“Si eres de aquí, no puedes estar al margen del son”, me confesó Carlos Fariñas por los días en que Joaquín Clerch le anunció estar listo para el estreno mundial de su Concierto para guitarra y orquesta. No es que hubiera una presencia explícita del son, sino una atmósfera de aires que revelaban las trazas de una cubanía que no se restringía a una reductiva estética nacionalista. Algo parecido declaró Edgardo Martín en una entrevista: “El son está en el aire, por donde quiera que vayas, aquí se respira son”.

Al recrear el son en su obra pianística, Carlos Fariñas fue coherente consigo mismo y con el sentido de pertenencia cultural que siempre cultivó. Foto: Internet

Fariñas (1934–2002) y Martín (1915-2004) plasmaron en la música de concierto logradas partituras que se sirvieron y a la vez reverenciaron el son.

En el dominio de las grandes formas instrumentales, luego de concretar el riguroso ejercicio de su Fuga para orquesta de cuerdas y escribir sus dos primeras sinfonías, Martín fijó hacia 1951 en el pentagrama Soneras no. 1, punto de partida de una serie a la que sumaría otras dos obras en 1973 y 1975 respectivamente (Soneras no. 2 y Soneras no. 3), al considerar que todavía quedaba mucho por explorar en su forma de entender y apropiarse del legado del son en función del lenguaje orquestal.

Lo interesante está en que Martín eludió el tratamiento rapsódico en el abordaje del complejo sonoro-musical cubano por excelencia, a favor de un tratamiento formal apegado a los principios del rondó en un caso y en los otros hacia un replanteo estructural passacaglia. De manera que se hace evidente el apego de Martín a moldes establecidos —no faltan quienes le atribuyen una vocación neoclásica, subrayada por una austeridad estilística— a los que impregnó, sin apelar a citas textuales, del entramado melódico-rítmico del son.

Si en Martín lo sonero es proclamado abiertamente, en otros compositores de su generación la filiación se verifica mediante la reelaboración de los elementos constitutivos. La musicóloga Marta Rodríguez Cuervo, al analizar Serenata para orquesta (1947), de Harold Gramatges (1918-2008), se detiene con agudeza en la introducción del segundo movimiento: “Resulta un antecedente para las maneras o modos de tratamientos de este material, que en lo sucesivo encontraremos en otras composiciones, cómo el autor elabora el concepto son a través de la disposición lineal de elementos que se agrupan en un código de información previamente conocido. Es decir, el tratamiento del movimiento es polifónico y en cada línea melódica aparecen concatenadamente figuraciones rítmicas del complejo sonero que constituyen el fundamento de los diversos motivos. (…) Gramatges elabora este conjunto de motivos en interrelación, de manera tal que constituyen una unidad orgánica. Esta unidad no se produce por la formulación de un tema, sino porque deviene en referencia a una unidad conceptual que es la temática son”.

“El son está en el aire, por donde quiera que vayas, aquí se respira son”, declaró Edgardo Martín en una entrevista.

En la escuela cubana de piano hay necesariamente que transitar por la serie Seis sones sencillos, de Fariñas. Autor de una obra monumental por su relieve en el panorama musical cubano del siglo XX, se retrató como creador al decir: “A mí me gusta hacer cada música, de alguna manera, nueva para mí. No creo que lo que yo haga se enmarque dentro de lo netamente experimental, por lo tanto no pienso que la música que yo haga sea experimental. Normalmente tengo cierta tendencia no a la ruptura sino a la continuidad dentro de mí mismo, a la búsqueda de soluciones, que podrán ser más o menos audaces, pero dentro de lo que me parece a mí que tienen una coherencia de lenguaje y de procedimiento”.

De tal modo al recrear el son en su obra pianística fue coherente consigo mismo y con el sentido de pertenencia cultural que siempre cultivó. Fue tejiendo la serie de Seis sones sencillos entre 1954 y 1964. Luego, en 1998, compuso el Son no. 7. En la memoria y la sensibilidad de Fariñas se habían instalado las huellas de compositores precedentes, Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, que desde la vanguardia habían hecho notables contribuciones a la plasmación de un nuevo y muy robusto estadío de la identidad cubana. Pero también, como recordamos, no estaba ajeno a los aires soneros que se respiraban en la cultura musical popular y, ¿por qué no?, en la gestualidad y el habla del cubano. Los sones de Fariñas se sitúan tanto al margen del folclor como de la sofisticación académica. Si hay que buscar un vínculo de parentesco, la brújula apuntaría tangencialmente a la obra de Carlos Borbolla (1902-1990), a quien Alejo Carpentier en La música en Cuba describió como “el caso más extraordinario de la música cubana contemporánea; todo es singular y digno de atención en este compositor: su formación, su trayectoria al margen de los itinerarios propuestos al artista criollo”.

La siempre recordada maestra Alicia Perea tuvo en altísima estima los sones de Fariñas, al incorporarlos a su repertorio y difundirlos en grabaciones y recitales. Más allá del piano, estas partituras hallaron particular resonancia tras el estreno en mayo de 1981 de la estupenda versión orquestal escrita por el director Gonzalo Romeu, estrenada por la Sinfónica Nacional.