El maltrato contaminante

Laidi Fernández de Juan
4/10/2017

Así como somos profundamente solidarios con quienes nos necesitan, el trato que recibimos entre nosotros en  el área de los servicios es malo. Pudiera creerse que la costumbre de no ser afable con la clientela que acude a una tienda, a un restorán, a una oficina de trámites, se debe a que el oficiante (vendedora, camarero, tramitador, etc.) recibe el mismo salario (además, insuficiente) haga lo que haga— sonría o se muestre disgustado, reciba con delicadeza al visitante, o, por el contrario, haga una mueca—, pero no es esa la razón, o al menos, no la única.


“No es justo generalizar: hay sitios en los que sentimos verdadera amabilidad”. Foto: Internet

 

En fecha tan distante como los años 30 del siglo pasado, Jorge Mañach, brillante estudioso de nuestro sentido del choteo, señaló que el cubano es “parejero” por naturaleza. La generación de nuestros padres utilizaba este vocablo para referirse a un niño o niña que adoptaba postura, lenguaje y actitud de adulto. Se decía, por ejemplo “Qué parejera está la niña, pintándose los labios”, pero está claro que ese no era el significado que le otorgaba Mañach, y que viene a colación con el tema de hoy. “Parejero” proviene de “parejo”, y —puntualizaba el autor de Indagación del choteo— “El cubano no es jerárquico. Jerarquía significa escala de valores, y, por consiguiente, respetos. El cubano es uniformador, igualitario, es “parejero”, allanador de todas las distancias”.

En otras palabras: Nos gusta tratar de tú al ministro; palmear la espalda del irlandés que nos visita; masticar un pedazo de pan frente al Embajador de Noruega; sonarnos la nariz delante de la Notaria;  y decirle “¿Qué hubo?” al neurocirujano que nos recibe en la consulta.

Nos gusta sentirnos “parejos”, y eso, claro está, no siempre resulta conveniente ni educado. Si trasladamos ese anhelo de parejería al área de los servicios, tal vez se explique por qué, a quien debe servirnos un plato de comida o una malta, le molesta, le irrita su condición de no ser “parejo” en ese momento. Cierto sentimiento de inferioridad le impide ser cortés. Y si llevamos esta incómoda posición al tema de las retribuciones monetarias, hasta parece comprensible, algo así como “¿Por qué ser amable, si al final del día apenas recibiré centavos?”. El tema del poder adquisitivo, crucial como es lógico, no basta, sin embargo, para encontrar explicación al mal trato.

Actualmente, proliferan negocios que por no llamarse “privados”, reciben el calificativo de “por cuentapropia”, y hasta ellos llega, aunque en menor escala, el fastidio del dependiente, de la camarera, de quien debe atender a un cliente. Si solo se tratara de una cuestión monetaria, queda claro que en estos nuevos negocios, el trato debiera ser considerablemente mejor, ya que el salario es proporcionalmente mayor. Si bien esto se aprecia en muchos de los restoranes regidos por cuentapropistas, no sucede en todos, por lo cual, la teoría del dinero se tambalea. Y volvemos a la parejería. Mucho se ha hablado del maltrato en centros estatales, aunque no es justo generalizar: hay sitios en los que sentimos verdadera amabilidad.

Lo novedoso es cuando en un sitio regido por cuentapropistas, recibimos el mismo desdén que nos prodigan en esa otra mayoría estatal. Pondré dos ejemplos, en uno de los cuales contemplé el maltrato en calidad de testigo; y en el otro, me tocó el rol de maltratada. En una dulcería privada de El Vedado, con muy buena ubicación, higiene, presentación de panes y repostería, el dependiente se molestó cuando una muchacha pidió que por favor, cambiara su pedido inicial —un cake pequeño— por otro —el mismo dulce, pero mayor, o sea, más caro—, argumentando “ya le serví este”. Inconcebible —pensé—, porque ese señor ganaría el doble de lo que la clienta se disponía a pagar —finalmente pagó— y porque no existe en esos lugares la gastada frase “ya lo pasé por la caja”.

Hace pocos días, me dirigí a una peluquería, también “de nuevo tipo”, o sea, no administrada por el Estado, ni siquiera bajo el convenio de “cooperativa”, sino obviamente privada, y ante la solicitud de ser atendida, recibí por respuesta algo tan insólito, que en un primer momento, no pude creer: “regresa dentro de un rato, porque ahora estamos jugando”. Me quedé pétrea en la misma entrada. Solo luego de un rato, comprendí por qué la manicure, los dos estilistas y la peluquera miraban fijamente sus móviles, y tecleaban algo con frenesí. “Es que estamos todos conectados en red, y así jugamos”, añadió la manicure, seguramente al fijarse en mi cara de pasmo. En este último caso, el allanamiento de distancias al que hizo referencia Mañach, cobró fuerza inusitada: el trato fue más allá del desdén al que nos tienen acostumbrados los establecimientos cuya paga resulta menos que insuficiente.

Por último, un detalle: en las dulcerías estatales y en muchas tiendas, no hay ni jabas ni cajitas donde llevarse los artículos, en contraste con las dulcerías, restoranes y cafeterías privadas, donde sí existen cajas de cartón, incluso térmicas, y jabitas de diferentes tamaños. Pero hay que pagarlas aparte. Esto, que no tiene relación con la parejería, lo menciono porque, francamente, me resulta incomprensible, y queda claro que se trata de otra forma de maltrato. Hay que reubicar el concepto de “distancia”, en bien de la población, claro. Y dejarnos de tanta parejería falsa, perjudicial y absurda, para decirlo en plata.