Pedro de Oráa en Orígenes

Roberto Méndez Martínez
15/1/2016

Pedro de Oráa (La Habana, 1931) pertenece a ese linaje de los que pueden cultivar con equivalente dignidad las artes plásticas y la literatura. Tiene como antecesores en la Isla a Manuel Justo Rubalcava, Juana Borrero, Marcelo Pogolotti, Carlos Enríquez. Ahora que le ha sido concedido el Premio Nacional de Artes Plásticas, paradójicamente, he recordado aquellos libros suyos que me sorprendieron y acompañaron en la adolescencia: Las destrucciones por el horizonte (Ediciones Unión, 1968) y sobre todo Apuntes para una mítica de La Habana (Ediciones Unión, 1971). Su prolífico quehacer con las letras se ha prolongado en poemarios más maduros como: Suma de ecos (1989), Umbral (1997) y Sin esperar respuesta (2008).

Este quehacer comenzó a hacerse visible en 1949 cuando un periódico capitalino recogió una muestra de sus versos junto a otros noveles creadores procedentes de Caibarién, el sitio de donde procedía la prolífica familia Oráa. Sin embargo, su verdadera entrada en el mundo letrado ocurre en 1952, cuando tres poemas suyos llegan a las páginas del número 32 de la revista Orígenes.

Tras su voz están todavía las de Eliseo Diego y Octavio Smith. Está deslumbrado por un lenguaje que procura captar la magia no siempre discernible de la realidad cotidiana, el objeto familiar que se transfigura en la luz.

Se trataba de dos sonetos: “Días” y “Tiempo y la estancia” y el poema en prosa “El jardín de papel”. Los primeros, todavía torpes y de adjetivación profusa, revelan que su autor ha leído a algunos de los creadores que se nuclean en torno a la revista. Tras su voz están todavía las de Eliseo Diego y Octavio Smith. Está deslumbrado por un lenguaje que procura captar la magia no siempre discernible de la realidad cotidiana, el objeto familiar que se transfigura en la luz. Así, en “Días” Pedro entona una especie de himno por ese instante de gloria en que la luz parece que logra detener el tiempo para dar esplendor a lo que es realmente efímero:

La eternidad del día que fulgura

sin previa nube su insaciada historia,

sopla a fui ser en su ascensión la oscura

claridad de una fiel, feraz memoria.

En su profundidad mi sitio apura

las incesantes sangres de su gloria,

y el viento secular truena y perdura

por su heredada estela transitoria.

Clama en origen y acontecimiento

lo ocurrido en su luz, su transparencia

hollada del perdido movimiento,

el alto día de senil esencia,

y al devenir intrépido ya siento

qué inmensidad mortal rompe su ausencia.

En “Tiempos y la estancia” vamos de su mano a la “ruda calleja” y el jardín extinto, por obra y gracia de la sensibilidad y la fantasía, se convierte en un nuevo jardín. Un verso se nos queda cantando en el oído, es ese sorprendente que abre el segundo cuarteto: Los aúreos pabellones en la nada. Los motivos de la destrucción causada por el tiempo, el olvido y la mirada del poeta como reconstructora del arte y de la historia, obsesivos en Eliseo Diego, aquí vuelven por sus fueros en los tercetos que completan el poema:

Lenta mudanza, deslumbrante olvido

de lo idéntico, truncas su retorno

cruel por el hálito desconocido.

Ruda calleja, en su cristal perdido

espaciosa renace y ciego torno

la piedra en fascinante parecido!

“El jardín de papel”, sin embargo, anuncia otros rumbos. La prosa, a veces áspera del texto, que sale del terreno de lo inefable para permitirse contemplar el ámbito familiar, no se cohíbe de mostrar tensiones, arrugas de la realidad. Testimonio hogareño, ficción y muerte, se mezclan en esta brevísima novela del arte. La distancia entre el modelo real y la naturaleza muerta creada por el hermano, se convierte en una metáfora del arte como sustitución de la pobreza de lo inmediato: “El agua azucarada gana la tibieza al enturbiar su puridad, al volatilizar su remolino el blanco fango innumerable; el pétalo aislado alza un grado su fiebre, entenebrece su color. Pero el niño rechaza el vaso como abandona la flor muerta”.

Oráa, que seguramente ha leído el poemario Suite para la espera (1948) de Lorenzo García Vega y quizá pasea la mirada por esas fechas a su novela Espirales del cuje, parece ir en busca de una expresión más audaz y juvenil, menos marcada por “las eras imaginarias” lezamianas y abierta al espíritu transgresor de la generación de los años 50, tan ligada al conversacionalismo, al pensamiento ecléctico y antidogmático y surcada por las ráfagas de la irracionalidad y lo grotesco que golpean el ambiente cultural después de la Segunda Guerra Mundial.

El número siguiente de la revista, el 33, aparecido ya en 1953 y que fue el del homenaje al centenario de José Martí, contiene otros cuatro poemas de Pedro: “Esta la tarde”, “La siesta”, “Ya eres” y “Cruzó el hijuelo”. Aunque todos tienen una factura digna, es en la prosa del último donde hallamos elementos que van configurando una poética personal. Por una parte se hace apreciable el combate del escritor con su materia. El lenguaje se le resiste. En las primeras líneas hay una especie de homenaje al Lezama juvenil, de los hipérbaton neogongorinos: “Cruzó el hijuelo, sucio el aliento, precipitada camisa si pie libre, audaz y eléctrico como la espina inadvertida. Alzando con las manos de tristeza distante el canasto de plátanos verdes, escurriendo otro fruto a la similitud familiar, manzano, para deshacerlo como vidrio a la sombra de la mesa”.

Mas en la medida que el poema gana una particular temperatura, ese aliento manierista parece ceder a una voluntad plástica, que no pretende realizar un retrato realista de los objetos y escenas familiares, sino descomponerlos de manera analítica, como para obtener una multiplicidad de planos de la misma imagen. Oráa pintor, acude al cubismo picassiano, para mirar las cosas a su manera:

El punto del destello en la jarra, clavado por la franja revelada desde la luciente hendija, sufre la exactitud de su fijeza, su instantánea dicha. Pero la vertiginosa división de su desesperanza hace nutrir el hechizo, en aire tiránico triza el codo inocente la permanencia de la jarra, en la ira desciende, en tanto que la mano repasa la complacencia de abrir el plátano, con sus ojillos al final de los dedos concienzudos. Y el constelado estrépito provócase, en la ruina de los vidrios, a cada fragmento desolado alcanza un destello menor, unánime suerte, culminada de grajea divina latíendo como el pelo del agua lunada.

La última colaboración de este autor a Orígenes se produjo en el año 1954, en el número 35 preparado por Lezama —mientras Rodríguez Feo, como parte de la disputa por el dominio de la revista publicaba otro con la misma numeración y sumario distinto. Esta vez se trata de un único poema en prosa titulado “A lo menos”. En un período muy corto, el escritor parece haber madurado su quehacer, todavía la adjetivación es harto profusa y se le emplea para matizar la expresión, mas se ha ganado en la capacidad para trasmitir un ambiente donde lo familiar y tierno conviven con lo grotesco. La plenitud meridiana de la luz ha cedido su lugar a una penumbra tiznada, donde no se ocultan demasiado la frustración y hasta la crueldad. Hay algo de goyesco en esa mirada a la alimentación casi fisiológica de los personajes:

La tóxica humareda se ensanchaba contra los entablados que constituían rugosa cocina, imprecaba con rancios resoplidos desde la ventanilla dual en servir y recibir los residuos comestibles de los cardos. El anciano de Galicia jadeaba y restallaba la cuchara enorme de aluminio en el omóplato del flácido juvenil, allí también caían oprobios y proverbios. Calderillo desnudaba sus sollozos, habíase volcado, y su vómito mancillaba las patatas guarecidas en el balde del lavatorio.

Allí hay una mirada cruel al acto de comer. Devorar es sobrevivir. No se trata del banquete lezamiano, sino de su reverso, el buscar la supervivencia a partir de una alimentación que de alguna manera se hace en lucha con otros. No hay regodeo en los sabores, sino en las tensiones para obtener el alimento, para conjurar la inanición:

Deshacer la adherencia de los cocidos en las ardidas cazuelas era laboriosidad vituperada por la sarcástica comodidad del envejecido cuando concluían las funciones de remover y ensalsar. Para extraer el resto del arroz renuente a desprenderse de la pared circundante de barro, fue menester introducir el torso en su inhabitable, con tenaza y dedos arrebatar las ramificaciones de lodillo reseco. Y más acontecía que la ración nutricia perteneciente a la porción de su apetito era ese rezago, y la remuneración a sus sudores la despreciada zozobra de la ceniza.

En 1953, el joven dio a la luz su primer cuaderno El instante cernido, que incluye algunos de estos poemas y que sufrió el destino de la mayoría de los libros del período: un silencio casi general. Sin embargo, desligado ya de Orígenes, se trasladó a Venezuela en 1957. Es el año en que da a la luz Estación de la hierba. Seis poemas objetivos. Crece su intercambio con escritores y artistas de todas partes. Está naciendo ese creador inquieto que ayudará a organizar el renovador proyecto del Teatro Nacional, fundará las Ediciones Pálpite y Belic y continuará la audaz y polémica aventura del arte abstracto, contra viento y marea, con una honestidad que solo hoy viene a reconocerse. Poeta, diseñador, pintor, maestro, logró una plenitud que se anunciaba en aquella promesa de los orígenes.