Desconecte

Laidi Fernández de Juan
9/5/2019

Muchas amistades me notan tensa. Tómate un descanso, desconecta, me dicen. Por suerte, nadie me sugiere que deje de hacer lo único que hago con cierto placer: escribir sobre lo que veo, lo que siento, lo que sufro, lo que me hace rabiar, y también contar aquellas cosas que me alegran. Varios chistes plomizos me vienen a la mente, para responder a la sugerencia de aislarme, pero no estoy de ánimo. No obstante, faltaría a la verdad si no reconozco que intenté detenerme, y dejarme apapachar por la naturaleza. Qué delicia. Me regalé tres horas de playa, por ejemplo. Cerré la puerta de la corrosiva cotidianidad habanera y me fui, carretera rumbo al este de la ciudad. Qué delicia. Flores rojas resistentes al salitre, maticas inocentemente verdes, los azules del cielo, del mar, de las nubes y del fondo marino, me dijeron “Buen Día”. Qué delicia. Entre la brisa marina y el discreto vaivén de las olitas de mayo, mi cerebro alcanzó, —Oh maravilla—, la paz que mis amistades me aconsejaban.

“Hablando en plata, ¿qué sería de todos… si todos nos desconectamos a la vez?”.
Ilustración: Ramiro Zardoyas

 

Mi compañero y yo nos mostramos al sol casi como somos: miembros de una generación que aprendió a ser feliz en surcos de tierra colorada, dejando la piel en proyectos y sueños, sin pedir nada a cambio, alcanzando eso tan divino que es el placer del sacrificio. En esas andábamos cuando de pronto, nos percatamos de que estábamos casi solos en el paraíso marítimo.

¿Dónde está la gente? Oye, sí, qué cosa más rara, ¿por qué no estará la playa abarrotada, como todos los mayos? Algo anda mal, concluimos. De inmediato, nos dimos a la tarea de abandonar el fugaz desconecte. Recorrimos varias tramos de playa… sin los habituales apelotonamientos de cuerpos que caracterizan nuestros meses de mayo, junio, julio y agosto. Nadie, o casi nadie merodeaba. Qué rareza. ¿Cuántas guaguas hemos visto desde que llegamos a la playa? Nos preguntamos, y ninguna, nos respondimos. ¿Cuántos taxis? Ninguno. ¿Y cuántos almendrones, camiones, bicicletas, patines, carricoches? Tampoco. No habíamos visto ningún medio de transporte, y, por consiguiente, apenas unos pocos bañistas nos acompañaban.

A partir de dicho descubrimiento, nos fuimos molestando in crescendo. Porque del aún inestable transporte público, pasamos a lo difícil que resulta hacer un buen potaje en estos días, —más o menos es necesario recorrer cinco establecimientos para comprar los granos en un sitio, los condimentos elementales en otro, unas hojas de culantro en un tercer agromercado, un pedacito de costilla en un cuarto, hasta la grasa, que se compra en el quinto espacio— y claro está, como se comprenderá, del transporte, no es difícil caer en el irresuelto tema del salario mínimo, pasando por el complejísimo asunto de la vivienda, sin menoscabar el desabastecimiento actual de nuestras tiendas TRD.

Todo esto comentábamos en el camino de regreso a casa, rotundamente conectados, dejando muy atrás el breve descanso que nos habíamos tomado. Llegamos más “cargados” que antes de viajar al este de La Habana, olvidando las delicias que la madre natura ofrece, con su bondad de siempre. No debe ser mal síntoma echar a un lado el desconecte: significa que nos importa el país, que somos empáticos, que seguimos creyendo que es mejor estar “aquí y en la cola del pan”, a aislarnos en un bunker enajenante.

Las amenazas (y algunos hechos concretos, por muy ridículos que parezcan) que soplan del Norte brutal que no cesa de despreciarnos, agravan considerablemente nuestra maltrecha economía, por si fuera poco nuestra habitual mala administración de bienes. Hablando en plata, ¿qué sería de todos… si todos nos desconectamos a la vez? No tengo soluciones que ofrecer: me limito a cuestionar, como dice el mexicano Juan Villoro que hacen los escritores. Me viene a la memoria una frase contundentemente sabia: “La indiferencia es la filosofía de los hartos”. ¡Qué suerte no sentir hartazgo, para tampoco padecer de apatía!