Cultura y transformación revolucionaria: originalidad de la visión fidelista (II parte y final)

Hassan Pérez Casabona
14/8/2020

Lo llamativo de la convocatoria fidelista es que puso en manos de los cubanos las llaves para entrar en contacto con lo mejor del pensamiento y la creación humana, originados en cualquier latitud, de todos los tiempos. Sumergirse en lo más encumbrado de la producción científica y literaria universal no era solo acto recreativo de lujo sino, en primer lugar, la adopción de un pórtico insuperable para entregarle al pueblo una coraza. Fidel siempre supo que en ese terreno —el de las ideas, la cultura política y los conocimientos al alcance de todos los estamentos sociales, no de una fracción adinerada— los contrincantes estaban huérfanos, a partir de lo acéfalo de sus propuestas basadas en la enajenación.

No es obra del azar que en el documento programático de absoluta actualidad que representó Palabras a los intelectuales, en junio de 1961, se esforzara por explicar la urgencia de ensanchar los cauces culturales, empresa solo posible en la medida en que se democratizara el acceso a cada manifestación artística. Para la fecha el líder rebelde tenía la convicción, la cual argumentó durante los años posteriores, de que el talento y el genio eran fenómenos de masa y no privativos de superdotados y elegidos, como se encargaba de pregonar el capitalismo.

En el socialismo ningún ser humano sobra

De manera especial, en ocasión de la llamada Batalla de Ideas que echó andar a partir del 5 de diciembre de 1999, y que tomó como detonante la lucha por el retorno del pequeño Elián González Brotons secuestrado por la mafia anticubana de Miami, estos conceptos adquirieron relieve superior, haciendo viable que se obtuvieran resultados sin precedentes en esos campos.

En ese intenso bregar la dimensión cultural de la resistencia y desarrollo socialista se acrecentó. Esa concepción fue la base además para articular el funcionamiento de los llamados “Programas de la Revolución”, mediante los cuales, en número alrededor de doscientos, se prestó atención a múltiples esferas, bajo preceptos no vistos en el pasado. En un escenario de combate ideológico que generó para el disfrute del pueblo, en la definición del Comandante en Jefe, “hechos y realizaciones concretas” se produjo un reimpulso de las experiencias anteriores, a las que se sumó la riqueza del examen exhaustivo sobre los logros y dificultades enfrentados a lo largo del tiempo.[1]

En nuestra opinión hay dos expresiones cimeras de este período que reflejan el ascenso hasta las cotas más altas de la cultura como eje, apoyatura y rampa de lanzamiento hacia metas insospechadas para el sostén de la Revolución, en tanto proceso de incesante perfeccionamiento. Fue en el ya célebre “Concepto de Revolución” pronunciado con energía el 1ro. de mayo del 2000, cuando Elián permanecía aún en suelo estadounidense, el momento en que, inspirado en el ideario martiano, Fidel complementó una de las ideas fundamentales del Apóstol colocando sobre el tapete los nexos indelebles entre nación, independencia, cultura y revolución. Fue ahí donde reafirmó que ser cultos era el único modo de ser libres cuando dijo que “sin cultura no había libertad posible”.

“(…) la Batalla… fue una respuesta de proporciones no vistas a nivel global en la que, en muy poco tiempo,
se diseñaron y ejecutaron labores en diversos terrenos encauzadas a demostrar que si se tiene la voluntad política
es posible alcanzar (…) una sociedad donde las personas aporten de manera decisiva a su formación
y no que se les eche al basurero, desde los preceptos enraizados por el capitalismo”. Fotos: Tomadas de Internet

 

Si una idea sintetiza el quehacer revolucionario desde el triunfo es colocar a las personas en la diana de cada proyecto emprendido. Durante esta etapa dicha conceptualización adquirió renovados bríos y sirvió para engarzar los análisis y decisiones que se desarrollaron sobre diferentes tópicos. Ello reveló, en última instancia, uno de los nudos gordianos en el debate entre capitalismo y socialismo.

El primero es un sistema de relaciones que, con la peculiaridad de trastocarlo todo en mercancía —incluyendo la fuerza de trabajo— toma cuerpo a partir de la obtención de ganancias, a cualquier costo, con el agravante de enajenar al ser humano de los graves problemas que enfrenta, en el interés de ascender dentro de los códigos del consumo.

Centurias después de su inicio como formación económico-social, lejos de resolver problemas de larga permanencia, subrayó el abismo entre las clases privilegiadas y los sectores populares desvalidos. De igual manera quebró el equilibrio necesario con la naturaleza, precisamente a través de la promoción de miradas depredatorias, las cuales “justifican” cualquier desempeño enfilado en acrecentar las arcas de las grandes transnacionales. 

Atrapar la esencia de su funcionamiento, definiendo además los nexos que se establecen entre los seres humanos a partir de la significación de un sistema fracturado en clases (la Concepción Materialista de la Historia), fue la mayor genialidad de Marx y Engels; sobre todo porque ese extraordinario instrumental teórico dotó al proletariado de las herramientas para actuar como protagonistas de la lucha y transformación revolucionaria, en aras de una colectividad asentada sobre valores que trascendieran el egoísmo y el desasosiego preconizados por el capitalismo.

El socialismo por el contrario tiene como horizonte, dicho de manera rápida, una sociedad nueva en la cual los seres humanos se conviertan en alfa y omega, al tiempo que esta tenga la capacidad (de manera armónica) de “satisfacer las necesidades materiales y espirituales siempre crecientes de la población”, compulsando para ello cada resorte, bajo la brújula de contar con las personas como pauta.

La mirada de ese entramado de relaciones sociales y productivas tiene que ser cada día más inclusiva, creando los mecanismos pertinentes para que los seres humanos actúen como gestores de las decisiones trascendentales. Este necesita superar las infraestructuras del viejo estado burgués, imprescindibles de utilizar durante el período de transición, pero inefectivas a la hora de alcanzar dicho ordenamiento futuro, una vez superada la rémora de la división clasista.

Bajo ese prisma la Batalla… fue una respuesta de proporciones no vistas a nivel global en la que, en muy poco tiempo, se diseñaron y ejecutaron labores en diversos terrenos encauzadas a demostrar que si se tiene la voluntad política es posible alcanzar ─incluso en las condiciones de una economía subdesarrollada (y hostigada)─ una sociedad donde las personas aporten de manera decisiva a su formación y no que se les eche al basurero, desde los preceptos enraizados por el capitalismo.

Exponer que nadie debe sobrar es una definición que incluso determinado tipo de figuras neoliberales —con elevadas dosis de populismo— respaldaría. Lo significativo en realidad es impulsar programas y trazar políticas que hagan posible dicha afirmación. Ese es uno de los grandes méritos de esta etapa: no se limitó a denunciar y describir embrollos y limitaciones, sino que sacó al ruedo decisiones y propuestas concretas para erradicar esos flagelos.

Fidel llegó a plantear que, aunque fuera tocando una guitarra o pintando un retrato en los parques a los enamorados que paseaban, el socialismo tenía que ofrecer la posibilidad de ser útil a sus habitantes. Esta idea de profunda raigambre humanista es obvio que no puede ser comprendida por los oligarcas y tecnócratas neoliberales, que razonan en base a los dividendos mercantiles que determinada operación les provee.

Sería, cuando menos, una caricatura de mal gusto plantear que la dirección revolucionaria estaba en el otro extremo (desconocer el peso del componente económico dentro de una sociedad), de manera especial porque si alguien desarrolló un pensamiento integral en la materia, con aportes que rebasan los límites geográficos antillanos es Fidel. Lo que ocurre es que nunca cayó en las trampas del determinismo económico vulgar, ni redujo el socialismo (“esa poderosa cultura”, según Engels) a la sumatoria de factores materiales, ni a los análisis que ignoraban el componente humano en la consecución de cada meta.

Esta filosofía, digámoslo sin ambages, es una de las enormes contribuciones de la experiencia revolucionaria antillana a la lucha por la emancipación universal: no dejarnos arrebatar a las personas como el eje de las transformaciones. Para Fidel el desarrollo, calidad de vida, felicidad, plenitud, éxito o reconocimiento no transitó nunca por la acumulación a ultranza de cuestiones materiales, sino que fueron conceptos que asumió desde ópticas mucho más integrales, las cuales giraban en torno a la propia condición humana.

¿Qué representa para un ciudadano disfrutar de las actuaciones del Ballet Nacional y el resto de nuestras compañías danzarías de excelencia? ¿Puede medirse lo que implica contar con la posibilidad de presenciar el desempeño de deportistas de prestigio mundial en las instalaciones de toda la Isla? ¿Dónde debe colocarse un sistema en el cual sus ciudadanos no corren el riesgo de ser asesinados en las calles, las escuelas o los centros comerciales? ¿Por qué varias de las naciones desarrolladas del planeta tienen las más elevadas tasas de suicidio?, fueron preguntas que se formuló en numerosas ocasiones.

“Fue ahí donde reafirmó que ser cultos era el único modo de ser libres cuando dijo que
‘sin cultura no había libertad posible’”.

 

El capitalismo, por desgracia, hizo prevalecer la idea de que una persona, para tener éxito, tiene que acumular (y exhibir) la mayor cantidad de objetos suntuosos. Se trata de una maquinaria consumista empeñada en introducir en el cerebro de las personas que quien está repleto de bienes materiales (casas, autos, propiedades y objetos de todo tipo) es más feliz. Esa concepción macabra —demostración inequívoca por demás de la galopante deshumanización acendrada en aquella sociedad— desprecia lo relacionado con los valores (sentimientos, actitudes solidarias, etc.) pues estos no se traducen en ganancias monetarias.

En su manera de fomentar que una sociedad como la nuestra saliera del subdesarrollo, por supuesto que Fidel abogó por avanzar en todos los campos de la economía, pero nunca aceptó el eufemismo de que un país crecía más solo por la producción de cemento, por ejemplo, que por dotar de altos niveles de educación a sus ciudadanos.

Más de una vez se pronunció en pos de rediseñar, desde nuestros predios, los cálculos tradicionales sobre la medición del Producto Interno Bruto y otros indicadores; los cuales en las dinámicas internacionales privilegiaban de manera exclusiva el componente material y echaban a un lado el resto de los frentes. ¿Cuánto significa graduar miles de médicos cada año? ¿Qué aporte representa al desarrollo de un país tener a todos sus niños en escuelas con la oportunidad real de arribar hasta niveles de postgrado?, fueron otras de las valoraciones que lanzó más de una vez al ruedo.

La Revolución es, desde su alumbramiento, expresión tangible de que sí se puede ir más allá de los cauces que, en apariencia, obligan a desandar los vaticinios económicos. Para los defensores de dogmas, incluso con buena voluntad, ¿podría Cuba haber desarrollado un sistema que constituye referente planetario en educación, salud, ciencia, deportes, cultura y otras muchas actividades sociales si su economía no revestía esa fortaleza? ¿No desafió Fidel con éxito esas limitaciones conceptuales (que tienen su génesis en la interpretación distorsionada, acrítica y simplificadora del enorme acervo del marxismo fundacional) y demostró con creces cuánto se puede avanzar si se cree en las potencialidades de los seres humanos y se adoptan las decisiones que permitan enrumbar ese caudal?

¿Le tocaba a un pequeño archipiélago caribeño finalizar en el quinto escaño de unos juegos olímpicos, o enviar profesionales de la salud a más de cien naciones en todos estos años, incluso cuando muy pocos pudieron colocar personal capacitado para enfrentar terribles pandemias como el ébola y el SarsCov2? ¿Cómo se levantó un sistema de enseñanza artística, con miles de egresados ganadores de premios en los más exigentes festivales de todo el orbe? ¿Cuáles fueron las premisas sobre las que se organizó la educación especial, que brindó atención personalizada y gratuita a todos los niños que lo requerían? ¿Creía alguno de los dirigentes socialistas europeos, seguidores a pie juntillas de manuales y folletos (no los que se decantaron por el espíritu creador, si bien los hechos confirmaron que estos últimos estaban en minoría), que llegaríamos a ser reconocidos a escala global en la industria biotecnológica y la producción de vacunas?

La esencia para explicar y entender estas y otras realidades es la visión genial de Fidel (y del resto de la dirección revolucionaria) de no dejarse aprisionar por fórmulas que nos condenaban per se a programas de alcance limitado, porque éramos pequeños y había que cumplir una supuesta verdad incontrastable, a partir de la llamada relación “base-superestructura”.

Fidel dijo con claridad que llegaríamos a vivir de nuestros “conocimientos e inteligencias cultivadas”, algo que habría sido catalogado por algunos como herejía y que es hoy realidad palpable, si se examina el peso que tienen las exportaciones de servicios profesionales y de productos de alto valor agregado.

En un mundo pletórico de imágenes, buena parte de las veces concebidas para apartarnos de la médula de los asuntos, todo lo que apunte a propiciar el crecimiento intelectual, desde posiciones contrahegemónicas, está condenado a nadar a contracorriente. Como sostén de esas estratagemas se erige el capital monopolista transnacional, empeñado en colonizar las mentes desde el consumo desmedido.[2]

Con claridad lo denunció en múltiples ocasiones el Comandante en Jefe, al afirmar que le robaron el aparato de pensar a las personas y que las grandes compañías, a través de la televisión y el resto de los medios, se abrogaron el derecho de decidir cómo debíamos vestirnos, qué productos adquirir o, peor aún, por quién votar en una elección. En esa concepción diabólica cada pieza encarna objetivos específicos, dentro de un engranaje que toma como bujía la separación del ser humano con la realidad. Es, sin lugar a dudas, una formulación tenebrosa que se vertebra sobre la fractura con nuestras raíces; la apatía por las problemáticas presentes y el total desinterés por el acontecer futuro. El delirio de esas élites radica en cercenarnos la posibilidad de apreciar, en toda su magnitud, nuestro devenir como naciones.

Posee una connotación particular la certeza fidelista de que la nueva sociedad debía levantarse no solo aspirando al crecimiento material, sino desde bases profundamente humanistas, solo factibles de obtener a partir de situar la dimensión cultural y de los conocimientos (incluyendo a la actividad científica en todas sus acepciones) como motores centrales del sistema.

 

Notas:
[1] Fidel Castro Ruz: Abanderados del futuro, Ediciones Abril, La Habana, 2010, pp. 245-249.
[2] Ignacio Ramonet: El imperio de la vigilancia, Editorial José Martí, La Habana, 2016.