Hasta los momentos de crisis pueden devenir “zonas de confort”. Si nos acostumbramos a renunciar a lo que ya era conquista y nos dejamos arrastrar —acomodados a un “no hacer” excesivamente prolongado— las crisis nos devuelven a estadios prenatales de la dinámica social. En la cultura, incluso más que en la economía, cuando el estado de conformidad se establece y permanece, los males desatados son incurables, metastásicos, letales. La cirugía radical acaba siendo el único procedimiento, de dudosa eficacia, para tratar de comenzarlo todo nuevamente, lo otro son paliativos.

No temo afirmar que las pérdidas provocadas por las crisis, en lo económico suelen ser menos abrasivas que las que se dan en lo cultural. Y es que, una vez recuperada la producción de bienes hasta satisfacer modestamente la demanda, el espíritu se repone de sus secuelas con relativa rapidez. En la cultura, por el contrario, cualquier retroceso sostenido cancela los caminos del regreso, prevalece la desorientación y se hace imposible recorrer la misma vía por la que antes se accedió a la realización. Pruebas tenemos con el rosario de desencuentros de distintas naturalezas que en los últimos tiempos hemos vivido con grupos intelectuales —y populares—: el más reciente de todos, muy amargo, el del cine.

“En la cultura, incluso más que en la economía, cuando el estado de conformidad se establece y permanece, los males desatados son incurables, metastásicos, letales”.

Conviene recordar que, en el desmontaje del sistema socialista de la URSS y Europa del este, que presenciamos a finales del siglo pasado, la glàsnost hizo más daño que la perestroika: la economía en Rusia y muchos de esos países se recuperó, pero el ideario socialista debió afrontar la larga devaluación de su capital moral, que hoy rema a contracorriente; la persistente pérdida de su atractivo político y su capacidad movilizadora no ha dejado de acompañarnos. Esa debacle, a escala planetaria, aún no se revierte del todo, pese a que debutaron nuevas experiencias con métodos muy diferentes a la ortodoxia “manualística”, la herida en lo conceptual fue profunda.

En Cuba, la crisis de los noventa se manejó, gracias a la clarividencia de Fidel, con notable creatividad. Decisiones osadas, nunca antes integrantes del repertorio de acciones, nos llevaron a propiciar trabajos de activación del sector privado, reorientación de los principales renglones económicos (del azúcar al turismo, a la agricultura e industria local de sobrevivencia), descentralización de muchas decisiones hacia lo territorial, reforma monetaria, y otros. Pero la más acertada de todas las políticas orientadas por el líder fue la enunciada en 1993 (V Congreso de la Uneac) en momentos en que se pedía “Salvar la Patria, la Revolución y el Socialismo”, sin vacilar afirmó que “la cultura es lo primero que hay que salvar”. La cultura como primer escaño para salvarlo todo.

Consecuente con ello, como primera decisión trascendente de la dirección del país se acordó que la cultura recibiría, para su desempeño, todo lo que fuera capaz de ingresar. Y no fue poco. Se crearon, tributarios al Ministerio de Cultura: el Fondo para la Cultura y la Educación (Fonce), los fondos territoriales, las cuentas especiales, y gracias a ello, se financiaron importantes proyectos. Las empresas culturales como Artex, Ediciones Cubanas y el Fondo Cubano de Bienes Culturales multiplicaron su nivel de actividad al extremo que mientras la economía vivía su lenta recuperación, la cultura experimentó un visible crecimiento. Lo anterior permite que me arriesgue a afirmar que la cultura, frente a aquella crisis, fue quien catalizó la resistencia porque devino movilizadora de innumerables voluntades.

Frente a la crisis de los 90’, fue la cultura la que devino “movilizadora de innumerables voluntades”.

En la medida que se fue superando la crisis, los métodos tradicionales sustituyeron paulatinamente a los de emergencia y, ya a la altura de 1998 y del 2000 (para poner solo dos ejemplos) la educación artística y la expansión editorial tuvieron el notable espaldarazo que les propició una economía en recuperación. Pero siempre la cultura espiritual marchó por delante de la material, y la incentivó, aunque los apremios y los frutos de esta última siempre serán más visibles en lo inmediato y darán la impresión de ser previos.

Para enfrentar la crisis que en la actualidad atenaza al país, consecuencia del agravamiento del bloqueo, la pandemia COVID-19 y los fenómenos naturales que nos han afectado, los estrategas y decisores tienen puesto el acento, con mucha fuerza, en lo económico. Las herramientas para enfrentar y llevar la cultura por delante del resto de las esferas ya no son aquellas que sirvieron en los noventa, pero valdría la pena preguntarse si algunas de ellas pudieran ser adecuadas para no perder más de lo que se ha perdido en ese terreno.

“Que el libro de papel no se reanime en años y se insista con demasiado énfasis en el digital, hace suponer —aunque así no sea— que se piensa a este último como un sustituto de larga permanencia”.

El escenario es otro: el acceso a Internet viene siendo para nosotros casi que el equivalente a una glásnost, al menos sus efectos se asemejan. En no pocos sectores culturales se escuchan reclamos que, de atenderse en sus esencias, conducirían a un desmontaje de la institucionalidad. Y con las instituciones culturales se nos iría la concepción socialista de la sociedad, de eso no caben dudas. La presencia creciente de la gestión privada en la cultura, si no la manejamos con tino, pudiera conducir, igual que en la economía y los servicios, al descrédito de la gestión estatal.

Considero que las alternativas que se han trazado para algunos renglones importantes de la vida cultural no pasan de ser paliativos. Que el libro de papel no se reanime en años y se insista con demasiado énfasis en el digital, hace suponer —aunque así no sea— que se piensa a este último como un sustituto de larga permanencia. Si así fuera, estaríamos ante la estrategia equivocada de posponer, sin horizonte inmediato, una de las armas más potentes para el trabajo con las conciencias. El discurso institucional insiste en que no se abandona el libro físico, pero pasa el tiempo y en la práctica no se publican los ganadores de importantes premios, ni las editoriales reciben originales para evaluar.

Seguir timoneando la crisis con alternativas menores, o equivocadas, mientras lo cultural se subordina completamente a las bondades de un presupuesto que no crecerá al ritmo que se desea, puede desembocar en peores sinsentidos. No es posible operar con el discurso de convocatoria y exaltación propio de nuestros medios masivos, mientras en la vida real los discursos son otros, cada vez más ásperos y desembozados.

“Sin el hombre cualquier batalla estará perdida”.

Nuevas y viejas herramientas nos podrían servir para salvar la cultura (que sí está en peligro). Si a algunas de las usadas durante los noventa (quizás las de esquema cerrado de financiamiento) se les sumaran otras relacionadas con la posibilidad de llamar a filas a nuevos actores económicos, acaso pudiéramos recuperar quién sabe si la producción de libros y la cinematográfica, para no apartarme de los últimos dos ejemplos que ya utilicé. Con cada libro o película que se deje de hacer se van algunos gramos de credibilidad de nuestras instituciones, por tantos años y con tanto esmero cuidadas.

Me gustaría escuchar, emanados de los niveles de dirección que correspondan, pronunciamientos que sitúen a la ofensiva la noble tarea de transmisión de flujos reflexivos de probada eficacia para el engrandecimiento espiritual de todos. En ello nos jugamos la esencia de nuestro humanismo. Sin el hombre cualquier batalla estará perdida. Si la ganamos, tendremos país, economía, justicia social plena.

8