Una reconstrucción interesada

Omar Valiño
23/5/2019

Teatro La Salamandra ha resurgido con fuerza en los últimos años. Todavía mantienen en repertorio Historias bien guardadas, que presentó credenciales hacia una exploración inhabitual entre nosotros. Y lo ha reforzado con El encuentro, Premio Villanueva de la Crítica 2018.

El encuentro, Premio Villanueva de la Crítica 2018. Fotos: Abel Carmenate
 

El espectáculo, creado por Ederlis Rodríguez y Mario David Cárdenas con la asesoría de Yudd Favier, se estructura como una cadena de anuncios, entre la radio y el nacimiento de la televisión, que nos presenta la tienda El Encanto, célebre sitio entre los establecimientos comerciales del periodo republicano en La Habana.

Mediante la evocación de la única actriz presente en escena, desfilan ante los espectadores perfumes, confituras, aromas, sonidos, susurros, murmullos, roce de telas, cortes de tijeras… Ederlis Rodríguez no encarna un personaje, se comporta como una hacedora, una performer que ejecuta acciones para darnos a conocer la bullente vida del conglomerado de departamentos. Tampoco hay exactamente una historia en un orden narrativo, sino golpes a la manera de los eslóganes de antaño, pequeñas células de acción hilvanadas, constituidas en recurso que redobla la expresión comercial del contenido que se describe y recrea. En medio, una mesa, el radio y el álbum a favor de una ardorosa dinámica titiritera de la que brotan imágenes constantes.

Y siempre un gran juego, como si la actriz retozara entre las “cuquitas”, aquel entretenimiento infantil de las niñas. Dueña de la escena, Ederlis viste a la manera de los años 40 o 50, con un hermoso traje del maestro Eduardo Arrocha, quizás como una dependienta de El Encanto. Su naturaleza delicada, de contrapuesta fineza a los comportamientos dominantes, corresponden con organicidad a la historia que elige para compartirnos, a su material físico que exige una animación detalladísima para convertirse de veras en un teatro de papel.

 

Como personaje, que no es, pareciera que sufre la emoción de recordar ese juego de El Encanto. Un juego, podríamos decir de mesa, que existía o inventó su abuela para ella. Suponemos, en la medida en que la puesta avanza, que ella, de niña, lo hizo muchas veces de la mano de la abuela y ahora lo recuerda mostrándolo ante nosotros. O nunca lo jugó y es la carta de la abuela, que se escucha en el inicio de la obra, el leitmotiv que desata esta reconstrucción interesada.

Aun cuando la abuela y su incitación es punto de partida, resulta una opacidad en el transcurso de la puesta. ¿Fue ella —la abuela— trabajadora de El Encanto? ¿La imita la nieta cuando nos pasea entre los aparatos, objetos y productos que allí se vendían?

No importa, en realidad. Disfruto esa zona oscura que no entorpece el discernimiento, pero tal vez sea parte de los reclamos a la transparencia de El encuentro. O quizás yo me hago demasiadas preguntas. Sí me parece inorgánica la larga lectura en off de la carta sin que la actriz pueda interactuar de algún modo con ese torrente verbal en conocido tono de anciana, cuando puede, simplemente, leer la carta ella misma.

Si bien no a todos nos fascina el mundo de la moda y el glamour, El encuentro ofrece un viaje, a través de la desfragmentación de la famosa tienda, a otra música, que no es la del presente, a Benny Moré, a los marcianos llegaron ya y llegaron bailando ricachá… a otras imágenes, a una época, a una cultura y a una identidad.

¿Molesta esta otra visión dentro de nuestro amplio caleidoscopio? ¿Por qué se cuenta algo así hoy? Para mí El encuentro aporta un revulsivo contra la dureza y la vulgaridad. Ese es el sentido del espectáculo en colaboración con la memoria del espectador.

Y entonces llega, fatal, la noticia del sabotaje, marcado en letras grandes en la tipografía de un posible periódico de inicios de los 60. Se proyectan secuencias del incendio que devoró al edificio. El amasijo de ruinas ennegrecidas conduce, por contraste, a un suave pero fuerte impacto. Y podría reclamarse mayor desarrollo de los contornos históricos de tamaña crueldad, pero no me parece necesario. Al objetivo del espectáculo le interesa señalar que ese acto salvaje se llevó una época, no solo una tienda.

 

Con creatividad, limpieza e imaginación, La Salamandra continúa su buen camino reciente, pero aquí suma, además, conciencia performativa, procesos de investigación y documentación, y otra manera de concebir y proponer el objeto animado, así que se trata de un salto en actualidad.

El tono de velado humor que recorre el espectáculo obtiene siempre una sonrisa consciente. A veces el público se divierte. Y lo hace también por la fruición con que observa el primoroso diseño de Mario David, con sus figuras preciosas que no dejan de sorprendernos. Ahora que La Habana cumple medio milenio, también hay un espacio en presente de encuentro y remembranza para El Encanto.