El 19 de mayo y los deberes de Cuba con José Martí

Luis Toledo Sande
19/5/2020

Desde antes de que el 19 de mayo de 1895 Máximo Gómez intentara que José Martí no participase en el combate en que cayó, parece haberse fomentado la idea de que su lugar no estaba en el manejo de las armas. Mucho más útil que en la trinchera de piedras, podría serlo en la de ideas, pero él no rehuía la primera. Hasta la deseaba como confirmación de su voluntad combativa. En carta a Federico Henríquez y Carvajal del 25 de marzo de 1895, “en el pórtico de un gran deber”, escribió: “Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar”.

José Martí. Foto: Tomada de La Jiribilla
 

Al lamentar —hecho comprensible— la tragedia de Dos Ríos, ha pesado una conjetura: lo útil que habría sido para Cuba que Martí hubiese llegado vivo a la Asamblea en que se decidiría la organización política de la contienda. En esa reunión ¿a quién se le podía confiar con más razón que a él la guía de la República en Armas? En su carta póstuma a Manuel Mercado, el día antes de morir, testimonió que se encaminaba a esa Asamblea. Tras la escritura de ese texto nada probado se conoce que avale la suposición de que se había decidido —por las buenas o las malas “razones” que fuese y no cabe aquí valorar cumplidamente— su salida de Cuba. Pero, si la historia no puede prescindir de conjeturas, tampoco se ha de someter a ellas de manera irresponsable.

Para llegar a Cuba, Martí había tenido que vencer muchos obstáculos. Ya en suelo cubano, no había estructura alguna que pudiera obligarlo a partir. No, al menos, mientras no se realizara la que en carta del 30 de abril de 1895, en plena guerra, llamó “la Asamblea de Delegados de todo el pueblo cubano visible, para elegir el gobierno adecuado a las condiciones nacientes y expansivas de la revolución”.

Su decisión de estar presente en esa reunión se aprecia también en lo que se conoce de la entrevista de La Mejorana, del 5 de mayo de 1895, sobre la cual se ha especulado hasta incurrir en lo que Manuel Isidro Méndez, en Acerca de “La Mejorana” y “Dos Ríos”, llamó “suposiciones impropias”. A ello se ha referido el autor del presente texto en otros, como “Sobre la presencia de Antonio Maceo en el Diario de campaña de José Martí” —incluido en sus Ensayos sencillos con José Martí— y Cesto de llamas, biografía del fundador del Partido Revolucionario Cubano.

La indumentaria —a la que él podía estar habituado— que vestía mientras se hallaba en el campamento el día de su muerte, y que se ha interpretado como si aquellas tropas mambisas fueran un ejército regular con uniformes reglamentarios abundantes, han dado pábulo a la idea de que estaba presto a salir de Cuba. Demasiado sabía él lo importante de su presencia en el terreno de operaciones para abandonar tranquilamente la responsabilidad que había echado sobre sí.

Mucho menos estaría dispuesto a lanzarse al combate como un mero acto suicida por maledicencias que —además de no caracterizar la acogida general de que gozó por parte de las tropas mambisas— no le sonarían nuevas. Las tendría en mente al escribir la carta, fechada 13 de septiembre de 1892, que le entregó a Gómez consumando el proceso democrático de consulta entre jefes mambises para elegir al “encargado supremo del ramo de la guerra” en el Partido Revolucionario Cubano.

Aunque Gómez sería general en jefe del Ejército Libertador, el término “encargado” recuerda la originalidad con que Martí pensaba la revolución y, en ella, hasta los nombres de los cargos; empezando por el de “delegado” —con el que denominó la más alta posición en aquel Partido—, que se le confió por votación y ocupaba al caer en combate: solo podría replantearlo la proyectada Asamblea, que él concibió con signo profundamente democrático. A Gómez le dice en aquella carta lo que prueba su conocimiento del peso de las pasiones en obras de seres humanos: “Yo ofrezco a Vd., sin temor de negativa, este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”.

Sin menguar un ápice la admiración que merezca la estatua ecuestre —única de su tipo con que hasta hoy se le ha honrado, obra de Anna Hyatt Huntington, estadounidense— que lo muestra cayendo del caballo que montaba en Dos Ríos, una de las deudas cubanas con Martí es erigir otro monumento que lo muestre cabalgando en acto de arremeter, revólver en mano. En ese acto invitó al joven Ángel de la Guardia a seguirlo, con estas o parecidas palabras: “¡A la carga, joven!”. Ese es el gesto, no el mortal desplome, que lo mantiene enhiesto y sembrado en la historia.

El explicable, digno deseo de que no hubiera muerto tan tempranamente —es más: de que no muriese—, se le ha echado en cara, como un pecado, a Rubén Darío, que solo en Martí reconoció a su maestro. Pero tal deseo, lejos de extinguirse, ha llegado a nuestros días, pasando por estudiosos martianos como Juan Marinello y haciéndose sentir de alguna manera en todos los cubanos y las cubanas patriotas. Ha tenido eco en nadie menos que en Fidel Castro, aun siendo él también un ejemplo de combatiente a quien la conciencia de su importancia en la lucha no lo movió a evadir el peligro de la muerte. Basta leer las líneas que dedicó al tema en su sacudidor texto “El hermano Obama”.

El deseo mencionado se plasmó con acierto, si no de gramática, de espíritu, en una clave de arraigo popular que no se les debe regalar a los enemigos de la patria y de su héroe mayor: “Martí no debió de morir”. Era un deseo basado en que, con el héroe vivo, “otro gallo cantaría”. Una ilusión, si se quiere, porque no se debe descartar que Martí hubiera engrosado la nómina de las víctimas de homicidios cometidos por personeros o cómplices del imperio contra el cual combatió para impedir a tiempo su expansión. De ello da constancia su carta póstuma a Mercado, en la que expresó, de forma categórica, que ese era “su deber, y que todo cuanto había hecho, y haría”, era para cumplirlo.

Foto: Tomada de Juventud Rebelde
 

Cuando recientemente se produjo un acto vandálico contra la Embajada de Cuba en Washington, este articulista puso en duda que aquellos fueran disparos “aislados”. Tal vez el mercenario que perpetró el ataque lo hizo a título individual y sin que el imperio tuviera que invertir en él. Pero actuó influido por el odio que la propaganda al servicio del gobierno de los Estados Unidos cultiva de modo sañudo contra Cuba y su Revolución.

El apátrida cometió un acto simpático para el gobierno de los Estados Unidos; y a ese gobierno se le ha de seguir exigiendo que haga lo que debe hacer en cumplimiento de las leyes del derecho diplomático internacional, y de la decencia, que él no tiene. Pero sería ingenuo esperar que castigue un hecho que lo complace; es apenas un detalle dentro de su declarada y criminal agresividad contra Cuba, actitud que ha reforzado en medio de la pandemia, para ver si esta alcanza lo que no ha logrado el bloqueo —y ni los dos juntos conseguirán—: aplastar a la Revolución Cubana.

Más allá de lo simbólico —que ya sería mucho—, llega el hecho de que el delincuente, de nacionalidad cubana, deshonrase una bandera de su país natal y abrazara la del imperio, con muestras de pleitesía al césar. No cabe reducir a mera casualidad que uno de los disparos impactara la estatua de Martí. El ideario martiano —tesoro cuyo cultivo sigue siendo una de las grandes deudas que, felizmente atendida, tiene el pueblo cubano con su Apóstol— es fundamental para Cuba en la defensa de su soberanía.

Este país sigue amenazado con encono por las pretensiones de la poderosa nación que desde que se gestaba ya planeaba apoderarse de él; y empezó a lograrlo en 1898, como parte de la frustración temporal del proyecto martiano. Que la Revolución retomara ese proyecto, lo pusiera en camino de realidad y echara de Cuba a los imperialistas, no lo perdona la arrogante potencia.

Los ideales de Martí no se limitaban a la independencia de Cuba. Aspiraba a que ese logro contribuyese a impedir que los Estados Unidos se apoderasen de las Antillas y cayesen, “con esa fuerza más” —se glosa aquí su citada carta a Mercado— sobre nuestra América toda. Si esa nación conseguía su propósito, daría un paso firme hacia el desequilibrio mundial que buscaba en pos de hegemonía, ese era uno de los peligros que Martí se proponía frenar. Lo expresó no solo en aquella carta, sino también en otros textos, como “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, subtitulado “El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América”, y el Manifiesto de Montecristi.

Le sobraban razones para entender —de distintas maneras lo declaró en esas páginas y en otras— que quien se levantara con Cuba lo hacía para el mundo y para todos los tiempos. De ahí que en su citada carta a Federico Henríquez y Carvajal escribiera: “Yo alzaré el mundo”. Era cuestión de programa, no de logro individual.

Es asimismo deuda de Cuba con su héroe cultivar no solo valores políticos que afirmen el conocimiento de Martí por el pueblo. Igualmente lo es cuidar la espiritualidad, la belleza, la civilidad y todas las virtudes que él personificó y que fortalecen la lucha contra quienes se permitan injuriarlo de cualquier manera, ya sea con un tratamiento abyecto de su memoria, de sus textos o de íconos que lo recuerdan.

Estatua de Martí alcanzada por una bala durante el ataque reciente a la embajada cubana en Washington.
Foto: Internet

 

Las instituciones cubanas no deben pasar por alto hechos de tanta significación como que fotogramas de una película de los valores artísticos, históricos, ideológicos y éticos de Clandestinos, los usen bandidos que afrentan a Martí. Tan deplorable uso —que repudiaron con justa indignación familiares de mártires de la lucha clandestina— irrespeta a Cuba; empezando por los realizadores y patrocinadores de la citada película y, en primer lugar a su director, el eminente cineasta Fernando Pérez, quien tiene entre otros méritos el honor y la responsabilidad de haber hecho José Martí, el ojo del canario.

Activa debe estar toda la ciudadanía digna y patriótica en el cuidado de la herencia que Martí legó a Cuba y que no se agota en este país, pero en él cuenta con un depositario que, tanto como orgullo, debe tener y sentir por ese legado una profunda conciencia de responsabilidad. Aún más cuando el imperio refuerza sus planes para aplastar a la Revolución que le garantiza a Cuba su soberanía y los caminos para buscar su propio mejoramiento humano, la utilidad de su virtud y el desarrollo de un funcionamiento a la altura del propósito expresado por Martí en las Bases del Partido Revolucionario Cubano: “fundar”, en su patria, “un pueblo nuevo y de sincera democracia”.

Con esos términos evidenciaba su voluntad de que en Cuba se fraguara una sociedad diferente de la que él conoció en España, los Estados Unidos y países de la América Latina y el Caribe; diferente, en fin, de la que se había establecido, con distintas expresiones, en todo el mundo. El independentismo latinoamericano había incumplido un ideal que Martí definió claramente en el ensayo al que dio por título “Nuestra América”: “Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”. Ese reclamo, fundamental en el pensamiento de Martí, lo es también para los afanes socialistas de Cuba.

Se explica que el imperialismo y sus secuaces se empeñen en desfigurar el pensamiento de Martí, atribuirle dolosamente citas falsas o adulterar sus textos, e incluso mancillar de forma burda su imagen. Si pudieran, la borrarían del todo, o la reducirían a representaciones vacías de sentido sobre las cuales verterían, impunes, los bandidos la sangre de cerdo con que se autodefinen. Luchar contra esas injurias —y contra cualquier otra que agravie a Martí— se halla entre los compromisos del pueblo cubano, con el cuidado de la herencia que recibió de su héroe mayor y que ha de honrar cada día.

El primer deber es cultivar con esmero la sincera austeridad y la consumada vocación de sacrificio y honradez que él encarnó. La familia cubana tiene en eso una gran misión que cumplir, tanto más alta cuanto mayor sea su vínculo con el proyecto revolucionario; no solo porque el enemigo esté a la caza de torceduras para difundirlas y magnificarlas y, sobre todo, presto a inventarlas para desprestigiar a Cuba. La brújula es y ha de ser construir y perfeccionar, sin pausa y sin demoras, una sociedad que rinda tributo cotidiano al héroe que encarnó la justicia y echó su suerte con los pobres de la tierra.

Ninguna profanación interna o externa podrá mellar la inexpugnable integridad de José Martí, pero degradaría a su pueblo si este no se rebela dignamente contra el ultraje.