La esencia mitologizadora de la modernidad capitalista ya fue denunciada por Adorno y Horkheimer en los años cuarenta del siglo XX. Esta necesidad del sistema es resultado de la agudización creciente de las contradicciones que le son inherentes. Los mitos son la forma de explicar y justificar la condición de un orden social que se parece cada vez menos al ideal liberal que lo engendró y cada vez más a las distopías de control dictatorial que nos ha legado la literatura.

Ante la incapacidad del sistema para dar respuesta efectiva a las profundas contradicciones que lo aquejan, sus ideólogos apelan a respuestas esencialmente de esta naturaleza. Es el caso del denominado Gran Reseteo, fórmula cacareada en importantes espacios de articulación económica y que cuenta con el beneplácito de los organismos sobre los cuáles descansa la arquitectura financiera y política del capitalismo contemporáneo.

La esencia mitologizadora de la modernidad capitalista ya fue denunciada por Adorno y Horkheimer en los años cuarenta del siglo XX.

Dicha arquitectura fue edificada por el imperialismo norteamericano luego de la Segunda Guerra Mundial y tiene en los denominados “Acuerdos de Bretton Woods” su acta de nacimiento. El “multilateralismo” comercial, financiero y político del mundo actual es resultado de la imposición por parte de los Estados Unidos de sus intereses a los países reunidos en el complejo hotelero de Bretton Woods, en New Hampshire, del 1ro. al 22 de julio de 1944, lo cual explica el fallo de muchos de estos órganos, incluyendo las propias Naciones Unidas, para ser cabalmente multilaterales en numerosas circunstancias.

Esta nueva fórmula ideológica del Gran Reseteo sostiene que es posible reiniciar el capitalismo, esta vez desde un enfoque más humano y ecológico, como si las relaciones sociales de producción que sustentan a cualquier sistema pudieran modificarse así, tan fácilmente. Todo el supuesto descansa, implícitamente, en el mito de las bondades originales del capitalismo, a las cuáles es posible regresar renunciando a la otra cara dialéctica de ese desarrollo.

La gran ironía es que esta nueva ilusión emerge en un contexto donde hacen agua muchas de las restantes ilusiones de la modernidad, y se pone en evidencia la esencia descarnada y brutal del sistema. La pandemia expuso el precio de la precarización sostenida de los sistemas de salud globales como resultado de décadas de neoliberalismo, la verdadera naturaleza de las grandes farmacéuticas y de los gobiernos más poderosos, que no dudaron en aprovechar las grandes asimetrías existentes incluso entre países que denominamos desarrollados para acaparar vacunas y material sanitario muchas veces por encima de sus necesidades reales.

El capitalismo contemporáneo sigue nutriéndose de amplias regiones del mundo subordinado, entonces colonial y hoy subdesarrollado.

Todo esto configura un entorno general de crisis que, mirado desde un punto de vista revolucionario, pudiera resultar provechoso para empujar un poco más hasta el límite las contradicciones del sistema. En la historia las crisis son parteras siempre de lo nuevo. Fue precisamente la profunda crisis en que estaba sumida la Rusia zarista en 1917 la que posibilitó el triunfo de la revolución bolchevique.

El capitalismo contemporáneo, como ha hecho desde sus primeros pasos en el temprano siglo XV, sigue nutriéndose de amplias regiones del mundo subordinado, entonces colonial y hoy subdesarrollado (léase en la mayor parte de los casos neocolonial). Una de sus grandes contradicciones es que el estado de bienestar de la clase media que se edificó en la segunda postguerra en las nacionales industriales más avanzadas de Occidente, entre otras cosas como barrera de contención ante el comunismo, se ha visto deteriorado y comprometido por décadas de políticas neoliberales.

De la crisis de esa clase media se nutre la reemergencia de la extrema derecha y el fascismo a escala internacional. La desestabilización del sistema puede implicar tanto su superación revolucionaria como la instauración de un régimen profundamente reaccionario donde se acentúe mucho de lo más brutal e inhumano que el capitalismo puede producir. Y la opción reaccionaria no resulta tan descabellada en sociedades bombardeadas por un anticomunismo visceral, donde esta opción de superación revolucionaria por la izquierda queda totalmente excluida de la conciencia de sectores sociales cada vez más enojados e insatisfechos con el orden de cosas imperante.

En este panorama es preciso asumir un nuevo enfoque, uno que trascienda al capitalismo y sus mecanismos de ajuste y estabilización.

Es preciso, ante todo, volver a colocar la opción revolucionaria en la conciencia popular, en la visión del mundo de las clases desposeídas, aquellos sobre quienes descansa el verdadero costo del desarrollo. En este sentido se deben excluir y combatir las fórmulas reformistas y apaciguadoras. El reformismo socialdemócrata está en bancarrota desde hace más de un siglo y carece de un programa real de transformación del orden imperante. Su programa se reduce, en lo esencial, a resolver las problemáticas sociales más evidentes dejando intactas las relaciones de producción que las engendran.

Los intelectuales revolucionarios debemos servir al proletariado, que no es solo el proletariado fabril, sino todo aquel que no posee otra cosa que su fuerza de trabajo física e intelectual como única mercancía.

Se debe ver la crisis como un espacio para la oportunidad. Antonio Gramsci definía la crisis como el momento en que lo viejo está muriendo y lo nuevo aún no ha acabado de nacer. Es común que en un momento tan complejo confluyan todos los síntomas, los de la decadencia y aquellos que pueden ser la cura del organismo. La labor de un intelectual revolucionario en estas circunstancias es darle voz y armas conceptuales a aquello que está naciendo. Es favorecer su nacimiento abonando un terreno fuerte donde lo nuevo pueda crecer sano y vigoroso.

La Ilustración francesa del siglo XVIII desempeñó un papel similar en beneficio de la burguesía. Ellos forjaron las armas conceptuales con las cuales la nueva clase expresó y explicó su dominación. Los intelectuales revolucionarios de hoy debemos hacer lo mismo al servicio del proletariado. No de ese concepto chato de proletariado entendido solo como proletariado fabril, sino en la acepción amplia de todo aquel que no posee otra cosa que su fuerza de trabajo física e intelectual como única mercancía que debe vender para poder sobrevivir en un mundo dominado por lo mercantil.

En el complejo escenario actual no necesitamos resetear el capitalismo, necesitamos superarlo.

Es preciso también, para poder interpretar los retos de la realidad, trascender las nociones vulgares (entendiendo este término en sentido filosófico) de la economía y los economistas, sobre todo los tecnócratas adulones del mercado, y volver a la fuente viva y vigorosa de la economía política. A un enfoque que trascienda lo aparente y vaya a las esencias. Que sea capaz de ir más allá de lo meramente utilitario para llegar a una visión más rica y complejizadora de las relaciones humanas de producción y distribución de la riqueza. Solo un enfoque de esta naturaleza podrá llevar a planteamientos propositivos, realmente transformadores y no a meras fórmulas productivas para aumentar las utilidades.

En el complejo escenario actual no necesitamos resetear el capitalismo, necesitamos superarlo. Debemos renegar de las ilusiones que el régimen crea para ocultar sus verdaderas esencias y denunciar su rostro más deforme y abyecto. El reto es aún mayor cuando comprendemos que, de continuar con los patrones absurdos de consumo y sobreexplotación del planeta, corre peligro la supervivencia de la especie humana y de la vida tal y como la conocemos. La tarea del pensamiento crítico resulta cada vez más urgente.

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