Diciembre y las nostalgias

Laidi Fernández de Juan
4/12/2018

Se acerca el mes más cruel del año, al decir del maestro Secades en fecha tan distante como 1943. Él se refería a los gastos que la familia cubana sufre en diciembre: regalos por el Día del Médico, regalos por el Día del Educador, cena de Noche Vieja, celebraciones y regalos por Navidad, y la costosa fiesta de fin de año. Regalones y fiesteros hemos sido siempre, de toda la vida.

No comparto la razón de esa crueldad, aunque sí me identifico con ella. No se trata de gastos materiales, sino más bien del apagamiento espiritual que implica, al menos para mí, el mes que ya asoma su rostro. Aunque en mi niñez solía divertirme por estas fechas —ante la posibilidad de no ir a la escuela, de reunirme con niños cuyos padres eran amigos de los míos, y de jugar en el vecindario—, luego, desde mi juventud, dejé de añorar las fiestas de diciembre. No conozco los motivos de entonces. Yo era feliz.


Foto: Internet

 

Sin embargo, las fiestas navideñas me producían la sensación de que la pata de un elefante se me había posado en el centro del pecho. Mis amistades más cercanas, que saben de la pesadumbre inexplicable que me cae encima, y mi pareja —más que nadie— intentan que cada fin de año sea más estridente que el anterior. Me miman, me agasajan, me dicen que este año la fiesta sí será maravillosa, pero la realidad suele ser terca. Y una tristeza sin argumento me nubla el alma. Fiesta tras fiesta terminábamos de la misma manera: mis padres y nosotros jugando dominó en el patio. Esperábamos que oficialmente se anunciara por radio el inicio del nuevo año y se entonaran las notas del Himno Nacional. Solo entonces una ligera alegría me impulsaba al ritual que mi madre, atea feroz, cumplía con rigor los 31 de diciembre. En un raro momento de fe, lanzaba cubos de agua mientras gritaba: “¡Solavaya!”. Ambas nos reíamos, el resto de la familia aplaudía su iniciativa de dudosa eficacia para la suerte, y ahí acababa el jolgorio.

Poco a poco, empezaron a aparecer motivos para no sentir ese espíritu festivo: un tío que había muerto en mayo; una prima en septiembre; la lejanía voluntaria de mi sobrina y de uno de mis hijos; varias amistades que fallecían durante el año. Ausencias que justificaban mi falta de cooperación para las fiestas. Confieso ser una pésima compañía en diciembre.

En cualquier otro mes, me encanta reunirme con amigos, con colegas, con las niñas que fueron mis confidentes hace más de cincuenta años, con mis hijos y sus compinches, con vecinos cuya fidelidad demuestra a lo largo del año cuán importantes son, y con nuevos rostros que la vida me obsequia bajo la forma de nuevas amistades. Disfruto muchísimo la compañía de quienes comparten mis angustias y mis esperanzas, así como los planes, los proyectos y los impulsos para no dejarnos vencer. Me satisface enormemente que mi portal sea punto de reunión cuando los amigos y las amigas vienen de viaje, o se van, o ganan premios, o los pierden, o cumplen años, o simplemente andan de paso por mi barrio. Mencionar sus nombres sería una indiscreción, pero ellos(as) saben cuánto me agradan sus visitas. Hago café, y cada quien aporta lo que pueda: lo crucial es vernos, charlar, acompañarnos, aliviarnos unos a otros. Sin embargo, en diciembre es distinto. Suelo recogerme, y en silencio rezo para que todo sea rápido y que enero llegue con nuevos bríos.

En estos últimos días de 2018 siento, paradójicamente, que al fin mi desasosiego tiene una explicación contundente, y eso me causa cierta calma. Mi madre no estará con nosotros. Si no fuera por el inabarcable dolor que su ausencia provoca, diría que estoy aliviada por no tener que psicoanalizarme. Ya no tendré que buscar tambaleantes razones. Luego de más de medio siglo, por primera vez en mi casa no habrá quien haga trampas como ella en el dominó, ni la vigilaré para que no coma chicharrones a escondidas, ni tendremos que ayudarla a cargar cubos de agua a las doce de la noche del último día del año. Tampoco habrá gritos desaforados de “¡Solavaya!”. A esa hora yo recibiré palmaditas, mis hijos me desearán  buenaventura, mi esposo me abrazará, y mi padre… quién sabe si estará despierto a medianoche, o si sombríamente ande refugiado en algún rincón. Nadie me sonreirá. O quizás sí. No soy tan reacia a las creencias como era mi madre, de modo que espero sentirla cerca de alguna manera. Y, para alejar el melodrama que la cubanía de todas formas impone, aprovecho la columna “Hablando en plata”, que gentilmente me cede La Jiribilla, para agradecer a los lectores la fidelidad y desearles —¿cómo se dice?— “próspero y feliz año”.  En todo caso, nos vemos en 2019. En la batalla, por supuesto. No es tiempo de ceremonias.