Sigifredo Álvarez Conesa

(Regla, 1938-Boca Ciega, 2004) fue un escritor cubano que aunó su trabajo literario con la animación cultural desde instituciones como el movimiento de artistas aficionados y el sistema de cultura comunitaria. En 1965 participó en la fundación de la Brigada Hermanos Saíz, que nació como cantera natural de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y de la cual llegara a ser su primer presidente.

Graduado de la primera promoción de la Escuela Nacional de Instructores de Arte, por años realizó una intensa labor dentro del movimiento teatral. Fue, además, diplomático, y estuvo fuertemente ligado al movimiento de los Talleres Literarios.

En 1969 publica Matar el tiempo, su primer poemario, que obtuvo mención en el Premio David, lo que lo situó dentro del panorama de la poesía joven del momento. Otros de sus libros de versos son: Como a una batalla (1974), Será bandera, fuego en la cumbre (1978), Casa de madera azul (1985), Árbol incendiado es la noche (1988), El tiempo es un pelícano (1990) y El piano náufrago (2000).  También incursionó en el relato breve: Sobre el techo llueven naranjas (1988) yYo invento la rosa (1997).

La poesía de Sigifredo se construye en torno al mundo familiar, a las dolorosas erosiones del tiempo. Poeta esencialmente asombrado ante el prodigio de la existencia, observaba el mundo desde su mítica “casa de madera azul”, en la playa habanera de Boca Ciega, donde escribió toda su obra y levantó una familia.

Hombre, “en el buen sentido de la palabra”, bueno. Dejó al morir una estela de simpatía y el recuerdo agradecido de tantos jóvenes que encontraron en sus inicios en él la atenta, crítica y afable mirada de un hermano mayor. El Consejo Nacional de Casas de Cultura, con la finalidad de rendir homenaje a Sigifredo Álvarez Conesa y, a su vez, estimular la creación literaria entre los integrantes de los talleres literarios, creó una beca de creación que lleva su nombre. 

El viento con desarmado ruido

El ojo no ve lo que aparenta ser. Es falso, es vidrio y brilla por su ausencia. No advierte el giro propio dentro de la órbita incierta. El mundo le da vueltas en el abismo donde cae despierto; y de ninguna manera puede apreciar lo que el descenso del párpado depara. No distingue el ojo entre verdad y apariencia, pues más que ciego es vidrio y corta.