Repensar nuestra institucionalidad

Harold Bertot Triana
8/11/2017
 
 Rostgaard, 1966
 

De la tradición constitucional socialista soviética aprendimos que en la creencia de un Estado con identidad absoluta de intereses con cada uno de sus ciudadanos, no se hizo el énfasis necesario en los mecanismos de defensa de lo institucional y del ciudadano respecto a estos. Existía una idea al respecto, no menos desdeñable. Se sustentaba en la posibilidad real de disfrutar por los ciudadanos de derechos fundamentales que garantizaba el propio sistema social, sin la necesidad o urgencia de sus garantías jurídicas. El propio sistema social constituía la garantía material para el ejercicio real de esos derechos, a diferencia de otros sistemas sociales, donde pese a su reconocimiento formal, no contaban con este tipo de garantía material. ¿Qué quería decir esto? Que si se reconocía, por ejemplo, el derecho a la salud, a la educación, el sistema garantizaba materialmente su ejercicio con la gratuidad de los servicios, la construcción de instalaciones, etc.

En todo ello había una gran verdad; sin embargo, no era toda la verdad. En el propio campo del “socialismo real” no tardaron en mostrarse las falencias de un Estado que sobrepasó al individuo y lo asfixió en el burocratismo. Y cuando ello sucedió, las respuestas se mostraron a medias, precisamente porque ese derecho no podía defenderse jurídicamente. La realidad enseñó entonces que desconectar el reconocimiento del derecho de su defensa o mecanismos para su garantía formal, por asumir concepciones erróneas sobre el derecho en la sociedad socialista, era un alto precio a pagar.

Pese a que por muchos años estos modelos de sociedades disfrutaron de derechos fundamentales, garantizados por el propio sistema social sin la urgencia de sus garantías jurídicas, no se tuvo la exacta comprensión de que estas instituciones no encarnaban formas jurídicas que podían identificar un sistema u otro ─como pueda hablarse de un “derecho burgués” o una “legalidad burguesa”─, sino que tales derechos y principios expresaban en la historia de la humanidad las conquistas que debían ser garantizadas e insufladas de contenido por un sistema social y político que le podía servir de garantía material.

No se tuvo el debido cuidado para entender el carácter revolucionario de los principios derivados de los fundamentos filosóficos y jurídicos que sirvieron de soporte doctrinal al nacimiento del llamado Estado moderno como “Estado de derecho”, y su plena vigencia para un orden social socialista. Sobre todo porque estableció los contornos y límites del poder entre los propios órganos del Estado, y en su relación con el ciudadano, en la misma forma que el propio Lenin comprendió que, frente a las desviaciones burocráticas del Estado soviético, las organizaciones obreras debían defender a los obreros “frente a su Estado”. Por supuesto, estaba pensando en la deformación, no en el ideal. Está claro que para Lenin, se trataba de que fuera otro Estado y otro derecho, en el que las mismas organizaciones de los trabajadores, constituyeron los órganos de poder de abajo hacia arriba, los soviets. Los soviets excluyeron de su composición, desde el principio, a los explotadores.

Estos límites desde el inicio alcanzaban todos los contornos de la sociedad donde se desplegaba el poder del Estado. En el orden punitivo, como expone Luigi Ferrajoli en su magnífico libro Derecho y Razón, se pronunció por un modelo garantista, que se identifican con la expansión de los vínculos y garantías como tutela del ciudadano, la construcción de todo el sistema sobre la base de los principios de estricta legalidad, la responsabilidad personal, la presunción de inocencia, el juicio oral y contradictorio entre partes, etc. Por tales razones el debate en el mundo de hoy, de un modelo penal y procesal presentado en la disyuntiva garantismo o seguridad, tiene la verdad de extraer poco de ambos y mucho de arbitrariedad.

Esta reflexión inicial toca de la mano una preocupación latente en nuestro entorno. La similitud ideológica y jurídica entre la Constitución soviética de 1936 y la nuestra de 1976, reformada en 1992, y con los ingredientes propios de nuestro desarrollo, es un indicativo de esto. No creo necesario hacer un balance histórico de nuestras carencias ni reproducir las deficiencias técnicas del articulado de nuestra Constitución. Baste señalar que no se encuentran derechos y garantías jurídicas de lo que hoy integra el objeto de estudio del llamado Derecho Procesal Constitucional: ausencia de mecanismos de defensa de los derechos humanos como el recurso de amparo, el recurso de habeas corpus constitucional, el recurso de habeas data, etc.

En nuestro entorno, es verdad, muchos derechos se garantizan sin la necesidad de reconocer mecanismo para su defensa. Pero ello puede en cualquier momento servirnos de trampa. ¿Qué realmente se garantiza con reconocer algunos derechos si estos no pueden defenderse cabalmente por los ciudadanos? ¿Se agota el reconocimiento de un derecho al margen de su defensa jurídica? ¿Qué implicaciones tiene que el cumplimiento de las leyes y el ejercicio de la función pública descansen en la voluntad del funcionario a quedar bien con la institucionalidad o con el resto de las personas o con el “chequeo”?

Las respuestas son obvias y ello porque ante ese sentimiento de desamparo que provoca, por ejemplo, el “peloteo”, se dificulta en extremo ejercer los derechos constitucionales de la queja y de petición; en la discusión sobre la futura reforma a nuestro Texto, está la necesidad de perfeccionar los mecanismos de defensa de la propia Constitución, y ello tiene como escenario la posibilidad de perfeccionar el control constitucional por la Asamblea Nacional de las Leyes y Decretos ─Leyes desde la ciudadanía, la creación de una jurisdicción constitucional, encargada de velar por la constitucionalidad del resto de las disposiciones jurídicas─, la ampliación y reconocimiento con rango constitucional de derechos y garantías jurídicas, la aplicabilidad directa de la Constitución, entre otros.

Desde hace bastante tiempo, una idea está clara en el pensamiento jurídico de buena parte del mundo: si en la Constitución se regula el sistema político, económico y social, vulnerar los principios, normas y valores constitucionales, es vulnerar por decantación, en nuestro caso, el sistema socialista que está consagrado. En el fondo de estas ideas se resume la necesidad de potenciar el debate de la institucionalidad desde el valor de la Constitución, y de su defensa, y de la existencia de un ciudadano no solo con dominio de determinados procedimientos jurídicos o trámites burocráticos, sino también capaz de asimilar y analizar, de forma crítica, los fenómenos o procesos sociales y políticos, de construir y sostener esferas públicas ─que no quiere decir necesariamente “esferas estatales”, y de participar activa y decisivamente en la construcción de su realidad social y política─.

Nuestro ordenamiento jurídico requiere mirar sin complejos las transformaciones jurídicas de algunos países de América Latina, y asumir el sentido de muchas de sus instituciones jurídicas para la defensa de los derechos de los ciudadanos. Es hoy una urgencia para nosotros. Por muy bueno que sea ese funcionario, y probada su gestión, es preferible que esté controlada por mecanismos jurídicos desde la ciudadanía. Jamás podrá una institucionalidad funcionar correctamente si el único mecanismo consiste en una voluntad autocorrectiva del funcionario. Lo idóneo no es sólo la existencia de un funcionario mediado por mecanismos psicológicos para auto complacerse o por bondades bien intencionadas: será preferible también que lo acompañe la ley y el control jurídico. Una institucionalidad fuerte y coherente, sobrepasa a ese funcionario, que en un mal día, porque perdió su equipo de béisbol o de fútbol, es un individuo arrogante, insensible, todopoderoso.

Nota:
El autor se desempeña como profesor e investigador del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU)