Dos instantes inolvidables de Sergio Vitier teatral

Vivian Martínez Tabares
6/5/2016

Sergio Vitier supo como pocos traducir a una trama sonora el espíritu y la energía emotiva contenida en una trama dramática. Recuerdo como si fuera ayer la sensación de elocuente sentido que transmitía su música, él a la guitarra y al frente del grupo Oru, a la vista de los espectadores ante el proscenio izquierdo de la escena del Teatro Mella, en la Yerma de Roberto Blanco. Cómo cuerdas y percusión se engarzaban prodigiosamente con la acción para hacernos vibrar de gozo en la escena de las lavanderas, cuando un grupo de mujeres, sentadas en el suelo de cara a los espectadores, interactuaba con el enorme lienzo azul que era un río de aguas ondulantes y el escape de mil pasiones reprimidas. Ese instante es una de mis memorias emotivas más fuertes ligadas a mi experiencia como espectadora teatral, una sensación que conservo vívida casi 40 años después de haberla experimentado, como una conjunción perfecta de estímulos, un extraño sortilegio que aún hoy logra estremecerme.

Foto: Archivo La Jiribilla

 

Melodía y golpes de madera y cuero conjuntaban raíces hispanas y raigal cubanía, y la singular fusión era el interlocutor perfecto, para con la palabra hablada y la danza, develar el estallido del espíritu femenino —y humano— contra la esterilidad y por el amor y la pasión.

Recuerdo cómo con similar calado algunos años después, en 1993, Sergio nos regló otro prodigio sonoro en diálogo febril con el drama. En Manteca, junto a Alberto Pedro, Miriam Lezcano y los actores de Teatro Mio, hizo sangrar la cadencia del tema de Chano Pozo en medio de las circunstancias de encierro, y en la denodada lucha de los tres hermanos por construirse su propia utopía, a contrapelo del derrumbe.

En las sesiones de ensayo, muchas veces en penumbra de la sala de arriba del Teatro Bertolt Brecht —que aún no se llamaba Tito Junco por el notable actor, entonces presente—, cuando los apagones marcaron la tónica del discurso de la puesta, y luego en la temporada de estreno, colmada de público, la música de Sergio emergía palpitante entre los avatares de Pucho, Celestino y Dulce, en fecundo mano a mano con el gesto y el verbo, para revolvernos las tripas y marcarnos el alma.

Qué manera de entender la naturaleza de las tensiones y de captar el aliento profundo de una saga teatral. Sobre las tablas, la música de Sergio también sigue sonando.