Cántalo pero báilalo

Emir García Meralla
13/1/2020

A comienzos de la década de los ochenta una de las grandes dicotomías a las que se enfrentaba la cultura musical cubana era la relativa a la aceptación o no por parte de los jóvenes de la música cubana. Ciertamente esta era la década en que más acercamiento al rock inglés y norteamericano se manifestaba en una parte de los adolescentes que vivían y estudiaban en lo que se puede definir como “el centro citadino” (que puede incluir fundamentalmente las zonas de El Vedado, Miramar y la periferia de Marianao); mientras que la otra parte de ellos disfrutaba, en lo fundamental, de la música disco y de otras corrientes musicales en las que no estaba incluida la música cubana ni la salsa.

 Para bailar: el primer y mejor intento de la TV nacional por estar a la altura de las inquietudes de los jóvenes
de esos años en cuanto al gusto y consumo de música. Foto: Tomada del Portal de la Televisión Cubana

 

El misal del “diversionismo ideológico” era la definición con que determinados actores sociales asumían la actitud ante la música que definía a esta generación, una generación que estaba formada por los primeros hijos del proceso revolucionario. Y es que, al margen de las incomprensiones, cada uno de estos jóvenes entendía y defendía su derecho a escuchar aquella música que en alguna medida le representaba; y no es que desconocieran o denostaran la música cubana, simplemente no les resultaba atractiva ninguna propuesta que de ella viniera, al menos hasta ese momento, aunque ya habían mostrado su simpatía en determinados momentos.

Una expresión de esta dicotomía que caracterizaba la relación y los vínculos entre la música cubana y cierto sector de la juventud de ese entonces –sobre todo la que vivía en la ciudad capital— era la devoción que mostraban muchos de ellos en las fiestas de carnavales que se efectuaban en el mes de julio, cuando en cierto lugar de la ciudad se establecía un espacio para presentar el Órgano Oriental (que realmente provenía de la ciudad de Manzanillo); entonces era el momento de sacar los colores y los antepasados a coger sereno.

Y es que, como elemento fundamental y definitorio en el consumo de música por parte de los jóvenes y adolescentes de esos años, el lugar donde se vivía y el color de la piel o la ascendencia profesional de los padres se convirtieron en elementos significativos. Resumiendo: la música cubana era seguida y consumida en su gran mayoría por hombres y mujeres negros o mestizos que vivían en los barrios populares; mientras que el rock, el pop y la música romántica en español definían el gusto sonoro de blancos que poblaban las zonas residenciales. Un tercer grupo en el consumo de la música era el que formaban los estudiantes becados en las ESBEC o en los IPUEC; esta masa heterogénea consumía indiscriminadamente la música que le impusiera su realidad cotidiana en las horas de recreación.

En el centro de esta dicotomía de gustos se encontraba el trabajo de la Nueva Trova, en lo fundamental la ascendencia que venían ganando la obra de Silvio Rodríguez y de Pablo Milanés, por una parte; mientras que para este entonces el grupo Moncada abandona, de una vez por todas, su preferencia por el sonido de la quena y el charango y se dispone a convertirse en abanderado de otra música más cercana a la contemporaneidad del momento.

En medio de este panorama, la televisión asume determinado rol de vanguardia –audacia se debería decir— y propone algunos cambios drásticos en su parrilla de programación, que atraerán la atención de todos los públicos potenciales, en especial de los jóvenes, y teniendo presente los acontecimientos se convertirá en el principal promotor de la música cubana y de todos sus estilos; incluso rescatará nombres y escuelas musicales que para este entonces muchos desconocían.

Para bailar será el primer y mejor intento de la TV nacional por estar a la altura de las inquietudes de los jóvenes de estos años –y trascenderá su tiempo— en cuanto al gusto y consumo de música.

El son, el mambo, el cha cha chá, la rumba y el bolero coexistirán armónicamente –aunque con cierta ventaja, obra del chovinismo— con el rock y la música disco de estos años y de los anteriores, y junto a ello volverán a marcar el espíritu de la vida bailable de la nación las ruedas de casino, al estilo de las que organizara el programa de la mano del bailarín Rosendo González.

La escena estaba lista para que la balanza de los equilibrios musicales se inclinara a favor de lo cubano y la diversión ideológica, en lo tocante al consumo de música, quedara solo en los manuales de la época.