Manos de árbol, pupilas de obsidiana

Maikel José Rodríguez Calviño
17/7/2020

Un siglo y un año cumplió el hombre que retrató el doloroso llanto de la América toda. Pensamos en Oswaldo Guayasamín y se materializan en nuestra memoria esos rostros consumidos por el sufrimiento y el esfuerzo; esos cuerpos inmortalizados en gestos agónicos y terribles que, sin embargo, aún tienen espacio para la caricia vivificadora, para la alegría cotidiana, para el amor.

Pintor, escultor, dibujante, grabador, muralista, aventurero, ecuatoriano de nacimiento, cubano por convicción: Guayasamín nació para el arte y el arte se hizo carne entre sus dedos. Como pocos, soñó una poética personal e identificable que condensó lo mejor de las enseñanzas vanguardistas y lo convirtió en uno de los creadores más significativos en la Historia del arte latinoamericano. Basta con acercarnos a los títulos de sus tres grandes etapas pictóricas —Huacayñan o El Camino del Llanto, La Edad de la Ira y Mientras vivo siempre te recuerdo o La Edad de la Ternura— para comprender las esencias que lo motivaron durante su prolífica y reconocida trayectoria, que iniciara, en 1941, con Los niños muertos, óleo sobre tela donde ya palpitaban los principales temas a trabajar en el futuro: el sufrimiento del hombre oprimido, la discriminación, la pobreza, la enfermedad, el dolor, el hambre, la guerra y la muerte.

Autorretrato ­ (1963). Fotos: Internet
 

Guayasamín condensó en sus murales los cimientos culturales del Viejo y del Nuevo Continente: aunó el helénico horror del Minotauro, su bestialidad y lirismo, con la líquida sequedad de las momias de Paracas, encogidas sobre sí mismas cual enormes crisálidas que amenazan con eclosionar en cualquier momento. Figuró la mítica búsqueda de El Dorado y las matanzas de aborígenes, el Holocausto fascista y la invasión de Playa Girón. Condensó sobre lienzos y cartulinas los horrores de los procesos dictatoriales latinoamericanos, la ternura atemporal de La Pietá y las heridas provocadas por las agresiones atómicas a Hiroshima y Nagasaki.  Fue, además, un tenaz coleccionista de la belleza, pues supo desde el principio que el arte es memoria viva y como tal debe ser preservado y compartido. Por ello creó en 1976 la Fundación Guayasamín, centrada en la gestión y difusión del arte y la cultura ecuatorianos, y trabajó incansable en la colosal Capilla del Hombre, su obra cumbre.

Guayasamín ocupa un sitio privilegiado en el imaginario cubano. A su talento debemos las efigies más peculiares y emotivas de cuantas se le realizaran a Fidel Castro. Retrató, también, los semblantes humildes, silenciosos y silenciados por los metarrelatos, por la Gran Historia: a la madre de cabellos oscuros que amamanta a su bebé con leche y sudor, al niño que nos horada el pecho y escarba profundo con su mirada, al vivo que se resiste a desaparecer, al muerto que se resiste al olvido… En la actualidad, podemos acercarnos a parte de su trabajo gracias a la casa museo que lleva su nombre, emplazada en el centro histórico de La Habana. La institución se encarga de visibilizar y promocionar su legado mediante exhibiciones permanentes y proyectos socioculturales de diverso cariz. Allí vivió y trabajó durante poco más de seis años; allí habita en sus pinturas, en su impronta, en esa energía laboriosa, renovadora, que desplegó en lontananza y contagió a quienes tuvieron el privilegio de conocerle.    

El grito (1983).
 

De todas las cosas que representó, prefiero dos. En primer lugar, las manos: esas estrellas amplias y rotundas como el desierto, curtidas en la siembra de la tierra y la caricia nocturna; manos que, con igual facilidad, protagonizan rituales, ahogan el grito desesperado, procuran el sustento, empuñan aperos de labranza y armas de defensa. Veo, en esos dedos de falanges gruesas, uñas cuadradas y dorsos nervudos como ramas y raíces de árboles, una alegoría al devenir del ser humano. También, un reservorio de la ternura: el huacal ancestral donde se perpetúa la vida y florece el amor, tal y como lo demuestra la particular atención que Guayasamín demostró hacia la maternidad y la infancia.

¿Lo segundo que prefiero? Esos ojos de pupilas absolutas, lacerantes, imposibles de acallar, talladas en pura obsidiana: espejos que nos permiten ver el pasado con toda su carga mágica, humana, divina, ancestral; lagos de noche fértil encargados de recordarnos nuestro origen y nuestro destino; superficies reflectantes en las que hoy nos habla el pintor, el escultor, el muralista que creyó en la utilidad de la virtud, la diversidad étnica y religiosa, la necesidad de paz y la emancipación del ser humano.

Hasta siempre, Oswaldo. En su aniversario ciento uno, para usted —que es ya tronco milenario y piedra volcánica—: estrofas de Neruda, calígine de Tahuantinsuyo, gritos mexicas de guerra, un paseo matinal por la Avenida del Puerto. Siga retratándonos, dondequiera que esté; a usted obedecen los sienas de la tierra y del crepúsculo. Algún día nos encontraremos, quizás, junto a la llama perpetua donde nuestra sangre late, única y plural, al ritmo de las ocarinas.  

Ternura (1989).