Me siento como los iniciados

Estrella Díaz
13/12/2019

Cuando supe que el Premio Nacional de Artes Plásticas le fue otorgado a Lesbia Vent Dumois, me sentí feliz: hace tiempo lo merecía, y cuando supe que el jurado se lo concedió por “los valores de una creación que discursa con el pasado desde la evocación y la nostalgia, con cuidadosa ejecución y delicado lirismo”, estuve de acuerdo. Pero Lesbia es mucho más que eso.

Lesbia Vent Dumois, Premio Nacional de Artes Plásticas. Foto: Galería Villa Manuela
 

Esta pintora, dibujante, escultora, grabadora y pedagoga, nacida en el ya lejano 1932 es de admirar: su febril actividad, quizás, es el secreto de su eterna juventud. De hablar pausado, firme en sus convicciones y siempre solícita, Lesbia es una artista comprometida con su tiempo: no por casualidad en los últimos años asume la dirección de la Asociación de Artes Plásticas de la UNEAC, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, institución a la que confiesa sentirse “muy ligada”, pero los inicios de esta creadora estuvieron relacionados con la pedagogía y, de ahí, tal vez, le venga ese aire de maestra que mantiene intacto.

En especial para los lectores de La Jiribilla, ofrecemos la siguiente entrevista que formará parte de un libro que, en breve, editara Ediciones Boloña, de la Oficina del Historiador. Así que esto no es más que un adelanto.

“Vivía en Santa Clara —aunque no nací allí, sí me forme desde la enseñanza primaria— y mi interés siempre fue estudiar arquitectura, pero en aquel momento no había universidad en Las Villas, ni tampoco mis padres poseían una potencialidad económica que me permitiera sustentarme en La Habana: solo en la capital se podía estudiar arquitectura.

“Vengo de una familia de extracción obrera por parte de mi padre, y mi madre era modista y ama de casa, es decir, que no llegábamos ni siquiera a clase media y, por lo tanto, la arquitectura era algo a lo que no podía aspirar.

 

“Empecé a estudiar en la Escuela Normal de Maestros porque era, en aquel entonces en Cuba, la carrera de los pobres. Pero seguí estudiando bachillerato porque mi aspiración era, quizás algún día, estudiar arquitectura. Hice bachillerato hasta el cuarto año, y es cuando se crea la Universidad de las Villas. Concluida la Escuela Normal de Maestros y, al menos, una fase de la Escuela de Artes Plásticas de Santa Clara —en las noches—, comienzo a impartir clases en lo que hoy sería la enseñanza secundaria, que en aquel momento era la escuela primaria superior, pero siempre vinculada a las artes plásticas.

“Enseñando se aprende, porque el maestro se tiene que estar preparando constantemente, y ese conocimiento no es solo para trasmitirlo, sino que, igualmente, sirve para tu propia formación.

“En el caso de la enseñanza de las artes plásticas, uno se tiene que relacionar con otros creadores que son iguales o, incluso, mejores que tú. El contacto con esas personas, con esa otra obra generada desde otros puntos de vista, va nutriendo tu propia obra. Es un toma y daca: la enseñanza es eso, asimilar de otro y ofrecer lo de uno. Ese es mi concepto de la pedagogía.

“En las artes plásticas hay de práctica, pero hay mucho de comportamiento ético. Tengo un montón de personas que continúan visitándome y que se consideran mis amigos porque he sido su maestra o porque, sencillamente, un día vinieron a preguntarme algo y no se lo oculté. Esa es, también, otra condición del magisterio: nunca pierdes enseñando”.

¿Y esa escuela nocturna la simultaneó…?

Junto con la secundaria básica. Esa escuela de artes plásticas se acababa de fundar y yo estaba en séptimo grado.

¿Y los rudimentos?

Gracias a mi familia: mi mamá dibujaba muy bien y mi padre era un excelente ebanista, por lo tanto, lo vi trazar para hacer tallas y muebles; también mi mamá bordaba, lo que implica una gran destreza manual. Creo que esa fue la influencia primera.

Y luego la que recibí en la escuela de artes plásticas de Santa Clara, que tenía un claustro que no cobraba y funcionaba como un patronato; gran parte de los profesores provenían de La Habana, y un pastor de una iglesia metodista les dio el espacio. En honor a la verdad, los primeros alumnos eran los que tenían cierta solvencia económica.

A esa escuela fueron los escultores Armando Fernández y Rolando Gutiérrez “Varón”, que ya no está en Cuba, Carmelo González y Antonio Alejo, quien impartía la asignatura de Historia del Arte. Como todos ellos tenían poco acceso económico, los alumnos les decíamos a los profesores: “vayan a la casa que mi mamá hizo dulces, o a ver televisión o a escuchar música”. Y así se fue estrechando el círculo. Ello contribuyó a una cercanía que derivó en información, porque nos fueron informando de lo que se generaba en La Habana, porque en provincia no se hacía mucho.

Por ejemplo, la primera exposición que vi, de obra importante, fue la Exposición de las Misiones Culturales en las que Julio García Espinosa tuvo un papel muy destacado al igual que Carmelo —quien posteriormente fue mi compañero en la vida—. A inicios de los años 50, ellos llevaron varias muestras a la Biblioteca de Santa Clara. En esa biblioteca fue que vi por primera vez la obra de Arche y de Víctor Manuel. ¡Un hallazgo!

 

¿Y cómo fue ese encuentro?

Primero me vinculé con gente que a lo largo de mi vida me han sido los más afines: me acerqué más a Eduardo Abela; recuerdo que mi primer viaje a La Habana lo hice para ver una exposición personal de Abela porque me fascinaba ese mundo que estaba entre lo onírico y lo surreal. Vi los primeros cuadros del viejo Abela en una galería chiquitica llamada Cisneros, propiedad de un venezolano, y que estaba en la Calle 8. Carmelo, por ejemplo, nos decía: “Sería bueno que fueran a ver una exposición de grabados japoneses que está en el Museo”. Pero, como no tenía dinero para venir a todas las exposiciones, él nos llevaba los catálogos y los discutiamos en clases.

Pero, ¿qué le trasmitió Abela cuando se enfrentó a su obra?

Primero me descubrió un universo; cuando estás en la escuela crees que debes de pintar igual que otros ya consagrados y, de pronto, me di cuenta de que no había que pintar igualito a nadie. Me percaté de que había un mundo imaginativo muy fuerte, y eso siempre me impresionó de la pintura.

¿Y la Academia de Artes de San Alejandro?

Repito, estudié en la Escuela de Artes Plásticas de Santa Clara, pero los egresados no tenían el mismo nivel que los de San Alejandro —que era la Escuela Nacional de Bellas Artes— a pesar de que recibíamos las mismas asignaturas.

Me gradué de la especialidad de pintura y luego matriculé en dibujo y escultura, aunque no he hecho mucha escultura. Mi afán era porque empecé a hacer grabado con Carmelo, que nos impartía esa especialidad —una asignatura que no estaba en los currículos—. A San Alejandro llego de visita, pero nunca estudié ahí. Cuando venía a La Habana era obligatorio pasar por la calle Rayo, que era donde estaba la escuela, aunque sea a ver el edificio: ese sitio era para nosotros la cumbre, la meca, el sueño.

¿Carmelo González?

Parte de mi vida y de mi formación. Éramos un grupo muy coherente y, desgraciadamente, tres de los integrantes ya están fallecidos, Celestino García —que posteriormente dirigió la Escuela de Artes Plásticas de Cienfuegos—, Osvaldo Cabrera del Valle, que murió aquí en La Habana y que fue grabador y ceramista del taller de Amelia Peláez, y Jorge López, que se ha dedicado al dibujo arquitectónico. También estaba José Vila, que se vinculó a la construcción y no siguió el camino del arte.

Ese grupo tenía mucho interés y avidez de conocimientos. Alejo empezó a darnos historia del arte a la inversa de los planes; Carmelo nos explicaba dibujo y nos impartía grabado fuera y dentro del aula, y hacíamos el trabajo de curso y, luego, realizábamos otras técnicas que no se daban en la escuela. Hice grabado en metal, pero en Santa Clara no se daba, e hice grabado en madera —que es lo que más me gusta hacer, la xilografía—. En ese sentido fui una gran afortunada.

Cuando llegué a La Habana y fui a San Alejandro era porque Carmelo había obtenido una plaza; ahí es donde me hago amiga de Umberto Peña, que era alumno de Carmelo en esa época, de César Masola, que además eran dirigentes de la Asociación de Estudiantes en San Alejandro: entré allí a curiosear, pero nunca trabajé en la academia ni recibí clases.

En lo personal, la cercanía con Carmelo fue muy beneficiosa; primero porque, si algo sé de técnicas, se lo debo a él, quien que me enseñó a dibujar, pero no me influyó en la forma. Siempre hice lo mío y confraternizaba; soy una persona que gusta de hablar con la gente, pero hay creadores a los que no les agrada ni que los vean pintar. A mí, sinceramente, no me molesta.

Nosotros trabajábamos juntos en el mismo taller: yo siempre me ubicaba cerca de una ventana y veía ¡hasta la gente que se asomaba a observar!; él no, él trabajaba en otro sitio porque necesitaba la soledad. Recuerdo que le preguntaba ¿qué te parece cómo voy?, ¿cómo puedo solucionar esto?, pero nunca me dijo cómo lo hago, es decir, de forma nunca hablamos. Si se analiza mi trabajo, se puede constatar que, formalmente, grabo de una manera y él lo hace de otra. No tenemos influencia directa. Mi influencia es solo en la técnica.

Carmelo me puso en contacto con una profesión, con la práctica de diversos géneros artísticos; jamás me guardó un secreto profesional. Todo lo que es la gramática del arte, o sea, el conocimiento técnico, se lo debo y le agradezco. El trabajo artístico no es tan personal como a veces se cree.

Creo que la vida y obra de Carmelo está poco estudiada…

Cuba es un país de poca memoria. Jaraneo mucho ahora en mi trabajo y digo: tengo que tener archivos, porque donde no hay archivos no hay memoria. Pero, a veces, hay archivos y no se revuelven. Esa es la triste verdad, y hay mucha gente que se pierde en el camino.

Por ejemplo, pienso que Armando Posse no tiene el reconocimiento que debería, porque fue una de las personas que impulsó la gráfica cubana; es imperdonable que un alumno de la enseñanza superior no conozca a Posse y no sepa qué tipo de obra hizo, ni porqué grabó en metal, ni cómo dejó la orfebrería para dedicarse al grabado. Yo me sorprendo, y son lagunas preocupantes porque, a veces, en el afán por la experimentación, se olvida la historia o se desconoce, que es peor aún. Es obligación de un artista conocerlo todo y, luego, escoges qué se acomoda mejor a tu propuesta e intereses.

Durante la recién inaugurada muestra de Rancaño en la galeria Artis: Rancaño, el ministro de Cultura,
Alpidio Alonso, y Lesbia. Foto: Cortesía de la autora

 

El grabado ha sido su pasión.

Y mi constante. Primero porque creo que es una manifestación que permite expresarte con mucha entrega. Si observas con detenimiento, te darás cuenta de que los grabadores llegan más pronto a tener una personalidad propia —no sé si se deba a la aplicación de la técnica—, pero cuesta más trabajo llegar a tener una personalidad pictórica que tener una personalidad gráfica. No sé por qué sucede si en ambas intervienen las manos de manera directa, pero es así.

Y el original múltiple, ¿considera que es tan importante como una pintura?

Creo que sí porque está la mano. Una reproducción no es un original múltiple porque se hace por un procedimiento mecánico. Vamos a pensar en lo que yo hago: tengo madera y hago litografía, que he hecho pocas, pero he hecho —que fue lo que estudié en Praga y es una técnica bastante difícil, porque es dibujo: el arte de grabar lo hace el ácido cuando tú lo sometes a la piedra—. Si de ese original que has hecho, sacas impresiones, esas son tan originales como la primera porque tienes que entintar y volverlo a hacer y repetir el proceso.

Por eso se llama original múltiple. Creo que el término empezó a deformarse con los escultores o con los que incursionan en otros medios. A la primera persona que le escuché hablar del término fue a Julio Le Parc, en México; me comentó que tenía que ir al Museo de Arte Contemporáneo Internacional Rufino Tamayo a recoger “uno de sus originales múltiples”. Le pedí que me llevara, porque en ese entonces dirigía el Departamento de Artes Plásticas de la Casa de las Américas y me interesaba conocer cómo catalogaban la colección. Era una pieza de las que Julio hace —solo diez obras de la misma— y las enumera. Es un original múltiple seriado y lo tiene que firmar y reconocer: esta es la primera que se hizo, esta es la número cero de diez, la uno de diez y así sucesivamente, y, sobre todo, tenerlo controlado. ¿Qué es lo que pasa con el grabado?, que hay grabadores que no los numeran y le ponen a todo “prueba del artista”. Pero, la prueba del artista es la que tú transformas, la que tú cambias, la que tú miras por primera vez y dices tengo que hacerle tal cosa porque no me gusta. Y la guardas. Esa es la verdadera prueba del artista, esa es tuya o la dejas en el taller donde trabajas.

Pero, ¿esa prueba de artista tiene más valor?

Tiene más valor para los coleccionistas, que son quienes les dan el valor: el mercado es quien da el valor. Un coleccionista dice “prefiero la prueba del artista, aunque no es la definitiva” porque es la primera que hizo el creador y vale más. O sea, el mercado es el que categorizó la obra múltiple y determinó que las demás valen menos, ¿por qué?: porque tienen la primera que salió de tus manitos, la que tú transformaste, en la que —a lo mejor— escribiste algo encima para precisar lo que deseas cambiar.

Sería imperdonable no hablar del trabajo que realizó en Casa de las Américas.

Fueron 40 años, y ese contacto directo con el arte latinoamericano me ha servido para mi vida y para mi obra; es muy diferente mirar una obra de Antonio Berni puesta en una pared, a tocarla y constatar cómo está hecha o, por ejemplo, escribirle directamente para que cuente dónde la imprimió, por qué tiene ese relieve. Todo ese caudal no solamente me sirve para clasificar, sino para hacer mi propia obra. Contactar con Roberto Matta, conversar con él, verlo trabajar —porque Matta hizo dibujos en la Casa de las Américas delante de todos—, preparó serigrafías para imprimir, conversaba con los estudiantes y uno se interesaba; todo eso me fue nutriendo en dos sentidos: cultural y profesionalmente.

Cuarenta años entregados a la Casa de las Américas y ahora se desempeña en el Departamento de Artes Plásticas de la UNEAC, es decir, que le dedicó y le dedica mucho tiempo a la institucionalidad, ¿vale la pena?

Me roba todo el tiempo, pero siento que es una responsabilidad social que tengo. Provengo de una generación en la que se llamaba a todo el mundo a participar, y me he quedado con ese vicio. Cierto que te roba tiempo y tienes que buscarlo y encontrarlo desesperadamente. Es decir, trabajo por la noche y aprovecho muy bien los fines de semana. Siempre hay tiempo para hacer algo.

 

Hace un tiempo, conversando con el maestro Alfredo Sosabravo, me dijo que usted fue quien lo introdujo en el grabado.

Es cierto. Y es un grabador excelente, y un ejemplo de persona que dejó de grabar. Yo le digo, ¿Sosa, por qué no grabas si tu mundo lo puedes compartir con la pintura y la cerámica? Él tiene un sentido que está dentro del humor que lo mantiene desde el grabado. En lo que más lo orienté fue en el grabado a color, que es muy complicado porque necesitas hacer muchas piezas, o en una sola usar muchos colores. Además tienes que pensar la pieza antes y conocer cómo mezclar los colores para, en un mismo taco, imprimir dos o tres colores. El grabado tiene mucho de sorpresa y, por lo tanto, tienes que analizar constantemente para prever el resultado.

¿Cómo ve las artes visuales en la Cuba de hoy?

Hay de todo. Se mantienen los creadores que ya tienen un conocimiento, una tradición, un concepto —piensa que desde que triunfó la Revolución hasta hoy hay miembros que se mantienen—; están los que se han ido incorporando a otras manifestaciones y existe una generación nueva, joven, que está trabajando en todo sentido y con todos los medios. En algunos casos me parece que están un tanto desesperados por querer llegar. Al arte no se llega corriendo.

También convive una generación grande, bastante numerosa —Cuba es uno de los países que tiene una generación de artistas muy amplia— y hay muchos jóvenes que están trabajando en lo que hemos dado en llamar nuevos medios, que son un poco experimentales también. Hay un despertar por la gráfica, y siento que ha habido un bajón en el diseño, aunque hay gente que está tratando de levantarlo.

Como cambia la sociedad, el arte tiene que cambiar. Si nosotros estamos más globalizados, el arte va a estar más globalizado. El estar pegado a la tierra no se puede perder —las raíces no se pierden—, pero en la forma es donde hay que ser más contemporáneos.

Si Cuba —también en su sociedad, en su economía, en su sistema— se está ampliando, no podemos pedirle al arte que se “enraíce” o que se enquiste. Me preocupan más los que piensan que las modas artísticas son el arte. Las modas no son el arte; las modas pasan. Las modas pueden servirte para insertarte en un momento, y también pueden desinsertarte con la misma velocidad.

Hay quien se enloquece si no se le considera “contemporáneo” o si está fuera del mundo internacional, pero tal vez pueda ubicarse, pero sin dejar raíces en el país. Creo —aunque a mucha gente no les guste— que Cuba es un país muy politizado. Todo aquí se vincula, y ¡hasta cuando dices que no eres político, ya lo eres! El artista tiene que preocuparse por que toda su obra no se vaya de esta Isla, sino que aquí se quede algo. Hay mucha obra que está saliendo y no sabemos si va a sentar pautas para el futuro, porque el arte es cíclico. Tú te apoyas en lo que hizo este y el otro y se puede encadenar.

Pero el coleccionismo institucional ayudaría mucho a evitar esa situación…

Pero no se crean fondos económicos para eso. No todas las instituciones pueden comprar, porque aún no se ha establecido qué porciento de tu presupuesto puedes destinar para coleccionar arte. 

En estos momentos el Consejo Nacional de las Artes Plásticas tiene un proyecto —que ha sido bastante amplio— que compra obras para coleccionar. Pero, lamentablemente, no todas las instituciones tienen presupuestos para coleccionar. Y por otra parte, los artistas también tienen que pensar que, si quieren mantenerse en una colección, no pueden pensar que el valor de una obra que tú vendiste es tu valor real, porque, a veces, los precios son tan altos que las instituciones tampoco pueden comprar. Hay de todo en esto: hay quien las dona con tal de estar en una colección y dice “a mí me interesa estar y doy la obra”, aunque no pretendo que los artistas regalen su trabajo, porque el artista vive de su arte.

¿Realmente Cuba está insertada en circuitos importantes del arte contemporáneo?

Creo que a Cuba se le valora por la chispa y por la avidez de los artistas, pero, como movimiento, sinceramente, no creo que estemos insertados.

Hay determinados artistas que sí están insertados; hay un grupo de fotógrafos —no se habla mucho del tema— que se les reconoce en determinados sectores que promueven esa expresión.

Desgraciadamente ese fenómeno está siempre vinculado al mercado porque, para que te insertes en el arte internacional ¿en qué se apoya la gente?; generalmente no te dicen, mira, la colección del Moma para que sepas los artistas que están insertados. Yo sé que allí está José Bedia, pero la gente te dice “tienes que ver Artprice —que es el catálogo del mercado para ver quiénes son los que están insertados—. Una cosa es el mercado y otra la inserción creadora.

Cuba está de moda, ¿puede ser un riesgo para el arte?

Siempre es un riesgo. A mí me parece que nuestro sector, el de verdad, lo ha tomado —a lo mejor me equivoco y estoy siendo superficial— con bastante tranquilidad. No he visto desesperación por estar de moda.

Sabemos que nuestro mercado natural es Estados Unidos: eso no se puede negar. Pienso en Mariano Rodríguez, ¿para dónde iba?: iba para Nueva York. René Portocarrero no salía mucho de viaje, pero, ¿dónde vendía?: en Nueva York. ¿Para donde enrumbó Cundo Bermúdez?: para Estados Unidos. Ese es el mercado más cercano y donde más se nos conoce. Nosotros no tenemos acceso a los grandes museos europeos y, como es natural, las generaciones más jóvenes quieren insertarse en ese mercado. Y la lógica indica que hacia allí es donde hay que dirigirse.

¿Cómo se imagina el arte cubano dentro de un siglo?

¡No me lo imagino!, entre otras cosas, porque el arte ha cambiado mucho. Se dice que quien propuso el cambio fue la generación de los ochenta, pero el cambio en los ochenta fue en la manera de mostrarlo, porque las expresiones fueron, más o menos, las mismas.

Flavio Garciandía siguió pintando, lo que, a lo mejor, apoyó la obra en el piso. Fors siguió haciendo objetos y los colocó en una caja —que es lo que está en el museo, y Bedia empezó a pintar en los muros en vez de en tela. Es decir, que cambiaron la forma de mostrarlo. 

Luego vino la generación del 90, que hizo otro aporte, y dentro de muy poco vamos a empezar a hablar de la generación del 2000, que ya comenzó a proponer y a provocar cambios. Este es un momento de convivencia de todas las expresiones, y me parece que eso es muy bueno.

Y aún está activa la generación de los 70, que surgió de las escuelas de Arte, luego del triunfo del 59. Esa generación está aún en competencia y renovándose constantemente.

Es cierto, y es interesante porque, a finales de los ochenta, convivía la generación del 40 —Mariano, por ejemplo, hacía obra— con la del 70, que eran recién graduados, y luego llegó la generación del 80 que salió del Instituto Superior de Arte, ISA. Todos convivieron en el mismo período, en un mismo arco temporal: el arte es continuidad.

Quizás es un juicio subjetivo, pero siento que los jóvenes tienden a negar demasiado…

Hay mucha carga de vanidad, pero también hay prepotencia. Me dicen que eso es característico de la juventud. Puede ser. Pero observo que los debates no se producen a nivel de la obra; para ellos la obra que hacen es intocable. No hay debate, y esa postura, ese atrincheramiento, no es beneficioso.

Y qué me dice de la tendencia de no hacer la obra, sino de vender el proyecto, es decir, buscan el financiamiento y luego hacen la obra, ¿ese fenómeno tiene que ver con el mercado?

Tiene que ver con el mercado y tiene que ver con un sector de la creación: los que hacen el arte conceptual no hacen el arte, sino que lo piensan, lo proyectan y otros lo realizan.

Respeto a mucha gente que hace arte conceptual, entre ellos a René Francisco y a Ponjuan porque elaboran la obra, la realizan… a lo mejor tienen un carpintero o un herrero, pero eso es necesario.

Yo necesito de un carpintero para que me construya un bastidor, y ese bastidor forma parte de mi obra porque, cuando quiero hacer un tondo, tengo que salir a buscar un buen ebanista que me haga un marco redondo. Lo que pasa es que algunos tienen quienes le realicen la obra y su mano no toca esa obra. Y ya eso me parece un poco absurdo.

Hay algunos artistas que dicen que no trabajan para el público. No lo entiendo y me pregunto: ¿para quien la hace y para qué la muestra? Esa postura es de un hedonismo exagerado. A veces la obra es tan cerrada, tan exageradamente concreta que no encuentras la manera de entrar para ser partícipe de esa propuesta que, también, es sentimiento compartido, es diálogo, y en ese terreno el espectador es parte importante.

¿Cuál es la obra que no ha hecho y que sueña hacer?

¡Que pregunta más complicada! Me siento como los iniciados: estoy en búsqueda. Quisiera que la obra por hacer sea continuidad de lo que he hecho hasta el momento, pero que a su vez sea más novedosa para mí misma.

He tratado de ser coherente con la obra: primero porque me considero una pintora expresionista —que es el mundo que me gusta recrear—; me encanta trabajar con elementos que son de la cotidianidad y que me vinculan al quehacer de mi casa, de mi familia: me gustan las cosas manuales, labores que pueda elaborar, construir y que me recuerden el pasado, aunque tengan contemporaneidad.

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