Del escalpelo al verso

Ricardo Riverón Rojas
1/4/2020

El médico más cercano que siempre tuve fue mi hermana Ana María Riverón, fallecida hace ocho años. Era dos mayor que yo; desde niños compartimos libros, ideas, sueños, trabajos, pese a lo aparentemente distantes que se encontraban nuestras respectivas vocaciones. Gran lectora de escritores clásicos, ofició como rigurosa tutora en mis rumbos iniciales frente a los libros.

El sistema de salud cubano —según plantea la OMS— es un modelo para el mundo.
 

Beneficiaria de un concepto integral de la cultura que, felizmente, apostó por la universalización de la cultura en la educación cubana, puso delante de mis ojos, además de grandes novelas, ensayos y poemas, excelentes textos de historia de la ciencia y biografías de personalidades de la cultura universal.

En ese sentido recuerdo con especial agrado aquella vez en que ella —alumna del segundo año en el Instituto de Ciencias Básicas y Preclínicas Victoria de Girón— me conminó a leer, de su libro de Historia de la Medicina, los “Consejos de Esculapio a su hijo”.

Con gran deleite disfruté lo que el dios romano de la medicina —conocido entre los griegos como Asclepios— le aconsejara a su hijo sobre la noble profesión:

¿Quieres ser médico hijo mío? Aspiración es ésta de un alma generosa, de un espíritu ávido de ciencia. ¿Deseas que los hombres te tengan por un dios que alivia sus males y ahuyenta de ellos el espanto? ¿Has pensado bien en lo que ha de ser tu vida? Tendrás que renunciar a tu vida privada; mientras la mayoría de los ciudadanos puede, terminada su tarea, aislarse lejos de los infortunios, tu puerta quedará siempre abierta a todos, a toda hora del día o de la noche vendrán a turbar tu descanso, tus placeres, tu meditación; ya no tendrás horas que dedicar a tu familia, a la amistad o al estudio, ya no te pertenecerás.[i]

Mi hermana inició sus estudios de Medicina en 1966 y, dada su capacidad para la investigación científica, una vez graduada nunca trabajó en la esfera asistencial. Tampoco era la época de las misiones médicas, pero mientras fue estudiante, a partir del tercer año, la recuerdo haciendo la práctica docente, a veces durante más de un mes, en lugares de nombres tan recónditos como Kilo 1 (en una unidad militar) y Guanahacabibes. Y también en el batey de nuestro Central Carmita, durante sus vacaciones de verano.

 

En aquellos días que debieron ser de asueto, nuestra casa se convertía en un consultorio porque “había llegado la doctorcita”. El diminutivo se lo agradecía a su baja estatura, en virtud de lo cual sus condiscípulos también le decían “La Riverito”, porque Riverón le quedaba grande. Entre otras imágenes de ella que no logro borrar, la visualizo en plena noche, a bordo de un tractor y rumbo a un campo distante del batey, porque la vinieron a buscar por alguna urgencia. Faltaba bastante aún para que a aquellos territorios periféricos llegara, en la década de los ochenta, el programa del médico de la familia.

Esa que con justicia llaman “la más humana de las profesiones”, con la instauración de las políticas revolucionarias perdió por completo, en nuestra patria, su matiz lucrativo. Aquellos médicos de las primeras jornadas posteriores al triunfo se formaron, con loable énfasis, en el aspecto humanista del oficio terapéutico. Todos estaban llamados a lo que se conoció como Servicio Rural, antecedente de las misiones que, una vez completada la cobertura nacional, les brindamos a los pueblos más necesitados.

Aquel Servicio Rural, una especie de internacionalismo hacia adentro constituye, a la luz de la historia, una experiencia de inmedible valor humano, digna también del mayor destaque hoy que la palabra médico renueva sus connotaciones épicas. Al respecto recomiendo gustosamente leer el trabajo “Médicos recién graduados en Cuba de las aulas al campo”, de Dilbert Reyes Rodríguez y Delfín Xiqués Cutiño, publicado en Granma, el pasado 30 de marzo.

 

El poco tiempo de que disponía Ana María para descansar se lo dedicábamos a conversar sobre literatura. Llenó mi casa de obras tan importantes como Memorias del Club Pickwick, de Charles Dickens; Cuentos, de Edgar Allan Poe y Robert Louis Stevenson; Crimen y castigo, de Fedor Dostoievski; Papá Goriot, de Honorato de Balzac; Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda; Madame Bovary, de Gustave Flaubert; y muchos otros, todos adquiridos por una suma aproximada de tres pesos en aquel festival del libro que organizara Raúl Roa en los años iniciales de la Revolución.

Pero también me enfrentó con la obra de Antón Chejov —de quien le gustaba repetirme aquello de que la medicina era su esposa legítima y la literatura su amante— y de Arthur Conan Doyle, William Somerset Maughan, François Rabelais, Friedrich Schiller, todos ellos médicos, más otros como John Keats, Gertrude Stein y Oliver Goldsmith, que aunque no se graduaron, fueron estudiantes de medicina. Saber cuánto territorio compartía la medicina con la literatura era una de sus satisfacciones mayores. Pese a que sus pretensiones nunca rebasaron las del lector, escribió —solo para ella y, en contadas ocasiones, para mí— algún que otro poema que nunca revelaré.

Hoy el deber cívico me llama al homenaje íntimo para los médicos cubanos que en nuestro país y en otros combaten contra la Covid-19. Ilustración: Brady Izquierdo
 

En mi ya larga trayectoria de buscarle a la palabra sus zumos ocultos, he tenido innumerables compañeros médicos-escritores; cito solo algunos: Arístides Valdés Guillermo, Eduardo González Bonachea, Laidi Fernández de Juan, Geovannys Manso… A todos, además de las complicidades del oficio, me une la certeza de que sienten como propio el dolor de cualquiera, solo que ellos, frente a mí, tienen la ventaja de saber aliviarlo, no solo con la palabra sino también con los medicamentos.

Hoy el deber cívico me llama al homenaje íntimo para los médicos cubanos que en nuestro país y en otros combaten contra el SARS CoV2/Covid-19. De nada valen las diatribas que, contra ellos, urden los calumniadores.

Cada noche, a las nueve, desde nuestros hogares, demos un fuerte aplauso por esos que están haciendo tanto a favor de la humanidad.
 

Saldremos a aplaudirlos cada noche, a las 9. Son héroes que le plantan cara a la pandemia. Solo advierto que en mi aplauso de hoy les abriré un espacio a aquellos médicos rurales de los agitados y gloriosos primeros años de la Revolución. También a todos los colegas que comparten sus energías, con admirable dedicación, entre el escalpelo y el verso. No sé si disculparme, pero con toda seguridad, algunas de mis más sonoras palmadas serán para mi inolvidable hermana Ana María, como si no me alcanzaran las manos y el alma para agradecerle, con todo el cariño del mundo, el esmero que puso para que creciera sano este corazón de lector.

 

Notas:

[i] Consejos de Esculapio a su hijo: Facultad de Ciencias Médicas, Universidad de la Plata, [en línea] disponible en http://www.med.unlp.edu.ar/index.php/biblioteca3/lecturas1/consejos-de-esculapio-a-su-hijo, [fecha de consulta 30 de marzo de 2020]