Sombra de árbol: oficio de recordar.

Árboles que me cubrieron en los días del deseo.

Paraíso de almas: framboyanes, resonantes

como las sonatas de Beethoven.

Ceibas que reflejan el rayo.

Caobas, viriles como dioses negros.

Árboles del Bien y del Mal.

Bosques de ciudad, agrietados por mínimos

pasillos; veloz se desplaza el ilustre caballero.

Alma perdida que busca en el templo de los cuerpos

el perdón que concede, muy brevemente,

el placer satisfecho.

Bosque atravesado por el cauce de un río seco.

A través, ascienden y descienden el prestamista,

el usurero, el agregado, el hombre de ciencia.

Igual, ascienden y descienden los mendigos,

criaturas gloriosas que esconden su esplendor

bajo la podredumbre de los harapos.

Ascienden. Y descienden.

A la sombra de un árbol, rozo el paraíso

con las yemas de los dedos.

Bajo la misma sombra, el voyeur y yo,

dos extremos de una misma cuerda: es colocar

frente al espejo a un personaje único y verlo,

de pronto, sin acercarse al vidrio, moviéndose cauteloso

en el paisaje de cristal, hábil, sin hacer apenas ruido,

silenciando las campanas del deseo y que podría,

al menor descuido, poner sobre aviso a la víctima,

a la criatura-ciervo que descansa, lasciva,

a la sombra de otro árbol.

El fisgón no pisa la yerba, la sobrevuela;

no aparta la rama, la hace crujir con un sonido mudo

en la cueva de su mano, mientras la otra acaricia,

con un dedo de blanca seda, su miembro,

pues su gusto no está en poseer sino en imaginar.

Donde otros encuentran la maleza, él sabe desentrañar

las formas sicalípticas, el gemido de la presa oculta

en el verdor atravesado por las espigas secas

de las cañadas.

Es la cacería de los ojos a la sombra de los árboles.

Una vez iniciado el juego, no se puede explicar:

el cazador deja de sostener su arma para convertirse

en presa.

Ahora, yo soy el voyeur del fisgón.

Somos cuatro en ese país:

una pareja, conformada por un hombre y una mujer joven.

Y los otros: el fisgón y yo.

El último ojo —que es el mío— tiene dominio sobre los demás,

pues ninguno de los personajes restantes

conoce de la existencia del otro,

salvo los dos que se provocan placer mutuamente.

Sombra de árbol.

Un ojo superior mira el juego, un Ojo omnipresente,

el Ojo de Dios.

En el tablero con bosque de fondo, observo al fisgón,

convertido en ciervo ahora,

mientras cava con su pata de animal ágil y lascivo

en el terreno de otros dos ciervos, descuidados,

entregados cada uno en su delirio a la ignorancia

de la perversión ajena.

Sombra de árbol.

Un pájaro mueve la rama.

El voyeur queda avisado.

La mirada del ciervo, que ya no es mi ciervo,

me golpea como un hierro.

Ciervo es el que huye.