Soy la trova del rock & roll

Joaquín Borges-Triana
10/2/2017

A propósito de la primera visita de Fito Páez y Juan Carlos Baglietto a Cuba allá por la segunda mitad del decenio de los ochenta de la anterior centuria, la participación de ambos en el Festival de Varadero coincidió con la actuación de Santiago Feliú en dicho evento. Desde hace tiempo las presentaciones de Fito en los escenarios cubanos son recibidas con signo de aprobación, pero treinta años atrás la cosa no era tan fácil. Incluso, más de un miembro de las filas de los “patrulleros de la tradición” y limitadores de sueños llegó a pronunciarse (incluso por escrito) en contra de la visita a nuestro terruño de figuras así, valoradas por ellos como perniciosas para la juventud cubana. Los ataques se fundamentaban no ya en lo estrictamente musical, sino en particular en la proyección performativa que entonces Fito desplegaba sobre el escenario, con críticas específicas a la imagen y vestuario irreverentes del músico por aquellos días.


Fotos: Kaloian

Si alguien se toma el trabajo de asistir a una hemeroteca y revisar la prensa de la época, podrá encontrar un ejemplar del diario Granma en el que un prestigioso periodista, al reseñar y valorar lo acaecido en una de las noches del Festival de Varadero y en particular, la actuación de Santiago Feliú y su banda, argumentaba que la misma había servido para dejar claro que dicho cantautor no era más que un remedo o una mala copia de los exponentes del llamado “rock nacional argentino”, del que por la fecha se tenía en el país a un par de representantes en las figuras de Fito Páez y Juan Carlos Baglietto.

La acre crítica publicada en un medio de tanto impacto como el órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, por una parte era expresión de los prejuicios que algunos experimentaban ante la obra de Santiago Feliú de aquel momento inicial y que se cuestionaban el derecho y el deber del creador artístico a profundizar en los problemas de la realidad que nos rodea, evidenciado en canciones suyas de esa etapa como “Por cuántos lados hay que defender la paz” y “Metamorfosis”.

En segundo orden, quienes no comprendían y en consecuencia denostaban los vínculos entre el hecho trovadoresco y el lenguaje del rock en una figura como Santiago Feliú, no solo pasaban por alto que ello no era algo nuevo en nuestra música popular, sino que entre nosotros tal fenómeno tenía una historia ejemplificada en casos como el de Pedro Luis Ferrer y Mike Porcel con Los Dada a fines de los sesenta, el trabajo en los setenta de ensambles como el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC y Síntesis, o cierta zona de la producción de Silvio Rodríguez. Críticos como el aludido periodista obviaban o, en el mejor de los casos, desconocían, que la música popular (tanto en Cuba como en el extranjero) ha devenido un lugar en donde se hace bien “visible” uno de los rasgos más definitorios de las transformaciones culturales en curso, es decir, la relación entre lo local y lo global o, en otras palabras, la tensión entre homogeneización y fragmentación.

Ciertamente, el asunto tiene aristas complejas, porque si bien el creciente interés que, por una parte, desde hace algunas décadas se ha producido en lo inter o transnacional y, por otra —en menor medida en lo local—, conduce a una tendencia que ha resultado en el consiguiente alejamiento de lo nacional, también es innegable que disímiles análisis acerca del estado actual de la música popular han convenido que, a partir de la irrupción a los primeros planos de la movida sonora encabezada por The Beatles, se impone una reconsideración radical de las que pudieran catalogarse como lecturas convencionales sobre dicho fenómeno a escala mundial.

Tales enfoques hacían hincapié en la denuncia de una especie de “versión” sonora de un imperialismo cultural (todo el tiempo presente y dispuesto a mostrar su oreja peluda, por lo cual hay que estar alertas, pero en su exacta medida, ni más ni menos) que terminaba reproduciendo o reflejando más o menos de manera encubierta, a través de la circulación de músicas provenientes de la metrópolis, una forma de “dominación cultural”, en detrimento de aquellas otras y diversas formas musicales autóctonas. Semejante clase de diagnósticos, que en determinado momento abundaron en Cuba, demuestra la existencia de una (en el mejor de los casos) incomprensión o de (peor variante) un desconocimiento de la relación compleja entre producción y apropiación, así como una visión estática de la recepción. Sucede que si bien es cierto que la difusión de la mayor parte de las formas simbólicas es en la actualidad global, su apropiación no puede ser sino local. Ocurre que la recepción es intrínsecamente local en el sentido de que es el resultado de la acción de individuos específicos que se encuentran situados en contextos sociohistóricos singulares y que emplean los recursos a su alcance para producir sentido y apropiárselo o incorporarlo en sus vidas.

Todo lo anterior explica a la perfección que alguien como Santiago Feliú —desde sus comienzos en el arte musical— hiciera suyos, por ejemplo, rasgos del modo de cantar de un vocalista como Ian Anderson, figura frontal de Jethro Tull, banda británica que a no dudar es una de las fundamentales en la historia del art rock o rock sinfónico del decenio de los setenta.

Mi amigo Humberto Manduley y yo hemos conversado en numerosas ocasiones sobre la necesidad de que alguna vez se haga un serio estudio de las interinfluencias que se han dado entre la música cubana y la argentina en años recientes. Esos vínculos pueden apreciarse de ambas partes y tienen un primer momento en los años de surgimiento de la Nueva Trova y de lo que fue el Nuevo Cancionero Argentino. Numerosas figuras de aquel país, fundamentales en la música popular latinoamericana de las últimas cinco décadas, han reconocido lo mucho que le deben a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.

De igual modo, para cualquier estudioso de lo sucedido con lo que se conoce como segunda generación de la Nueva Trova, de la cual Santi fue una de sus cabezas, está clara la influencia que en nuestros compatriotas tuvo el rock nacional argentino, con figuras como Charly García y Luis Alberto Spinetta, y la llamada Trova Rosarina, no solo en lo concerniente a nombres como Fito Páez y Juan Carlos Baglietto, sino también de otros creadores como Rubén Goldín o Jorge Fandermole.

La fuerte presencia en nuestro país de inmigrantes de Argentina pertenecientes al grupo etáreo de los nacidos en la década de los sesenta o a inicios de los setenta, hizo que por aquí circulase mucha y buena música popular de aquel hermano país y así, la rica producción del rock nacional argentino, iniciada con la siempre recordada agrupación Los Gatos durante el segundo quinquenio de los sesenta, no fue desconocida por nosotros, y trovadores como Santi supieron aprender y aprehender lo que les llegó del sur.

El incorporar el segundo gran lenguaje sonoro del siglo XX como uno de los componentes esenciales en la creación de Santiago Feliú, al punto de que en el conjunto de su obra hay momentos en que uno no sabe bien si está ante un trovador con influencias del rock o frente a un rockero con elementos de la trova, se percibe de manera especial en el diseño que él hacía de los riffs guitarrísticos en numerosas de sus canciones. Ya en su primer fonograma, el disco titulado Vida, esto se hace evidente en piezas como “Batalla sobre mí” (una de sus más tempranas composiciones, de cuando apenas tenía 16 años), “De cualquier modo”, “Cuando en mi afán de amanecer” (en particular a partir de la segunda parte del tema y en especial en la coda del mismo), o en la épica y antológica “Vida”. Y aquí solo estoy hablando de obras signadas por la fuerza y agresividad del acompañamiento de la guitarra, porque si pensamos en el folk también como manifestación acústica del rock, ahí está ese clásico de “Para Bárbara”, interpretada en la ópera prima de Santi en un arreglo que emplea cuerdas metálicas y la típica armónica del género.


 

Este modo de asumir el hecho sonoro se refuerza todavía más en el segundo disco grabado por Santiago Feliú, el álbum titulado Trovadores, registrado en 1986 a propósito de una gira de conciertos por Argentina. En este fonograma —para mí uno de los más llamativos en la carrera de Santi y lamentablemente poco conocido en Cuba, pues nunca se editó por acá—, ya no está solo presente el llamado rock acústico (“Por cuantos lados hay que defender la paz” y “Para Bárbara”, en esta última con la intervención de León Gieco, figura icónica del rock nacional argentino), que es el más asociado a los trovadores cubanos, sino que también disfrutamos de la sonoridad característica de una agrupación de rock, con el empleo de orquestaciones en las que se utilizan teclados, bajo, batería y por supuesto, guitarra. Piezas como “Luna rota”, “Trovadores”, “La guerra de las galaxias” o las versiones que hace en par de dúos con Baglietto y Fito de los temas “Dios y el diablo en el taller” y “Cable a tierra”, así lo ponen de manifiesto.

En la obra de Santiago Feliú, la comprensión del rock en su sentido más abarcador se vuelve a verificar en una propuesta como la de Náuseas de fin de siglo, tanto en la grabación en estudio de dicho fonograma en 1991 como en la registrada en un álbum en vivo a partir de un concierto en el teatro Mella en 1994, ambos trabajos con el respaldo de Estado de Ánimo, una de las agrupaciones más interesantes del panorama musical cubano durante los años noventa.

Con excepción del CD denominado Senderos, publicado póstumamente en 2014 tras el fallecimiento de Santiago Feliú y destinado a realizar versiones de la trova tradicional, en la restante producción fonográfica de Santi, es decir, Para mañana, Futuro inmediato, Sin Julieta, Ay, la vida, así como Entre otros, con Noel Nicola, y Ansias del alba, con su hermano Vicente, encontramos palpables muestras de la huella del rock en el quehacer de este trovador, que se autodefinió como “un hippie en el comunismo”.

Si a alguien le quedasen dudas acerca de la ubicación de Santiago Feliú como uno de los exponentes más notables de lo que vendría a ser el rock nacional hecho por cubanos (si alguna vez llegase a conceptualizarse tal definición), le recomendaría buscar las numerosas grabaciones no oficiales de diversos conciertos en los que Santi se presentó acompañado por Elmer Ferrer. Lamentablemente, ninguno de los sellos discográficos existentes en nuestro país tuvo la iniciativa de dejar plasmado en un fonograma semejante experiencia musical, representativa de una de las mancuernas guitarrísticas  de mayor impacto en la historia del arte sonoro cubano y con resultados artísticos de primer nivel a escala internacional.

Empero, por fortuna existen varios registros digitales de tales presentaciones. Piezas como “Sedante”, “De escudo”, “El antes y el ahora”, “Era simplemente eso”, “Despojo”, “Mi mujer está muy sensible”, “Mickey & Mallory” o “En este barrio”, original de José Luis Mezo Bigarrena, pero que Santi hizo suya en singular versión, dan testimonio de un desarrollo en la ejecución de la guitarra por parte de Feliú y de Ferrer, donde el componente rock tanto en el diseño de los riffs, las texturas, el tratamiento armónico y los solos nada tiene que envidiarle a lo alcanzado en el ámbito eléctrico por afamadas mancuernas del instrumento de las seis cuerdas en agrupaciones como Iron Maiden y Metallica.

Resulta significativo que, a pesar de todo lo aquí señalado, en la comunidad de estudiosos e investigadores de la música popular cubana en nuestro país, con excepción de Humberto Manduley, nadie se refiera a Santiago Feliú como un genuino y auténtico cultor del rock y solo se le vea como el genial trovador que fue, cosa que también ocurre entre los seguidores de ambas escenas. En mi opinión, ello obedece a una escasa comprensión acerca de lo que en realidad es el rock, subestimación del mismo como género y pervivencia (a veces hasta de forma inconsciente) de prejuicios sociales, heredados de la etapa en que por parte de las instancias oficiales entre nosotros este lenguaje sonoro estuvo estigmatizado como fenómeno anticultural, nocivo y pernicioso.

Ello es una pena, porque la obra de Santi permeada por el rock se inserta en el tan discutido problema de la identidad, al considerar las diversas relaciones producidas por la articulación de lo local, lo regional, lo nacional y lo global en la música. De ahí que en una composición suya como “Sin tanta soledad”, perteneciente al disco Ay, la vida, sin el menor tipo de resquemor, él afirmase: “Soy perfecto, soy gago, soy zurdo, zoy vago, / soy una porfía en razón, / soy la trova del rock & roll”.