“…El tiempo es la sustancia de que estoy hecho…”
Jorge Luis Borges

La mujer es como la dama del ajedrez, que anda con pie de torre y mira con ojo de alfil. Siglos de patriarcado han desarrollado en ella una oblicua rectitud que sobrepasa al más capaz de los trebejistas, y una sutil fortaleza que seduce con el mismo poder que subyuga. Así, con esas armas secretas, se enfrenta Leonor a la vida y al arte, valga la redundancia.

Leonor Menes y Womancraft.

Recuerdo que, en 2014, hizo una exposición de pinturas dedicada al tiempo, cuyo título era El esqueleto invisible de las cosas. Un año más tarde, expuso la serie Natura pieza en el Taller Experimental de Gráfica de La Habana, conjunto de quince fotos y grabados que intentaba resaltar el lado femenino de la naturaleza. Ahora, como un río al que tributan aquellos afluentes, retoma ambos temas fundiendo pintura, grabado y fotografía en una sola propuesta.

Womancraft (El arte de ser mujer) es un rebaño de imágenes pastando enigmas en las praderas del sueño. Cada pieza, en la medida en que revela signos que velan sus significados, es un hallazgo y un misterio. ¿Códigos? ¡Son tantos, que no vale la pena adjudicarle uno! Cada quien que escoja el suyo. En definitiva, un cuadro habla sin lengua al espectador que escucha con ojos.

Formalmente, Leonor tiende a complejizar el objeto artístico mediante el dimensionamiento de la imagen. Ella, como muchos otros artistas contemporáneos, coloca su objeto en, entre y más allá de las disciplinas. La pintura, la fotografía y el grabado —que son las artes que invoca en este caso— parecen aspirar a cierta visión escultural y, más que eso, a una dinámica propia del teatro o del cine. De ahí la profusión de elementos matéricos, como semillas, cristales, hojas, trozos de madera y piedras, así como la búsqueda a toda costa del movimiento. Esto hace que las dimensiones de la imagen se multipliquen, por lo que el plano deviene espacio, y el espacio, universo. Cada cuadro, cada grabado, cada fotografía es un jirón del devenir que la artista rasga, recorta, reensambla, pega. Leonor edita los fotogramas de su vida del mismo modo que Tarkovski esculpió el tiempo en El espejo.

Y es en este hecho —el de esculpir el tiempo, a partir de un enfoque complejo— donde se revela una de las claves conceptuales de Womancraft.

Una mujer se desnuda, y queda un cuerpo; desnuda su cuerpo, y queda un alma; desnuda su alma, y queda un tiempo. Eso somos: tiempo coagulado. Nadie lo sabe mejor que una mujer, y nadie mejor que ella puede revelarlo.

Womancraft (El arte de ser mujer) es un rebaño de imágenes pastando enigmas en las praderas del sueño. Cada pieza, en la medida en que revela signos que velan sus significados, es un hallazgo y un misterio.

Durante milenios, cuando el hombre salía de caza, la mujer quedaba al cuidado de la casa. Mientras él aprendía a descifrar infinitos laberintos espaciales, ella dialogaba en silencio con las eternas espirales del tiempo. Por eso él aprendió la ciencia de orientarse, y ella, el arte de fluir. Él quedó hecho de lugares y nombres; ella, de minutos y horas.

¿Acaso es Adán (arcilla, en hebreo) una metonimia del espacio? ¿Acaso Eva (similar a Evo, que, en latín, es duración, vida), una metáfora del tiempo? ¿Acaso Adán se desplaza mientras Eva transcurre?

Una suposición como esta me enfrenta al libro preferido de Leonor: Alicia en el país de las maravillas, texto que, a propósito, conoce de memoria. Allí, en el capítulo VII “A mad tea-party”, el Sombrerero loco dice: “If you knew Time as well as I do (…) you wouldn’t talk about wasting it. It’s him”. I beg your pardon, Mr. Carroll, but Time is not him either, it’s her. [1]

El arte de ser mujer, por tanto, es el oficio de ser tiempo. Tiempo sólido como una torre y transversal como un alfil; tiempo implacable como esa dama poderosa que, en el instante postrer de la vida, nos acorrala en una esquina del tablero, nos da jaque y nos mata.


Notas:

[1] En la edición cubana de 1973, se traduce: “Si conocieras al Tiempo tan bien como yo (…) no hablarías de perderlo. El tiempo es alguien” (p. 96). Esa justamente es la idea del inglés: el tiempo no es algo, es alguien. Solo que ese “alguien”, para Carroll, es masculino y, para mí, no. Por eso le acoto: Discúlpeme, señor Carroll, pero el Tiempo tampoco es él sino ella.

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