Tesis de un semestre de pandemia (I Parte)

Rafael de Águila
9/7/2020

“Fluctuat nec mergitur”

Juan Crisóstomo

Tras un semestre de pandemia global inimaginable; desastre que ha devenido en casi diez millones de contagios, medio millón de fallecidos y una cifra aún no precisada que deberá sufrir las múltiples secuelas de la enfermedad, una debacle económica y financiera —para el tercer mundo de seguro una terrible crisis humanitaria y alimentaria— de aun no mensurables consecuencias, fantasmales cuarentenas que han desestabilizado psiquis, empleos y peculios de miles de millones de seres en todos los continentes; se impone —un semestre ya es óptimo para ello— enunciar /denunciar /analizar ciertas tesis, experiencias y/o vaticinios —en no pocos casos falaces— derivado de lo hasta hoy acontecido. No han faltado filósofos, sociólogos, psicólogos, estadistas, escritores, politólogos y pensadores que lo hayan hecho, desde todos los continentes y postulados. Intentémoslo pues, desde el Caribe, paraje del mundo que días atrás tuvo sobre sus azules cielos la grisura del polvo del Sahara. Bendito mundo nuestro en el que hasta la arena de ese mítico sitio viaja y se globaliza.

Tesis No. 1. “La vida y el mundo no volverán a ser los mismos”

Este es uno de los argumentos que pueden ser declarados más trending topic. Más emitidos. Devenido casi lugar común. Mentes privilegiadas se han hecho eco de esta opinión. Ello se refiere a modus operandi de la privada vida cotidiana (seres menos sociales, adopción del nasobuco, mascarilla o barbijo como prenda de vestir en lo adelante, auge del prefijo “tele” para muchas de las acciones humanas: trabajo, estudio, entretenimiento, sexo) y se extiende a la sociedad, la economía y la política (tele trabajo, fin de clases presenciales en las universidades en favor de clases virtuales, auge del streaming, TV por cable e Internet, apogeo de tecnologías de biovigilancia, fin del neoliberalismo, colofón del capitalismo, inicios de una suerte de capitalismo humano o social, detención o retroceso de la globalización). Ante lo vivido este primer semestre, a veinte años del inicio del milenio, los vaticinios resultan comprensibles. La humanidad, en al menos veinticinco siglos de historia perfectamente documentada, ha sufrido catástrofes de consecuencias terribles: pandemias, desastres naturales y guerras, algunos de tales eventos han resultado verdaderos torbellinos aniquiladores de la vida de millones de seres, degolladero acaecido en periodos muy breves: horas o días, en el caso de catástrofes naturales; meses, años o poco más de decenios para pandemias o guerras —doce años se extendió el reinado macabro del Tercer Reich: más de setenta millones de muertos a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y la matanza bestial de seres en campos de exterminio nazis—. Con la llegada de la llamada plaga de Atenas —se especula resultara un brote de fiebre tifoidea—, entre los años 430 a.n.e. y 429 a.n.e., esta polis griega inició la debacle de su llamado Siglo de Oro —consumada más tarde por la derrota en la Guerra del Peloponeso— y la muerte de más de un tercio de su población, incluido el deceso del gran Pericles. La llamada Peste negra, en el siglo XIV, asesinó, en seis años, solo en Europa, entre el treinta y el sesenta porciento de los habitantes, unos veinticinco millones de seres; en África y Asia entre cuarenta y sesenta millones de seres. La denominada gripe española —surgida en realidad en territorio continental norteamericano, una cepa del hoy muy famoso virus H1N1— que asomara en 1918 y se extendiera por todo el mundo durante 18 meses —antes de desvanecerse por arte de birlibirloque— llevó a las tumbas ¡tan solo en seis macabros meses! a veinticinco millones de seres: ¡más del triple de víctimas resultantes de la Primera Guerra Mundial!, para asesinar entre cincuenta y cien millones de personas.

“La denominada gripe española (…) llevó a las tumbas ¡tan solo en seis macabros meses!
a veinticinco millones de seres”. Fotos: Tomada de Internet

 

Si bien cada una de estas enormes tragedias atiborró los camposantos con pérdidas humanas infinitamente mayores que las acontecidas hasta hoy… “la vida humana continuó invariablemente su muy humano quehacer”. El resultante estrés postraumático no cambió al homo sapiens. No se dejó de reír, de bailar, de enamorarse, de guerrear, de divertirse, de viajar, de hacer el amor, de estudiar, de emigrar, de hacer arte o de laborar. El homo sapiens no solo es cosmopolita; también posee una capacidad absoluta y descomunal de resiliencia, de sanación, de adaptación. Adolece, además, de cierta negativa capacidad de olvido, la memoria, selectiva como es, parece ejercer la damnatio memoriae de los antiguos romanos: privilegia lo positivo. Sucede que el homo sapiens es un ser de hic et nunc, sufre el ahora, el suyo, el que en suerte o desgracia le corresponde vivir, sufrir o morir, y cree a su ahora superior a otros ahoras que le antecedieron. Al estallar la llamada crisis subprime del 2008 todos pensaron en el fin del capitalismo neoliberal: ahí está, sin embargo. Cada uno de los terribles sucesos anteriores generó los mismos: “nada volverá a ser igual”. Y… todo volvió a ser igual. Los humanos enfrentamos las adversidades, las afrontamos, persistimos frente —y pese— a ellas y prevalecemos. Ello asegura el regreso al estado original que se disfrutara previo al ataque de la adversidad. En ello reside la acepción de la palabra “resiliencia”.

Ni una sola de las catástrofes anteriores sufridas por la humanidad; en épocas en las que la ciencia y la tecnología carecían del poder tremebundo que hoy exhiben, todas infinitamente más letales; hizo mutar la vida. No lo hará este nuevo virus. El virus puede mutar, eso suelen hacer los virus. Podrán caer gobiernos, perderse elecciones, desmoralizarse estadistas, eclipsarse o transformarse instituciones, afectarse ideologías, desacreditarse partidos, destruirse economías o revertirse tendencias económicas; devaluarse monedas, venirse abajo las bolsas, depreciarse el petróleo u otras commodities, desmoronarse las finanzas, disminuir o afectarse los desplazamientos humanos o reacomodarse el asentamiento de ciertas industrias off shore. Podrá cundir —dramáticamente— el hambre, la miseria, la pobreza y el desempleo. Y acaecerá como suele acontecer en el caso de un resorte: comprimido hasta lo indecible recuperará lenta e inexorablemente la posición inicial. Así ha sucedido siempre. Así acaecerá ahora. Tomemos a la Historia por testigo.

En unos años, nadie tiene la capacidad nostradámica de elucidar cuántos, lo ocurrido en el 2020 será recordado con pavor yla vida persistirá en su muy humano y natural curso. Dudo que la pandemia que hoy sufrimos tuerza o determine el curso posterior de la historia, lance al capitalismo a transmutarse en una suerte de socialismo benéficamente humano o capitalismo social —vaya retruécano oximorónico ese— o lleve a la globalización a detener su curso. Algunos sostienen se trata de una oportunidad inigualable para que el mundo elija mejores derroteros. No son los virus o las pandemias —esos encontronazos entre la naturaleza y la sociedad— quienes han provocado o determinado semejantes cambios en la historia de la humanidad. Nunca antes lo han hecho. No creo lo haga ahora el Sars COV2. ¿Están los humanos hoy esencialmente preparados, motivados, organizados y decididos a luchar por un cambio? ¿Existen las condiciones objetivas y subjetivas para revolucionar ahora mismo el status quo, entiéndase por ello la vida, la sociedad, la política, economía, el comercio, las finanzas, la democracia y el pensamiento? Los virus no saben de revoluciones. Ni las hacen. Las revoluciones, los cambios sociales, los protagonizamos los humanos.

Tesis No. 2. Mundo globalizado v.s. estadistas nacionalistas

Las pandemias deben su extensión al grado de movilidad e interconexión humana: la peste negra, cuya etapa más feroz acaeció entre 1347 y 1352, no afectó al continente americano. El mundo nunca ha exhibido el grado de movilidad e interconexión que detenta hoy. El planeta ha devenido terruño. Aldea global, como la bautizara McLuhan. La llamada globalización lo ha inundado todo. Eso precisamente ha favorecido —y provocado— que un virus, surgido, en apariencia, en noviembre de 2019 en la ciudad de Wuhan —sitio antes desconocido para la inmensa mayoría del mundo— inundara con brevedad escalofriante el planeta todo. Si en un mundo globalizado los problemas se globalizan, los abordajes a los problemas deben, desde luego, globalizarse. Resultaría lógico pensar, en consecuencia, que líderes nacionales hayan adoptado, ahora más que nunca, decisiones impregnadas de e inspiradas en ese espíritu. Ello, sin embargo, hasta hoy, no ha ocurrido. Por el contrario. Se tiene la paradoja del surgimiento de los líderes más nacionalistas y populistas de los últimos cincuenta años en un mundo más globalizado que nunca. Mientras el comercio, las finanzas, los viajes, la Internet e incluso el trabajo han jugado a descreer las fronteras nacionales; los poderes políticos se han amurallado —pese a la existencia de supuestos bloques regionales— en ellas. El virus se ha aprovechado de la globalización para extenderse e invadirlo todo mientras los líderes políticos, salvo excepciones, se han atrincherado en las parcelas de sus terruños. Asombrado, el virus ¡no ha hallado líder global que lo enfrente! Por el contrario, ha presenciado, no sin estupor, la vocería de rencillas tribales. En toda crisis nacional los políticos han invocado siempre al nacionalismo como argamasa de unión. La crisis es ahora planetaria. El nacionalismo, convengamos, no resulta ya argamasa eficaz. Se necesita de una argamasa otra: la del internacionalismo. Ella, en cambio, permanece ausente. Haciendo gala de maquiavélico tribalismo ciertas naciones han decomisado o inmovilizado cargas adquiridas por otras naciones, cargas vitales: medicamentos, mascarillas y respiradores. No han faltado naciones que ofrezcan precios mayores con el ánimo de lograr recursos contratados o en vías de contratación por otros países. Se ha continuado —y fortalecido— la práctica de aplicar embargos de recursos, medicinas ¡y, otra vez hasta de los anhelados respiradores!, imprescindibles para mantener la vida en salas de terapia intensiva. No ha faltado el gobernante que ofreciera una enorme suma de dinero en función de lograr la vacuna ¡únicamente para la nación que dirige!, al tiempo que retira la contribución financiera a la institución que debe velar por la salud del planeta. Globalización no puede únicamente significar comercio, turismo o lucro de corporaciones. No. Globalización debe significar enfrentar problemas globales desde solidarias posiciones globales. No hacerlo se eleva a categoría de farsa amoral.

“Globalización no puede únicamente significar comercio, turismo o lucro de corporaciones. No.
Globalización debe significar enfrentar problemas globales desde solidarias posiciones globales”.

 

En esta triste situación, otra vez, salvo nimias excepciones, la aldea global, ahogada en un summun de contradicciones, reticencias, recelos, desacuerdos y acusaciones, no ha exhibido líderes globales. Ha exhibido líderes enclaustrados en sus límites nacionales. Minimizados como estadistas. Líderes que semejan señores feudales: Duques de la Marca, se les llamaba en la Edad Media. Seres que parecen no haber superado los conceptos de Estado Nacional derivado de la Paz de Westfalia. Ese ha sido un punto más del combate entre solidaridad y egoísmo, nacionalismo e internacionalismo, globalización y tribalismo. Humanidad o barbarie. Terruño o planeta. “Yo” nada significa sin “nosotros”. Y “nosotros” somos todos. Para lograr la vida y la felicidad hoy en la urbi debe lograrse en el orbi. Todo el orbi.

Tesis No. 3. Capitis deminutio de instituciones globales

Si los estadistas han hecho mutis en su accionar por el planeta las instituciones, esas que poseen —en teoría o acorde a su objeto social— alcance global, parecen no haber poseído o ejercido hasta hoy la capacidad suficiente para liderar, afrontar, dirigir, accionar y, en suma, actuar de manera decidida, sostenida y especialmente intensa en función de enfrentar —de forma global— la tragedia. Han estado muy por debajo de su objeto social. Un mundo cada vez más globalizado carece de instituciones de alcance y real poder global. ¿Qué ha decidido y ejecutado el G7? ¿Qué ha decidido y ejecutado el G20? ¿Qué ha decidido y ejecutado el Consejo de Seguridad de la ONU? ¿Qué ha decidido y ejecutado el Banco Mundial? ¿Qué ha decidido y ejecutado el FMI? ¿Qué ha decidido y ejecutado la ONU? ¿Qué, con alcance práctico, efectivo y real? Más allá de alertar, emitir llamados o hacer declaraciones —algunas de ellas no pocas veces contradictorias— o tal vez movilizar algunos recursos… Las instituciones —las globales— han demostrado no haber estado en modo alguno listas para afrontar las exigencias de la situación que el planeta sufre. Que algún país, cualquiera que este sea, posea determinada influencia sobre alguna de estas instituciones no resulta positivo: ese poder puede ser ejercido en beneficio propio o detrimento de otros. Bloques regionales lucharon a brazo partido —y a bolsillos cerrados— con la obstinada negativa de algunos de sus miembros más ricos a liberar recursos regionales en aras de enfrentar la situación. El coronavirus ha hallado un marco ideal para expandirse y asesinar: un mundo en el que mercancías y seres se mueven como nunca antes; una multipolaridad carente de liderazgos globales henchida de políticos nacionalistas; instituciones supuestamente globales sin poder real global y un sistema de seguridad social y de salud pública depauperado por continuos recortes presupuestarios tras cuatro decenios de feroz neoliberalismo.

Un virus global no puede enfrentarse con políticas de los tiempos del Estado Nacional: difícilmente instituciones que no han superado ese estatus alcancen a hacer más de lo que hoy han hecho. Las supuestamente globales de hoy día parecen existir solo para salvaguardar la economía, las finanzas o el comercio. No pueden detener guerras o matanzas porque los poderosos con intereses en ellas hacen asomar el inmoral poder de veto. En seis meses de pandemia ya puede constatarse lo que han hecho. Un mundo globalizado demanda instituciones con alcance, efectos y poder global. Un poder global real eficiente, dinámico, efectivo. Un poder que marque las debidas diferencias.

Tesis No. 4. “La gente puede morir, la economía debe de ser salvada”

Esta tesis la han enarbolado estadistas o líderes populistas —huelga decir que el populismo, ese mal endémico ya de nuestra época, puede cabalgar a lomo de cualquier filiación político ideológica—, mentes privilegiadas de la economía, las finanzas, la filosofía, la sociología o la tecnología. Algunos, ataviados de pragmatismo, han argumentado que a resultas de la pandemia viral pueden morir cientos de miles; de la pandemia económica, sostienen, podríamos morir todos. No pocos han echado mano al darwinismo social al invocar como solución el logro de la llamada “inmunidad del rebaño”: “enfermaremos todos, morirán los más débiles, quienes sobrevivan serán de tal forma inmunes”. Sucede que la sociedad capitalista actual ha logrado sustentación y desarrollo desde el consumo. Toda sociedad o vida para subsistir debe consumir, es obvio, Perogrullo dixit.

El capitalismo actual, convengamos, no tiene por objetivo sostener o asegurar precisamente la vida. No está diseñado para eso. Está diseñado para, desde el consumo, autosostenerse per se. Asegurar su propia vida. Como sistema. Las grandes corporaciones de hoy resultan demasiado grandes para caer: en su caída nos arrastrarían a todos y a todo. Y es la primera vez en la historia de la humanidad que ello ocurre: ninguna multinacional o grupo de consorcios administró alguna vez el esclavismo o el feudalismo en el planeta. En las condiciones actuales reactivar la economía para el capitalismo altamente desarrollado no es un imperativo en función de alimentar o asegurar la vida de los pueblos: resulta un imperativo para asegurarse como sistema. Asegurar debidas ganancias. Adviértanse, si no, los esfuerzos por hacer regresar, en especial, la comercialización de ciertos negocios no precisamente de primera necesidad: turismo, bares, restaurantes, lujos, placeres y espectáculos, hecho este paradójico: en pleno auge de pandemia todo ello puede significar contagio y muerte para cierta porción de seres humanos. La porción es baja, argumentan algunos; la letalidad no excede el seis porciento, sostienen otros. A tenor de esa corriente de pensamiento hemos presenciado a líderes de poderosas y muy pobladas naciones minimizar el poder de contagio y la capacidad de matar del virus, optar por abrir negocios, comercializar placeres, viajes y espectáculos al tiempo que… comercializan ataúdes y abren tumbas. Líderes que sostienen se trata de una “gripecilla”. Líderes que aseguran el virus asesinará solo a ciento veinte mil personas. Líderes que dicen no ser dioses y animan a los pueblos a resignarse. Líderes que han llamado a la gente a acudir a los templos, a rezar, han dicho, eso revitaliza esperanzas. Líderes que desaconsejan medidas de probada efectividad. Líderes que deciden el regreso a la normalidad para, en momentos en los que el virus regresa a asesinar a miles por día, negar el regreso a medidas de contención anteriores. Líderes que desaconsejan el uso de las mascarillas: ellos mismos no las emplean. Líderes que se aferran a la ocupación de terapias no efectivas, desacertadas o incluso que mueven a la risa o al ridículo. Líderes que propugnan mítines, visitas, reuniones multitudinarias, actividades deportivas, marchas, celebraciones, paseos, visitas, eventos, restaurantes, playas. En resumen, líderes que han estimulado —y estimulan— el restablecimiento irresponsable de una “normalidad” homicida. No han faltado los afiliados a cierta tonta “virología clasista”: han sostenido se trata de un virus que solo ataca aricos.

“Líderes que desaconsejan el uso de las mascarillas: ellos mismos no las emplean”.
 

Un punto a no olvidar: deberán estipularse severas normas internacionales —en lo posible vinculantes— en función de instituir la adopción de mejores prácticas en cuanto a higiene, estrictas normas veterinarias y fitosanitarias en los mercados nacionales de cada país, debilidades en ese particular en cualquier punto del globo pueden significar un real peligro para todo el planeta. El riesgo —y la responsabilidad de la nación de la que se trate— se incrementa mientras mayor sea la interconexión de la economía nacional en cuestión con el resto del mundo. Por vez primera asola una crisis que no llega desde los ciclos del capitalismo, esos enunciados por Marx, Schumpeter o Kondrátiev, sino que se aprovecha del propio capitalismo. La economía, es evidente, ha resultado en extremo perjudicada. Las proporciones de ese daño son colosales. Así ha resultado porque los seres que la hacen han resultado colosalmente dañados. No es una entelequia la economía. La hacen los humanos. Enfrentar y erradicar el daño que sufren los humanos enfrentará y erradicará el daño que sufre la economía. Se trata de una relación simbiótica. Salud, economía y homo sapiens conforman ese “nudo borromeo” del que hablara Lacan: el golpe a una de las secciones desarticula al trío. Un humano enfermo determina una economía enferma. Y… viceversa.

Precisamente, ese viceversa, lo han sufrido millones de personas del planeta, desde antes que asomara el virus, sin que institución global alguna haya movido un dedo. La humanidad debe luchar por restablecer y cuidar de la salud de miles de millones de seres, al tiempo que lucha por restablecer y cuidar la salud de la economía. Y… no estaría mal que la pusiera, de uuna vez por todas, al entero servicio de los pueblos y no de las corporaciones, el uno porciento o las bolsas. Eso, desde luego, resulta ya mera utopía.