Imponentes y majestuosos, el lucernario y el zodiaco dan la bienvenida a los visitantes, usuarios y trabajadores de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí (BNCJM). Únicas en su estilo, atrayentes como verdaderas obras maestras del arte de la vidriería, ambas piezas cumplen en la arquitectura funcional del edificio un doble propósito: forman parte de la iluminación natural interior por refracción de la luz y, al mismo tiempo, constituyen un sello de identidad iconográfico de esta magna institución. Sin embargo, poco se ha hablado del origen de estas obras, su valor artístico y, sobre todo, el profundo mensaje simbólico que encierran, más allá de su funcionalidad arquitectónica y estética.

Pero como no hay obra sin artista, antes de adentrarnos en las particularidades del lucernario y el zodiaco, es imprescindible hablar de su creador: el maestro vidriero francés Auguste Labouret (1871-1964). Nació el 20 de marzo de 1871 en Laon, ciudad capital de la provincia de Aiste, al norte de Francia. Vástago de una familia de abogados y notarios, rompió con la tradición familiar al tomar el camino de las artes. Para ello matriculó en la École nationale supérieure des Beaux-Arts (ENSBA). Como complemento a sus estudios tomó lecciones en cursos de la Escuela del Louvre, la Academia Juliana y en la academia del escultor italiano Filippo Colarossi.

En 1902 abrió su propio taller en la rue du Cherche-Midi, en París, lugar en el que trabajó indistintamente, durante más de 60 años, como maestro y restaurador de vidriería y mosaicos. En 1906 se casó con Jeanne Sauer. Dos años después nació su hija Claire, que posteriormente seguirá el oficio de su padre. En 1913 Labouret trabajó como oficial de Instrucción Pública. En 1919, se le encargó escribir un informe sobre el estado de las vidrieras en Francia y participó en la reconstrucción y restauración de edificios públicos y religiosos que quedaron afectados tras la primera Guerra Mundial. Esto le dio la posibilidad de trabajar con los mejores arquitectos del Art Decó de su tiempo en Francia, estilo arquitectónico de gran influencia en ese país durante la posguerra. De modo que la firma de Labouret comenzó a estar presente en los mosaicos y vitrales de múltiples edificios públicos (en Saint-Quentin, Lens, Tergnier), pero sus obras más relevantes hay que buscarlas en las iglesias: Saint-Louis de Grenay, Saint Oudile, Sainte-Eugénie y la Chapelle du Bon-Sauveur de Picauville.

Se especializó en las decoraciones luminosas, donde primaban la abstracción y la figura humana, utilizando ladrillos de vidrio tallado con cinceles, combinados con cemento y mármol, unidos con juntas de expansión de cobre, o aluminio. Tras el desarrollo y consolidación de esta técnica, en 1933 presentó en París la Patente No. 756065 para vidrieras compuestas con vidrio y losa de cemento, lo cual fue novedoso en el mundo de la vidriería de aquellos días.

En 1937, fue presidente de la clase de vitrales para la Exposición Universal de París. Para esa época Labouret no solo era considerado un maestro en el arte de la vidriería y el mosaico, sino que también era respetado como innovador, inventor y teórico en esta disciplina de las bellas artes. Uno de los secretos del alto grado de maestría alcanzado por Labouret en su oficio era que no rechazaba ningún trabajo, para él no había obra grande ni pequeña, asumía cada encargo con la misma prestancia y ética profesional. Esta diversificación de su obra le permitió desarrollar y perfeccionar la técnica del cristal facetado, que hoy día continúa siendo referencia obligatoria para aquellos que incursionan en el universo artístico del vitral y el mosaico.

En 1938 se le otorgó la orden de Caballero de la Legión de Honor. Ese mismo año recibió el encargo que sería la obra maestra de su vida: la construcción de los vitrales de la Basílica de Santa Ana de Beaupré, en Canadá. En 1940 dejó el taller a cargo de su hija Claire, y partió a Norteamérica para trabajar en la construcción de 240 piezas de vitral, que abarcaron unos 2 600 m2.

Lucernario de la BNJM. Foto: Tomada por la Escuela de Fotografía Creativa de La Habana

Esta obra monumental de la Catedral de Santa Ana hizo que la década de 1950 fuera de gran relevancia para el maestro vidriero francés. Fue recibido con gran notoriedad en Nueva York, Cincinnati y Filadelfia. Tuvo solicitudes de trabajo en Inglaterra, Italia, Alemania, Bélgica, Portugal y España, también en Sudáfrica, América del Norte y América Central.

En 1961, Labouret cerró su taller y se trasladó a una villa en Crozon, una comuna situada en la Bretaña francesa, con hermosas vistas de sus costas al Atlántico. Allí pasó sus últimos días hasta su deceso el 13 de febrero de 1964, a la venerable edad de 94 años.

Cuba fue uno de los pocos países de nuestra área geográfica que tuvo el privilegio de contar con la obra de Labouret. Por esas afortunadas confluencias de la historia, el período de esplendor profesional del maestro vidriero francés coincidió con la construcción del actual edificio de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, cuya primera piedra se colocó el 28 de enero de 1952, y quedó concluido en 1957, aunque su inauguración oficial tuvo lugar del 21 al 24 de febrero de 1958. Su diseño arquitectónico y construcción estuvieron a cargo del famoso dúo de arquitectos Evelio Govantes Fuertes y Félix Cabarrocas Ayala, quienes, en la década del veinte del pasado siglo, fundaron la firma Govantes y Cabarrocas. Arquitectos, cuya rubrica aún puede encontrarse en grandes edificaciones de la ciudad de La Habana.

Hasta el momento, no se han encontrado documentos que puedan dar fe de cómo y bajo qué circunstancias los arquitectos Govantes y Cabarrocas, establecieron contacto con el trabajo de Auguste Labouret. La documentación encontrada al respecto solo nos revela que el 23 de marzo de 1953 la Junta de Patronos de la Biblioteca Nacional de Cuba emitió un informe a las Asociaciones de Hacendados y Colonos, quienes eran contribuyentes del proyecto arquitectónico del edificio, donde se menciona que “el lucernario, puerta principal y ventanal, fue ejecutado por el Atelier Labouret de París (obra original y única en América, hasta ese momento)”.[1] Mediante este dato podemos afirmar que antes de 1953, Govantes y Cabarrocas, no solo tenían conocimiento del trabajo de Labouret, sino que habían establecido contacto con él. Por esa misma fecha, el dúo de arquitectos entregó el proyecto definitivo de construcción al presidente de la Junta de Patronos de la Biblioteca Nacional, el Dr. Emeterio Santovenia. En la página once de dicho proyecto aparece contemplada la fabricación de un lucernario de aluminio y cristales en el vestíbulo, con un precio de ejecución de 14 000 pesos. Otra información importante, que se desprende de ambos documentos, es que el lucernario y el zodiaco formaban parte del diseño original del edificio.

“Cuba fue uno de los pocos países de nuestra área geográfica que tuvo el privilegio de contar con la obra de Labouret”.

La Revista de la Biblioteca Nacional José Martí en su edición correspondiente a los meses de octubre-diciembre de 1957, estuvo dedicada a la víspera de la inauguración del moderno edificio. Dentro de los detalles de la construcción que sacó a la luz pública mencionó a la “Galería Labouret de París” [2] como la constructora del lucernario y el zodiaco, a este último con posterioridad se le comenzaría a llamar “La Minerva”, por la prominente figura de la diosa latina de la sabiduría en el centro de la pieza.

Hasta aquí las fuentes y la documentación que hemos podido manejar sobre cómo llegó esta obra de Labouret a Cuba. Pasemos ahora al tema que nos ocupa. Habíamos dicho que estas piezas magistrales de la vidriería facetada encierran un profundo mensaje simbólico. La explicación a esta afirmación está encerrada en la propia naturaleza de estas piezas, su valor trascendente y el lugar especial que ocupan dentro de la estructura del edifico.

Comencemos por el lucernario como objeto. Aunque en la arquitectura moderna los lucernarios son elementos que combinan la decoración con el aprovechamiento de fuentes de luz natural o artificial, tienen su origen en las catacumbas de Roma. Estas galerías subterráneas eran el lugar donde los primeros cristianos tenían que celebrar sus cultos y ritos. Dado que, en los dos primeros siglos de nuestra Era, el cristianismo no gozaba de popularidad en el Imperio Romano, las catacumbas se convirtieron, por necesidad, en templos para los primeros seguidores de Jesús, llamado el Cristo. En dichas catacumbas, el lucernario no era más que una abertura en el techo de las galerías, generalmente ubicada donde la luz solar incidía con mayor intensidad, para su mejor aprovechamiento.

Como los primeros cultos cristianos tuvieron que celebrarse por largo tiempo en penumbras, la luz cobró una gran importancia simbólica. A esto se unen las significativas analogías sobre la luz y las tinieblas que aparecen en los evangelios y las epístolas paulinas. Por ello, cuando el cristianismo pudo tener sus propios templos, no olvidó el lucernario como parte de su patrimonio arquitectónico y espiritual. En la actualidad, en los templos cristianos que poseen en su estructura un lucernario, este suele estar ubicado sobre el altar principal o mayor, para que la luz incida de manera preponderante.

Pero la Biblioteca Nacional, tanto en su estructura como en su objeto social, no es una edificación de carácter religioso, sino laico. Por otra parte, el lucernario está ubicado en el vestíbulo, un lugar común y de tránsito ordinario dentro del edificio. Siendo así, en una mirada superficial, el lucernario no pasaría de ser una mezcla de vitral y claraboya de doce metros de diámetro, dividida en veinte paneles manufacturados con gran belleza artística por el trabajo que exhibe.

Sin embargo, ante la figura del zodiaco, el lucernario recobra su profundo significado espiritual en los templos cristianos. No solo por la simbiosis estructural y artística de ambas piezas, sino también por el hecho de que los zodiacos como motivos constructivos tuvieron su apogeo en la arquitectura gótica, movimiento artístico que, durante los siglos XII y XIV se destacó por sus espectaculares construcciones civiles y religiosas.

“¿Acaso Govantes y Cabarrocas, al igual que los antiguos arquitectos góticos, tenían la intención de que el visitante sintiera que había llegado a un lugar sagrado?”

Entre las obras monumentales del arte gótico están las catedrales cristianas. Estos edificios tenían que cumplir un propósito fundamental: que el cristiano medieval, una vez que entraba a la catedral, fuera consciente de que dejaba atrás el mundo ordinario y secular, y penetraba en una representación viva, aunque terrenal, del mundo espiritual e intangible de Dios. También debía comprender su pequeñez ante la vastedad divina, su lugar en el drama cósmico entre el Creador y sus criaturas y, al mismo tiempo, saber que tenía que lidiar con fuerzas espirituales, positivas y negativas.  

Para viabilizar esta comprensión en mentes prácticamente iletradas, dichas potencias y fuerzas eran representadas bajo toda una profusión de símbolos, cuidadosamente labrados dentro y fuera del edifico catedralicio. Para ello, los arquitectos de la época tomaron en cuenta un gran conjunto de imágenes simbólicas que había heredado el cristianismo en su paso por Europa y el Medio Oriente, sobre todo después de las Cruzadas. De ahí que, en las catedrales góticas, aunque eran un templo cristiano, sus estructuras reflejan visualmente una pluralidad de conocimientos de carácter místico. Las imágenes de Cristo, los santos y las santas, están amalgamadas con figuras repulsivas y deformes, alegóricas a los vicios, las bajezas del alma y criaturas demoniacas. Dentro de esta gama de elementos tomados en cuenta por los arquitectos de las catedrales, están los signos astrológicos.

¿Qué papel jugaban los zodiacos en las antiguas catedrales cristianas? La Europa medieval y del renacimiento, a través de la cultura grecolatina, había heredado la matemática de los judíos y los árabes, y la astronomía de los babilónicos y los hindúes. Como en aquella época aún no existía la actual escisión entre astronomía y astrología, ambas materias convivían fusionadas en el escolasticismo medieval. De modo que los signos del zodiaco, además de ser utilizados en las prácticas adivinatorias astrológicas, comenzaron a cumplir la función de calendarios, y las catedrales fueron un lugar privilegiado para ello. Así, de una forma artística y alegórica, los feligreses recibían información de carácter meteorológico, y podían estar atentos a las estaciones, calcular las jornadas de trabajo, entre otras funciones cívicas.

De tal forma que el zodiaco, o alegorías a este, se convirtieron en motivos comunes en la arquitectura religiosa cristiana. Aún hoy día puede vérselos esculpidos en los pórticos de las catedrales. Tal es el caso de los frisos del Portal de San Fermín, en la catedral de Amiens, o exhibidos en los vitrales, como en la Catedral de Chartres, en Francia. Una alegoría a esta figura son los famosos rosetones en las fachadas de las iglesias, sobre todo en aquellas de estilo neogótico. 

Pero, como ya hemos dicho antes, la Biblioteca Nacional no es un templo cristiano, sin embargo, el edificio ostenta un lucernario y un zodiaco. En este punto cabe hacerse una pregunta, ¿acaso Govantes y Cabarrocas, al igual que los antiguos arquitectos góticos, tenían la intención de que el visitante sintiera que había llegado a un lugar sagrado?

La ubicación del zodiaco en la construcción del edificio es la que aporta el primer elemento para responder a la interrogante anterior. Este descansa entre dos columnas del pórtico de entrada a la Biblioteca. En la actualidad, además de las catedrales góticas y neogóticas, las únicas construcciones que ostentan un zodiaco entre las dos columnas de su fachada son las logias masónicas. Un ejemplo de ello lo tenemos en el edificio del templo masónico la Gran Logia de Cuba. La diferencia entre los pórticos de ambos edificios es que el zodiaco de la Gran Logia de Cuba se encuentra en la parte de afuera y el de la Biblioteca Nacional es visible solo desde su interior.

Entrada de la biblioteca.

En la historiografía masónica más preclara, existe el consenso de que los orígenes de la masonería y las logias masónicas datan de los gremios de albañiles en Francia e Inglaterra. Estos grupos se caracterizaban por guardar con mucho celo el conocimiento y la información de las técnicas que dominaban, y solo las transmitían a sus aprendices. Este sistema de transmisión secreta del conocimiento fue clave en la supervivencia económica y social de los gremios de constructores en la Edad Media y el Renacimiento.

Con el paso de los años, en la medida en que estos gremios fueron adquiriendo reputación y recursos, evolucionaron a formas más complejas de pensamiento, lo cual influyó en la composición de su estructura. Además de ser herederos y artífices del simbolismo teológico cristiano medieval, incluyeron varios saberes de orden metafísico, mezclados con enseñanzas y principios extraídos del gnosticismo, la mística judía y árabe. Esto trajo como consecuencia que los gremios se transformaran en Logias de Albañiles, o, como se les conoce en la actualidad: Logias Masónicas.

Entre los símbolos que atesoraron, está el zodiaco, el cual suele colocarse sobre las dos columnas típicas de la arquitectura masónica. Para los masones, entre otros significados más profundos, los zodiacos constituyen una representación de la sabiduría divina del Gran Arquitecto del Universo (GADU). Precisamente, en muchas logias masónicas, las dos columnas de entrada sobre las cuales suele asentarse el zodiaco, significan el equilibrio y la fuerza, y marcan el paso de aquellos que salen de las tinieblas de la ignorancia, para entrar en la luz de la sabiduría a través de la iniciación. Para ello, el iniciado masón deberá construir el edifico moral de su vida desde la base más simple, e ir ascendiendo, en la medida de sus posibilidades, en una escala de grados de conocimiento con el fin de crecer en virtudes morales y espirituales.  

“…el lucernario recibe al que ha penetrado, revelándole de manera hermosa y sutil que el conocimiento es la luz fundamental que guía los derroteros de la humanidad”.

Esta misma lógica simbólica zodiacal se repite en la entrada de la Biblioteca Nacional. La persona que entra, traspasa las dos columnas, el umbral del iniciado, entra en un salón hexagonal, cifra numerológica que hace alusión al infinito. Una vez traspasado el umbral, el lucernario ilumina desde lo alto al recién llegado. En la época medieval, las bibliotecas estaban en las abadías cristianas, y no todos tenían acceso al conocimiento que atesoraba, pero hoy en día todo aquel que lo desee, y esté facultado, puede acceder a ello. Así, democráticamente, el lucernario recibe al que ha penetrado, revelándole de manera hermosa y sutil que el conocimiento es la luz fundamental que guía los derroteros de la humanidad. Pero el conocimiento, si no se convierte en sabiduría, se vuelve insano y nocivo. De ahí que las distintas artes y oficios representados en el lucernario tengan una rica combinación con la diosa Minerva, figura central del zodiaco. Minerva era la diosa de la sabiduría y el buen consejo en el panteón religioso greco-latino. Su figura ha sido bien difundida a través de las artes plásticas, escultóricas, la literatura y el cine. En un zodiaco tradicional, la figura central es el sol, pero aquí el artista eligió a la diosa de la sabiduría por centro. De modo que la sabiduría se transforma en la luz que ilumina a los que entran a la Biblioteca, complementando la labor del lucernario. Por otra parte, sus figuras se combinan con el tiempo, representado en un reloj de arena en el centro de un hexágono y rodeado por una circunferencia, de la cual parten todas las artes e industrias humanas que se conocían hace poco más de sesenta años. Esta hermosa metáfora visual apunta hacia el tiempo como símbolo de que el estudio y la investigación en busca del conocimiento implica madurez, paciencia y perseverancia.

Otro detalle en cuanto al zodiaco, es que este solo puede apreciarse desde el interior del edificio. Desde afuera, su visibilidad es casi nula, y carente de atractivo, debido a que está completamente opaco. Pero no solo eso, para disfrutarlo en todo su esplendor, además de entrar a la Biblioteca, la persona tiene que subir hasta el tercer piso, donde la luz solar proveniente del este penetra a través de los cristales de la fachada trasera del edificio, viaja por el pasillo y se refleja en los cristales facetados, ofreciendo así todo el conjunto zodiacal. El mensaje es muy claro: conocer es también elevarse y crecer.

“El zodiaco y el lucernario, en su profunda intimidad estética, reafirman la condición de la Biblioteca Nacional como catedral del conocimiento”.

Los elementos que hemos expuesto con anterioridad lo confirman: La prestigiosa firma de arquitectos que edificó el actual edificio de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, quería que todo aquel que entrara a la Biblioteca por la puerta principal, tuviera la impresión sutil de que había cruzado un umbral, que había pasado del mundo ordinario a un templo. Pero, ¿a qué clase de templo? A uno consagrado al conocimiento y la sabiduría, cuyo fin no solo es el desarrollo de las habilidades y de los conocimientos humanos, sino también el de la trascendencia espiritual a través de la sabiduría.

El zodiaco y el lucernario, en su profunda intimidad estética, reafirman la condición de la Biblioteca Nacional como catedral del conocimiento. Pero no solo de un conocimiento filosófico, o científico de frialdad matemática, sino también espiritual y trascendente. Un conocimiento íntegro, que ayude al ser humano a obtener respuestas a sus múltiples interrogantes, sin importar cuán incomprensibles estas puedan ser a veces; en especial aquellas preguntas relacionadas con el tiempo histórico que a cada persona le toca vivir. De este modo, mujeres y hombres, en el duro trabajo de trascenderse a sí mismos en cada etapa de su vida, cruzan límites insospechados, abren puertas que habían permanecido cerradas, se arriesgan a forjar nuevos caminos, siendo todo ello uno de los más grandes legados de la existencia humana, y la herencia más noble para garantizar nuestra continuidad como especie. 


Notas:

[1] Informe a las Asociaciones de Hacendados y Colonos sobre la Biblioteca Nacional José Martí, 1953. Archivo de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí.

[2] Revista de la Biblioteca Nacional de Cuba, año III, no. 4, oct-dic., 1957 (Pág. 14).

Bibliografía consultada:

  1. Aguirre, Yolanda: Vidriería Cubana. Lucetas y óculos de La Habana Vieja. Ed. Arte y sociedad/ Instituto Cubano del Libro. La Habana, 1971.
  2. Almeida, Aurelio: El consultor del masón, tom. I, Madrid, 1883.
  3. Clavel, F. T. B.: Historia pintoresca de la francmasonería y de las sociedades secretas antiguas y modernas. Publisher, Imp. de la Sociedad de Operarios del mismo Arte, Madrid, 1847.
  4. Documentos del Archivo de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí.
  5. De las Cuevas Toraya, Juan: 500 años de construcciones en Cuba. Ed. D.V. Chavín, Servicios Gráficos y Editoriales, S.L., Madrid, 2001.
  6. Ecco, Humberto: El nombre de la rosa, Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1983.
  7. Fulcanelli: El misterio de las catedrales. Colección: Ensayo Filosofía. Barcelona, 2003.
  8. Grodeki, Louis: The Stained Glass of french churches, Les Edition Lu Chene, París, 1948.
  9. Jantzen, Hans: La arquitectura gótica. Ed. Nueva Visión. Buenos Aires, 1972.
  10. Kelly, John J.: Arquitectura religiosa de La Habana en el siglo XX. La Habana, 1955.
  11. Lloga, Rolando: “La Biblioteca Nacional: expresión y funcionalidad arquitectónica” en revista A Mano. La Habana, 2016. (Págs. 49-51).
  12. Martín, María E.: La Habana. Guía de Arquitectura. (S/E).
  13. Rafols, José Francisco: Arquitectura de La Edad Media. Ed. Amaltea, Barcelona, 1944.
  14. Rodriguez, Eduardo Luis: La arquitectura del Movimiento Moderno. Selección de Obras del Registro Nacional. Ediciones Unión, La Habana, 2011.
  15. Revista de la Biblioteca Nacional de Cuba, año III, no. 4, oct-dic., 1957.
  16. Servier, Jean: Diccionario AKAL crítico del esoterismo. Ed. AKAL, Madrid, 2016.
  17. Torres Cuevas, Eduardo: Historia de la masonería cubana. Seis ensayos. Ediciones Imagen Contemporánea, La Habana, 2013.