostraciones de simpatía, a las cuales bien podrían sumarse otras, la poesía hernandiana y la admirable existencia de su creador se hicieron referentes conocidos no solo en el marco de escritores y lectores, sino también en el de los estudiantes, cuando ya en la década de los 60 poemas suyos como “El niño yuntero” y “Nanas de la cebolla” se incorporaron al plan de estudio de la literatura española en la enseñanza media superior, donde han permanecido. Desde entonces otros estudios se han sumado a su bibliografía pasiva y sus versos han sido reproducidos por algunas revistas. Para corroborar, además, que el culto en Cuba a Miguel Hernández no es asunto del pasado, puede mencionarse la obra teatral Reino dividido (2009), del dramaturgo y crítico teatral Amado del Pino, quien a partir de cierta base documental fabuló acerca de la identificación personal entre Pablo de la Torriente y Miguel Hernández, así como la presente investigación, que él ha realizado junto con la periodista Tania Cordero.

Los amigos cubanos de Miguel Hernández constituye una larga, esmerada y muy rica exposición destinada no solo a demostrar por medio de ejemplos y enumeraciones que el autor de Viento del pueblo dejó una huella en las letras y en los escritores cubanos, a pesar de no haber pisado nunca nuestro suelo, sino a analizar con objetividad los vínculos, explicar el origen de las relaciones que esa huella abarca. A  los comentarios sobre algunos textos dedicados a la poesía hernandiana se incorporan evocaciones de algunos que lo conocieron —Pablo de la Torriente Brau, Pita Rodríguez, Lino Novás Calvo, Guillén—, informaciones tomadas de cartas personales, fragmentos de ensayos de otros autores, artículos de prensa, alusiones a veces tangenciales. A Amado del Pino-Tania Cordero no los maniató un rígido plan académico, una estructura esquemática de su investigación, y por eso exponen con soltura, sin atenerse muchas veces al orden cronológico, los resultados de una búsqueda exhaustiva que los ha llevado por diferentes derroteros: establecer un paralelismo entre las parejas Miguel Hernández-Josefina Manresa y Pablo de la Torriente-Teté Casuso, para señalar puntos en común y divergencias, refutar vacuas leyendas acerca de los orígenes del poeta y de sus apócrifas últimas palabras, señalar las relaciones muy cercanas que tuvo el poeta con otras mujeres, así como los lazos que lo unieron a otros grandes escritores como Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda y García Lorca.

Los amigos cubanos de Miguel Hernández constituye una larga, esmerada y muy rica exposición destinada no solo a demostrar que el autor de Viento del pueblo dejó una huella en las letras y en los escritores cubanos.

La presente investigación incorpora atinados juicios literarios, como los enlaces que pueden establecerse entre la poesía de Miguel Hernández y la de Eliseo Diego, viaja del pasado al presente cuando lo considera oportuno y abarca a un sinnúmero de personalidades de las letras, cubanas o españolas. Aunque sus autores no se propusieron llevar a cabo un registro completo, a la máxima expresión, de los textos escritos en Cuba que de algún modo se inspiran en el poeta oriolano —como demuestra la consciente omisión del breve cuaderno de versos de José Sanjurjo Canto de eternidad y guerra (para Miguel Hernández, ya rayo que no cesa en el viento del pueblo) (1960)— puede asegurarse que abarcaron los trabajos más relevantes y sacaron a la luz elementos de valor, como la muy bien documentada suposición de que Hernández se inspiró en su admirado Pablo de la Torriente, ya entonces caído en combate, para trazar el personaje de El Cubano en su obra teatral Pastor de la muerte (1937). El aparato crítico de los autores en algunos momentos se dirige, con plena justificación, para salvar errores, a la defectuosa biografía de Elvio Romero Miguel Hernández: destino y poesía, así como a la edición hecha en Cuba de sus Poesías. Mas en otras ocasiones se demora innecesariamente en textos calamitosos como la pieza teatral de Virgilio Hernández López El pastor de Orihuela (1977), cuyo único mérito radica en haber tomado como fuente de inspiración a esta figura sobresaliente de la Generación del 27. Más valiosos nos resultan los agudos análisis que vierten los autores acerca de las colaboraciones ofrecidas en el homenaje de enero de 1943, la plausible especulación que lanzan acerca de las muy personales razones que llevaron a Pablo de la Torriente Brau a partir hacia la España en guerra y no retornar a Cuba, el repudio a la censura a la cual fueron sometidos los textos de este escritor pertenecientes a su libro póstumo Peleando con los milicianos (México, 1938) en las ediciones cubanas de 1962 y de 1987.

Los amigos cubanos de Miguel Hernández representa un valioso recuento, que no el cierre, de la historia de una devoción literaria que engloba a varias generaciones de cubanos amantes de la poesía. El verso hernandiano, dedicado al amor, al desgarramiento provocado por la muerte, al dolor de padre, al pueblo humilde, mantiene entre nosotros plena vigencia. Por eso a la larga lista ofrecida por Amado del Pino y Tania Cordero, dentro de unos años habrá que incorporar nuevos amigos cubanos de Miguel Hernández.

Jorge  Domingo Cuadriello

La Habana, junio de 2013

 

Aviso y gratitud

Este libro no nació solo. La investigación en Cuba y en España, la redacción, las sucesivas precisiones o adiciones corrieron en paralelo a un hecho mayor: el homenaje cubano al gran poeta Miguel Hernández por el centenario de su nacimiento.


El poeta español Miguel Hernández. Foto: Internet

El punto de arrancada está en aquella primera conversación con Víctor Casaus y María Santucho contándoles nuestro interés creativo, la pasión por el tema. Varias veces en la vida profesional uno hace gestiones de esa índole. Lo raro es que encuentre tanta receptividad, tal grado de compromiso y de riesgo al apoyar un sueño. Los que siguen la labor del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau dirán que ese espíritu es el estado natural de la institución, sostenido durante muchos años.

Aquel impulso inicial se convirtió en un intenso proceso de indagación y gestión que arrojó como resultados más evidentes tres ricas jornadas hernandianas en nuestra Habana, gestadas, asumidas por el Centro Pablo en colaboración con la Fundación Cultural Miguel Hernández, de Orihuela, y juntando especialistas cubanos y españoles. Hubo exposiciones de carteles, conciertos, ediciones, concurso de canciones y el estreno por Argos Teatro —puesta en escena de Carlos Celdrán— de la obra Reino dividido, que tejió una doble biografía escénica. Miguel Hernández y Pablo de la Torriente Brau volvían a encontrarse, en febrero de 2010, sobre las tablas.

Del apoyo recibido por la institución con sede en el pueblo natal del poeta debemos agradecer especialmente a Juan José Sánchez Balaguer, durante mucho tiempo director de la Fundación Miguel Hernández, y a los sabios especialistas Aitor Larrabide y César Moreno.

En los encuentros teóricos contamos con estudiosos cubanos diversos además de prestigiosos. Desde el conocimiento fundacional acerca de Pablo de la Torriente de Casaus o de Denia García Ronda hasta la visión del novelista de Leonardo Padura o la continuidad de la décima popular vista por Alexis Díaz Pimienta. Se rastrearon las huellas de Hernández en nuestra lírica a través de consagrados ensayistas: Guillermo Rodríguez Rivera, Jesús David Curbelo y Virgilio López Lemus.

Mención y abrazo aparte merecen los investigadores del Instituto de Literatura y Lingüística Cira Romero, Ricardo Hernández Otero, Zaida Capote y Jorge Domingo. Ellos participaron como ponentes en las jornadas, consultores de datos, cómplices perennes.

El título de nuestro libro deja claro que se trata aquí de los vínculos de Hernández con Pablo de la Torriente y con otras figuras esenciales del siglo XX cubano como Lino Novás Calvo, Alejo Carpentier, Juan Marinello y Nicolás Guillén, entre otros. Vale recordar que aparece también en este volumen la historia del decisivo aporte de escritores españoles que vivieron y trabajaron en Cuba: Manuel Altolaguirre, María Zambrano, Juan Chabás, entre otros.

Si la amistad entre creadores en momentos cruciales del siglo XX es tema central en el libro, el apoyo también afectivo, la pasión compartida por la obra de Miguel Hernández y sus contemporáneos ha hecho posible su escritura y que ahora el lector pueda tenerlo entre sus manos.

Los autores

(Amado del Pino, Tania Cordero)

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