Nos vemos en Ludi

Maité Hernández–Lorenzo
23/3/2017

Una nueva sede abrió recientemente en el corazón de El Vedado. En las calles I y 11, Ludi Teatro tiene un espacio privilegiado dentro del circuito escénico de la capital cubana. A pesar de su juventud, el grupo ha podido conquistar una casa propia; sin duda, una garantía para el trabajo permanente de esta agrupación que tiene por premisa una cartelera estable.


Ludi Teatro. Fotos: Maité Fernández

Nos vemos es una de los más recientes títulos de Ludi Teatro. Ahora mismo en el Bertolt Brecht se anuncia, además, El espejo, con dirección de Marian Montero, a partir de El peine y el espejo, de Abelardo Estorino, bajo la firma, como autor, del canadiense Guillaume Corbiel y la dirección de Jennifer H. Capraru, en coproducción con Theatre Asylum, de Canadá.

En esta versión “cubanizada” lo que podría parecer, finalmente no es. La condensación del tiempo, el juego de las ilusiones y las ilusiones mismas que impone el juego de la vida son algunos de los pilares de una obra que se mueve entre códigos renovados de la farsa.

Es curiosa la experiencia ante un espectáculo como Nos vemos. Es raro escuchar nombres, sucesos, obras de la historia cultural cubana e internacional en una ráfaga que atropella y machaca, en extraño efecto, lo que se va diciendo, mientras los actores se desplazan vertiginosamente en una suerte de pasarela. En ese atropellamiento, también van mencionando su música preferida. Una banda sonora ecléctica, inclusiva y rayana con lo snob, pero nunca sabremos si real. Esas referencias, que han formado parte, de alguna manera, de la educación sentimental de varias generaciones, se volatilizan, se esfuman a la misma velocidad que los pasos de los jóvenes intérpretes.

foto de Ludi Teatro
Ludi Teatro.

¿De qué vale esa bibliografía inscrita en nuestro currículo? Sí, han visto a Fellini; a Fernando Pérez; a un Beckett de la mano de Carlos Celdrán; a La cándida Eréndira de Teatro Buendía; a Incendios, por el propio Ludi Teatro, y hasta un Rogelio Orizondo. Sí, han visto El imperio de los sentidos, La naranja mecánica. ¿Y? ¿Ha servido de algo? ¿Han podido cambiar su destino? ¿Han podido siquiera saber en qué tiempo viven? ¿Han notado el transcurrir de ese tiempo? ¿De qué sirve esa experiencia del conocimiento si hay ciertas cosas no resueltas que son más terrenales del aquí y del ahora? Una vuelta de página, un borrón y cuenta nueva o, más fácilmente, reconstruir o reinventar una historia, es una buena y rápida solución para estos muchachos divertidos que bien pudieran ser actores de un grupo de teatro que monta a su vez su propia historia. Actores que se mueven en la farándula de celebrities, en la nocturnidad de una bohemia cara donde es igualmente fácil tomarse una cerveza o una pastilla de Éxtasis.

La nebulosa de lo real y lo irreal, los constantes desplazamientos de la autoficción y la ex(timidad) de las redes sociales, la exposición de esa fragilidad que nunca llegaremos a saber si es verdadera o construida. Pero, ese universo de diversión y aparente transgresión, es otro espejismo. Es literalmente una “pantalla”, dicho en buen cubano.

La proyección de las fotos que van contando una historia que pudo haber sido o no, esconde impedimentos, dobleces, la concreción de otra “sociedad del espectáculo”.

Podrían ser los mismos actores quienes se interpretan a sí mismos en una especie de operación autoficcional que ironiza y, a la vez, enfatiza una distancia entre lo que vemos y lo que van narrando y describiendo. Son ellos con personas reales que tienen nombres reales. Podrían ser o no, pero su doblez es también parte de ese juego, de la condición lúdica que tiene la obra.

Aquí no es suficiente la imagen, sino el post que explica, construyendo, de ese modo, otro relato que poco a poco irá delatándose. En este punto, se produce en ocasiones, una ruptura en el plano actoral que, de alguna forma, afecta la naturaleza misma del espectáculo. En esa apropiación de la autoficción donde la convención teatral responde a otros códigos, algunos de los intérpretes cruzan esa barrera invisible y muy frágil entre lo presencial y representacional, creando así una pausa en una línea de sentido que, obviamente, el espectáculo ha definido desde el comienzo. Por un lado, la significación de ese espacio de “enunciación”, la pasarela y sus dos extremos, especie de tribuna desde la cual algunos de los personajes se pronuncian; y por otro, el relato que vemos a través de las imágenes y las microhistorias que los actores van completando, haciéndolas y deshaciéndolas en una línea de tiempo difusa, fragmentada. Se crea una confusión productiva entre lo real y lo virtual, una frontera vulnerable, que trastocamos día a día, viviendo, a la vez, en uno y otro ámbito.

Dentro de ese mismo código de ubicar la historia y los personajes, (personajes sin nombre propio, sino, números, hashtags en una página de FB como los vemos en el programa de mano), en La Habana, en el Café Brecht, justamente a unas escasas cuadras de la sede de Ludi Teatro, podría reconsiderarse el uso de vocablos que no corresponden con el registro y la norma cubanos. Ello crea, casi inconscientemente, un ruido en la comunicación. En este caso, es esencial, pues, las palabras contextualizan y este es un espectáculo que busca, deliberadamente, enfatizar ese contexto: es este, el de aquí y ahora, no otro.

La concepción del vestuario (Celia Ledón), junto a los tonos del diseño escenográfico (Ledón y Capraru), serán un soporte importante en ese contrapunteo entre lo real, lo ficcional, lo verdadero, lo incierto. La grisura de las texturas, la aparente neutralidad y sobriedad de estos jóvenes que vemos estallando en las imágenes, confiere ese contraste que, por una parte, es enfático en el relato mismo, y por otro, se construye desde la visualidad. No es azaroso, en absoluto, la “frialdad” de un espacio vacío, por tanto, sensible a llenarse.


Ludi Teatro.

El uso de un dispositivo, como los celulares de los actores, la interacción con el público, creando así un metarrelato que va interfiriendo en la historia, son algunos recursos que pudieran explorarse aun más. En la escena final, cuando cada actor coloca su propio celular sobre un extremo de la pasarela, y sale, levanta sobre el escenario un gesto que entraña un acto de honestidad que cierra, de algún modo, todo lo que hasta ese momento se ha dispuesto en escena, cual barajas al azar. Por una parte, hacer público nuestro teléfono con todos los archivos personales (fotos, mensajes, llamadas, sitios web, redes sociales, etc.) es abrir nuestra biografía tangible, actual. Es ofrecer nuestra contraseña de vida, o al menos, una parte de ella. Justamente por esa razón, porque concluye o también deja al descubierto, esos espacios vacíos, el montaje podría ser más enfático. Un hermoso efecto es cuando va apagándose la pantalla de cada uno de los móviles, en medio de la oscuridad de la sala, luego de la salida de los actores. Quizá sería aun más impactante concluir cuando todos estén apagados, cuando cada uno de esos móviles, tal como sus respectivos dueños, no tengan más nada que mostrar, ni siquiera la imagen en la pequeña pantalla que los identifica y los hace suyos.

Una nueva sede teatral siempre es una bendición en medio de una ciudad que cada vez crece más y no precisamente en salas de teatro. Ubicada a una cuadra de Línea, a dos del Centro Cultural Bertolt Brecht y a unas pocas de la sala Adolfo Llauradó, quizá la pequeña sala podría reajustar su horario de manera que intercale en la programación de otros teatros y se posicione, igualmente, dentro de una zona más alternativa. Una franja de programación y circulación teatral que desde hace mucho tiempo necesitamos.

El espectáculo está en cartelera el viernes y sábado a las 8:30 p.m. y domingo a las 5:00 p.m.