Diógenes de Sinope, y un manifiesto criollo sobre arte, humanidad y libertad

Antonio Rodríguez Salvador
18/1/2021

Conceptualizar siempre ha sido ardua tarea: pregúntenle a Platón. Cierta vez este trató de fijar el concepto de hombre, y dijo que era “animal bípedo sin plumas”. Diógenes de Sinope, feroz cazador de paradojas, agarró entonces un gallo, lo desplumó y lo presentó al auditorio: “He aquí el hombre de Platón”. Pero Platón, que también era de armas tomar, no se dio por vencido y añadió una coletilla: “con uñas anchas”. No sabemos cómo terminó el debate; en cualquier caso, parece obvio que Platón desconocía la existencia de los canguros. 

Últimamente —por esta “ágora neoateniense” que son las redes sociales— proliferan muchas palabras de origen griego: polémica, diálogo, democracia… También abunda el sofisma y la demagogia, por desgracia mucho más que el episteme y la sofía. Los contenidos se van compartiendo de muro en muro: por Facebook, por Messenger, por Whatsapp…; y, así, ayer fui etiquetado en cierto manifiesto sobre arte, humanidad y libertad, escrito por el dramaturgo y director escénico Yunior García Aguilera, tras lo cual surgió ante mí el fantasma de Diógenes de Sinope.

Últimamente —por esta “ágora neoateniense” que son las redes sociales— proliferan muchas palabras de origen griego: polémica, diálogo, democracia… Fotos: Internet
 

Llamó mi atención que el texto empezara con una candorosa tautología (palabra de origen griego que significa repetición inútil y viciosa). Afirma Yunior que “Arte es todo aquello que los seres humanos entienden por Arte”. Esta clase de redundancia también fue llamada uróboro por los antiguos griegos: serpiente que se muerde la cola. Tal vez el lector recuerde aquella otra creada por cierto famoso boxeador cubano: “la técnica es la técnica, porque sin técnica no hay técnica”.

En fin, tanto como Platón, Yunior también trata de mejorar su concepto; pero, a diferencia de aquel, no agrega una, sino tres coletillas. La excesiva concatenación de coletillas, sin embargo, entraña un peligro ya advertido por los griegos: cometer sorites. Ello ocurre tras el encadenamiento de proposiciones en apariencia racionales, cuyo resultado termina siendo un soberano disparate. Tal vez el sorites más citado sea: Toda flor es vegetal. Todo vegetal es ser vivo. Todo ser vivo es sensible. Todo ser sensible posee alma. Toda flor posee alma.

Con su primera coletilla Yunior nos fija que “Arte es expresión de la subjetividad”: un axioma que, a primera vista, parece irrefutable. Ya sabemos que la subjetividad es cosa exclusiva de los humanos, no de los gallos, las serpientes o los canguros. Sin embargo, tras una mirada más atenta, resulta que bajo igual principio también parece que “Arte” pudiera ser cualquier cosa que una persona haga o diga.

Por ejemplo, tanto el acto de pregonar caramelos en la calle, como de pedir el último en la cola del pollo, son expresiones relativas al campo de acción y representación de los sujetos. O sea, manifestaciones de la subjetividad. Naturalmente, ya sabemos que hay coleros y pregoneros sumamente creativos, tienen arte para el oficio; pero tal vez Yunior no esté refiriéndose a esa clase de artistas y, por eso, añade una segunda coletilla.

Esta explica que arte “es reinventar la comunicación a través de ideas y formas”. Otra vez la sentencia parece ajustada, pero, ante ella, presumo que Diógenes empezaría a frotarse las manos. Sí, porque bajo esa misma óptica la tablilla de precios de una cafetería también pudiera ser arte. Y no me refiero a una de muy señalada finalidad estética, sino a la bastarda; incluso, a la chambona y con faltas de ortografía.   

Me detengo entonces en la tablilla, para ver cómo con la utilización de ideas y formas se pudo reinventar la comunicación de precios. (Perdonen el didactismo). Cierto día, un remoto dependiente empezó a comunicar precios a viva voz: actividad cansona, proclive a malos entendidos. Luego otro mejoró el proceso al colocar rótulos junto a los productos, pero ello generaba indeseables sopeteos. Finalmente, alguien reinventó un modo más fácil y eficiente, y así surgió la tablilla en la cafetería.

En fin, parece necesaria una tercera coletilla. Quizá por eso Yunior precisa que (arte) “es toda creación capaz de sacudir nuestros sentidos, nuestras emociones, nuestro intelecto”. ¡Ya quisiéramos ver qué cosa sacude más los sentidos que un martillo neumático! Póngase usted a romper asfalto con uno de esos aparatos, y verá cómo se le entumecen los dedos, le brincan los ojos, se queda medio sordo…

En cuanto a las emociones, ¿nunca le pasó que un sangrón explota un petardo de carnaval a sus espaldas? La agitación, el desconcierto, es enorme. En fin, sobre sacudones del intelecto, ahora mismo imagino a Umberto Eco leyendo este súbito manifiesto, luego de haber dedicado ocho años de su vida a escribir un libro de casi 300 páginas, titulado La definición del arte.

“Ahora mismo imagino a Umberto Eco leyendo este súbito manifiesto, luego de haber dedicado ocho años de su vida a escribir un libro de casi 300 páginas, titulado La definición del arte”.
 

Pero el documento aún no concluye: tras punto y aparte, coloca un número dos, y afirma que “El arte es inherente a la condición humana desde sus orígenes”. Esto suena estupendo, pero, lamentablemente, es falso. Según reciente estudio de la Universidad de Barcelona, la obra rupestre más antigua tiene unos 60 mil años, fue hallada en España, y es de origen neandertal. Sin embargo, la antigüedad del género homo se estima en 2,5 millones de años.

Prosigue con el tres, y dice que “El arte es libre. Cualquier intento de imponerle límites es antinatural e inútil”. Totalmente de acuerdo: es lo normal en todo producto de la imaginación. Para comprobarlo, propongo hacer un ejercicio donde cambiemos el concepto “arte” por cualquier otro. Por ejemplo, veamos este: “La pesadilla es libre. Cualquier intento de imponerle límites es antinatural e inútil”. O este otro: “La apariencia es libre. Cualquier intento, etc.”. Y uno más: La conjetura es libre.

Desde luego, antinatural sería que el artista no tuviera límites: no todo el mundo es un Cervantes o un Shakespeare. Por otro lado, supongamos que en un performance el artista reparte cocaína al público, o como parte de la acción saca una pistola y mata a un espectador. Ciertamente, en estos casos la obra quedaría libre; pero tendríamos que revisar el Código penal para ver durante cuánto tiempo quedaría encerrado su autor.  

Antinatural sería que el artista no tuviera límites: no todo el mundo es un Cervantes o un Shakespeare.
 

Sigue el manifiesto: “El arte es un derecho inalienable”. Lapidaria frase, pero no puedo estar de acuerdo con ella. Según el DRAE, “inalienable” es lo que no se puede enajenar. ¿Quiere esto decir que no se puede vender? ¿De qué van a vivir los artistas? Enajenar asimismo significa extasiar, arrobar. ¿Acaso se afirma que el arte no tiene derecho al encanto? Pero inalienable también es sinónimo de “personal” o “individual”: ¿Qué pasa entonces con Lennon y McCartney? ¿No eran dos? No sé por qué de pronto recuerdo aquellos Ladas y Moskvich sin traspaso que antes se otorgaban por el sindicato: eran inalienables; o sea, individuales y no se podían vender.

Continúa el documento con un retorno a la tautología, aunque ahora coordinada con una anfibología (otra palabra de origen griego, cuyo significado es “ambiguo”, “equívoco”). Nos dice que “Artista es todo ser humano capaz de producir arte, sin discriminación de ningún tipo”. A qué se refiere con el “ningún tipo”: ¿al arte, a la discriminación o al tipo: o sea, al ser humano? No todos los días podemos ver una anfibología triple. Asombra por su valor pedagógico. En lo adelante ya no tendremos que usar en clases otras muy gastadas y menos creativas como: “se venden corrales para niños de madera”.   

La número seis afirma que “La negación del arte por parte de un grupo, un poder, una ideología, un mercado, un prejuicio moral o religioso, una época o incluso un consenso cultural, no implica la ausencia del arte”. Esto parece una contundente reivindicación del arte. Sin embargo, intuyo que contradice cada una de las tres coletillas ofrecidas al inicio.

En primer lugar, traslada la subjetividad hacia el objeto. Pregunto: ¿esas ideologías, esos consensos, no son también expresiones de la subjetividad? Recordemos lo que avisa el refrán: lo que es bueno para el pavo, tiene que ser bueno para la pava. O sea, la misma ley que se aplica para defender el arte, no parece que deba aplicarse para condenar su negación. ¿O sí?

Por cierto, ahora recuerdo que para algunos nazis eran artísticos ciertos objetos fabricados con la piel de personas ejecutadas en Auschwitz. O sea, mediante el uso de ideas y formas, de tal modo se reinventó una manera de comunicar lo peor en materia de degradación humana. Ante casos como estos, los sentidos, las emociones, el intelecto, se sacuden, pero de indignación.

El séptimo y último acápite dice: “Es un deber de cualquier forma de organización humana fomentar, garantizar y proteger la creación artística, su enseñanza, su difusión, su remuneración, su crítica, su recepción y su libertad, en todas sus formas y contenidos”. No, hombre, no. Tanto el matrimonio, como la familia, son formas de organización humana: no voy yo a salir divulgando cada muñequito que pinten mis nietos. Ni voy a pagárselos tampoco.

Caramba, ¿y por casualidad también mi CDR deberá fomentar la crítica literaria y la enseñanza artística? ¿Tendré que pagarle a mi vecina por cantar en el baño? Pues nada, parece que sí. Ya antes dije que el manifiesto me llegó de manera indirecta: fui etiquetado por alguien, que a su vez lo compartió de alguien. En fin, acudí al post original y, para mi sorpresa, pude ver que le habían prodigado unos doscientos likes. Revisé estos, y fue mayor mi asombro: vi que ilustres artistas, y señalados intelectuales y académicos, subieron la parada con encendidos elogios y corazoncitos de “me encanta”. Ave Sofía purísima. Qué Diógenes nos agarre confesados.

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