El tañido de la campana

Ernesto Estévez Rams
30/5/2019

Cuando Robert Jordan, curioso por saber sobre el Pablo de antaño, le pregunta a Pilar qué había pasado en la toma de la aldea, esta le contesta: “Mucho. Y todo feo. Incluso aquello que fue glorioso”. La imagen que despliega Hemingway entonces de los guerrilleros republicanos una vez tomado el pueblo, no es lisonjera. Los que representan el antifascismo en la contienda española no son, en ese pasaje, bondadosos, son despiadados. Humillan a los falangistas vencidos, los asesinan en un espectáculo de masas enfebrecidas. El pasaje es de tal intensidad que su impacto condiciona de alguna manera la lectura de la novela de ahí en adelante, novela que captura en toda su intensidad el alma española. La lección que transmite el pasaje es clara. Lo que salva a uno de los contendientes, en este caso los republicanos, no es la bondad inexistente, es la idea que defienden. Hemingway, que vivió la guerra de primera mano, escribe el pasaje en toda su brutalidad y no es una crónica, porque el narrador ni está distante, ni permanece impasible frente a lo que narra.

A diferencia de sus amigos Dos Pasos o Fitzgerald, Hemingway estaba menos obsesionado
en escribir la gran novela americana. Fotos: Internet

 

Hemingway pertenece a la generación perdida de Gertrude Stein en el París de entre guerras, donde los debates en la librería de Shakespeare and Company tenían más que de literario, de crónica diaria: litros de alcohol que no ahogaban, sino acrecentaban, la sed de vivir la vida a ritmo de último día. A diferencia de sus amigos Dos Pasos o Fitzgerald, Hemingway estaba menos obsesionado en escribir la gran novela americana y en consecuencia, la mejor parte de sus grandes obras no tienen a los Estados Unidos como escenario. El ambiente que lo rodeaba lo recreó en las memorias que muchos años después publicó bajo el título de París es una fiesta movible y que Woody Allen recreó tan bien en Midnight in París. En esa misma película, Kathy Bates hace breves pero hipnóticas presencias como Gertrude Stein, esa poetisa americana que cuando todos creían que ya estaba todo dicho sobre las flores, nos abrumó con la maravilla que es descubrirnos que “una rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa”. Al joven Hemingway, curtido bajo la sombra de Pete Wellington y Calhoun Moise en la prosa de ráfaga, quizás le impresionó la intensa expresividad implícita que los sustantivos desnudos, en oposición a los verbos, provocan, cuando son bien utilizados. Gertrude Stein por esa época se volvió su tutora literaria que eventualmente lo hizo renunciar al Toronto Daily Star.

Hemingway era un desaforado que creía que para escribir de una corrida de toros, había que haber intentado ser torero o al menos corrido delante de uno, o, si de cacería se trata, había que haber estado alguna vez, fusil al hombro, en una sabana africana a menos de 50 metros de un rinoceronte: “Cuando uno escribe sobre algo que no conoce lo que queda en la narración es un hueco”, afirmó. Quizás haya que recordar aquello que dijo el matemático Oliver Heaviside preguntándose si uno debía renunciar a cenar por no entender el proceso de digestión. De cualquier manera, correcto o no, el escritor no coleccionaba recuerdos de otros para reinventarlos en sus novelas, sino que escribía sobre la base de lo que había vivido.

Uno que fue, para suerte de todos, un coleccionista de las obras de otros, sin intenciones recreadoras, fue el hermano de Gertrude Stein, Leo Stein. Aunque la colección de arte fue compartida por un tiempo entre ambos hermanos, era Leo el que tenía ojo crítico para identificar joyas por descubrir, y a las obras de impresionistas como Renoir, pos-impresionistas como Cezzane, y Matisse luego se unieron las de entonces desconocidos como un joven Picasso. Luego de la ruptura de Leo y Gertrude, el primero se tornó más conservador mientras que la hermana abrazó más la vanguardia, en particular al cubismo, que Leo no apreciaba.

Otro coleccionista, cuyo intervalo de vida se solapó parcialmente con la de Hemingway, fue Stefan Zweig, a quien se le recuerda esencialmente por sus biografías noveladas, aunque en vida era más popular por sus novelas de ficción. Considerado por muchos críticos de su época como un novelista más bien mediocre, el mismo disminuía la valía de sus obras frente a contemporáneos como Thomas Mann. Zweig estaba obsesionado con capturar y entender el proceso creativo de grandes artistas e intelectuales. Así nos lo hace saber en esa cautivante autobiografía, y probablemente su mejor obra, que es El mundo de ayer. En función de esa obsesión se volvió un coleccionista apasionado. Su colección de manuscritos, bocetos, obras a medias de grandes creadores contemporáneos o pretéritos ha sido reconocida como una de las más completas y hoy está dividida entre unos pocos museos del mundo. 

Zweig era lo opuesto a Hemingway en muchos sentidos. De familia acomodada judía, su vida se desarrolló inmersa en el rico ambiente intelectual europeo donde, lejos de acciones heroicas, y declarado pacifista, pasaba más tiempo en tertulias, salones y visitas que en aventuras descabelladas. Profesaba, casi como una fe, la idea de que un intelectual no debía comprometerse políticamente y practicó un elitismo que podía llegar a ser irritante. Figura constante en la vida cultural de su época, fue apoyado por Theodor Herzl, aunque nunca abrazó al sionismo, fue amigo de Sigmund Freud, fue colega de trabajo de Rainer Maria Rilke y compartió con James Joyce. Era amigo de Auguste Rodin, a quien contemplaba mientras esculpía, del mismo modo que fue testigo de Richard Strauss componiendo. A pesar de ello, difícilmente Zweig conociera del joven Hemingway y de este último, no conozco referencia alguna al primero. El nombre del austríaco no aparece entre los autores imprescindibles que Hemingway le listó al Maestro; sin embargo, Thomas Mann y James Joyce sí están. Supongo que por razones geográficas y sociales fueron ortogonales entre sí. El austríaco se suicidó en Brasil como resultado de la conflagración mundial, adonde había ido a parar huyendo del fascismo europeo luego de pasar por New York, ciudad que detestó al considerar que todo allí era impostura. Su humanismo liberal no logró superar la culpa que decidió cargar cuando vio que sus contemporáneos no habían aprendido la lección de la primera contienda mundial. Hemingway, por su parte, arremetió como un toro y se fue a Europa, en plan de carga, del lado antinazi, con poco espacio, para simpatías pacifistas.

Zweig era austríaco, vienés. Viena es una de las ciudades más bellas que pueda uno disfrutar. Con el tamaño y la población suficiente para huirle a la aldea gigante y no ser Urano que devora a sus hijos. En ella, con la actitud apropiada, no se justifica sentirte como el villano que molesta al que le quitó la novia, ni ninguno de los variopintos personajes newyorkinos que nos describe Tom Wolfe en Las hogueras de las vanidades. Viena, antaño capital de un imperio hecho a golpe de bodas y componendas, fue desde entonces una ciudad cosmopolita y por allá por el 1516 con la llegada de Carlos I, hasta el 1700 bajo el reinado de Carlos II, la casa de los Habsburgo también incluía la corona española por lo que, técnicamente hablando, fue metrópoli de Cuba y de La Habana. Con la caída del imperio, luego de la primera guerra mundial y la reducción posterior del país a sus dimensiones actuales, la ciudad ha terminado teniendo una población similar a la de nuestra capital. A pesar de ello, no ha dejado de ser cosmopolita, inundada de extranjeros que la habitan o visitan.

Cuenta Zweig en El mundo de ayer, que cuando los trabajadores vieneses fueron masacrados al levantarse contra la amenaza fascista, fuera de los barrios obreros, la ciudad mantenía la apariencia de que nada sucedía. La masacre fue facilitada, me cuenta Hans Mickosh de los Mickosh provenientes de Bohemia, por la traición de la socialdemocracia que no entregó las armas prometidas. Una traición más, en la larga lista de iguales hechos que acumula la socialdemocracia hasta el día de hoy.  Difícilmente en La Habana pudiera ocurrir que una masacre en una parte de la ciudad no perturbe a la ciudad completa. En esta ciudad, desde la Colonia, existe un instrumento efectivo de propagación de las noticias asociado a los labios y está por supuesto el espíritu curioso de sus habitantes.

 Stefan Zweig profesaba, casi como una fe, la idea de que un intelectual
no debía comprometerse políticamente.

 

La Habana, cuyo origen es resultado de las andanzas de un imperio venido a tal para sorpresa de su propia aristocracia, tuvo como resultado también un espíritu cosmopolita y fue ciudad de confluencias hasta bien entrado el siglo XX, aunque hoy la habiten de manera permanente pocos extranjeros. A pesar de que circunstancias históricas concretas han reducido a un mínimo la cantidad de extranjeros que tienen a la capital de Cuba como hogar, las mismas circunstancias determinaron que, a pesar de ello, en esta ciudad se decidieran, se diseñaran o acontecieran, algunos de los momentos más determinantes de la historia mundial a partir de la segunda mitad del siglo XX y ese protagonismo, de manera esencial, perdura hasta nuestros días. El carácter de balance universal, profetizado por Martí para esta isla, se ha venido cumpliendo dramáticamente desde entonces y ello ha hecho imposible que en sus habitantes se imponga la mentalidad mezquina del aldeano.

Viéndolo desde la perspectiva actual, para algunos puede resultar difícil entender que Hemingway escogiera a La Habana, junto a París y Venecia, como sus tres ciudades favoritas. Sin embargo, a diferencia de París, a la cual le dedicó unas memorias, La Habana no fue protagonista de ninguna de sus obras, si obviamos las referencias que a ella hace en Tener y no tener, que son más de San Francisco de Paula que de La Habana. Después de su paso por el hotel Ambos Mundos, para vivir en Cuba Hemingway escogió, o más bien Martha Gellhorn, un pueblo en las afueras, cercano a la capital, San Francisco de Paula, que debe su nombre a una ermita que en esa zona se erigió por allá por el siglo XVIII. Recuerdo de niño que algunos lugareños reclamaban que el pueblo era el punto más cercano a La Habana en el que estuvieron las tropas invasoras de Máximo Gómez. San Francisco de Paula no ha cambiado mucho desde la época en que Hemingway vivía en la finca Vigía. El pueblo no ha sido blanco de los procesos de urbanización masiva que se dieron en la ciudad después de 1959. Uno llega desde La Habana por la carretera central, allí llamada calzada de Güines, y en una entrada pequeña antes de la calle Santos, a la izquierda, tiene la finca Vigía a unos 50 metros de la calzada, después de pasar una gigantesca  ceiba que invade la calle. Esa entrada se bifurca en una vía que bordea la finca Vigía hasta pasar la propiedad aledaña, por aquel entonces propiedad del millonario ferroviario norteamericano Stinger; la otra calle se desvía para interceptar a Santos, que también bordea la finca Vigía hasta que a la altura de Juan Sosa, llega a su fin la propiedad adquirida por el escritor. La entrada principal de la finca, justo en la bifurcación, queda alejada de la casa de madera donde vivía y a donde se llega, por una vía ya dentro de la propiedad, rodeada de altos árboles que hacen del lugar un palacio de sombras y soles.

Durante buena parte de mi infancia y adolescencia viví en Juan Sosa, a pocos metros del fondo de la Vigía. Recuerdo de entonces a un vecino de la casa, amigo de la familia y ya anciano, que contaba en tertulias nocturnas de abuelos, a las que yo asistía como el nieto consentido, cómo el escritor canoso correteaba con los bergantes del barrio, poniendo petardos en la barbería y otras travesuras, contrastante con su barba blanca. La consecuencia inmediata de escuchar a Juan Andrés, era sentirme menos culpable cuando, saltando el muro de la finca, junto a mis compinches coetáneos, robábamos mangos de los árboles desperdiciados del ya entonces museo.

El proceso creativo de Hemingway, mientras vivió en San Francisco de Paula,  consistía en escribir de pie, a dos dedos, en una máquina de escribir y torturarse durante días, semanas, buscando la palabra exacta y la sentencia magra que sintetizara el Kilimanjaro de cosas que quería decir. Años después, leyendo a Gabriel García Márquez, quedé fascinado cuando el colombiano menciona, con admiración, una frase de Hemingway describiendo el frenado y doblar de un toro, como el doblar de un perro desbocado por una esquina y me hace recordar aquella crónica donde reproduciendo una lid en Madrid describe la acometida del toro: “Con una suave arrancada, embistió lanzándose al galope, luego giró sobre sus patas como un gato”.

Decía que Hemingway había escogido para vivir de manera permanente una localidad a las afueras de la ciudad. A esto habría que añadir ahora, que el otro lugar que lo fascinó tampoco era de la ciudad: fue Cojímar y su comunidad de pescadores y gente pobre. Escribió un puñado de crónicas sobre la pesca de la aguja en las aguas del golfo cubanas, pero poca o ninguna mención a la vida citadina. Hemingway nunca fue, propiamente dicho, un habanero. De nada vale que nos esforcemos por intentar argumentar lo contrario. La Habana era un lugar de visita, juerga y gestiones. Quizás sea su aversión por teorizar sobre algún tema, literario u otro cualquiera, la causa de que no se le conoce a Hemingway interés marcado, mientras vivió en la capital cubana, en frecuentar tertulias literarias o intercambiar a fondo con escritores locales. Hemingway fue ajeno también, en lo fundamental, a la vida intelectual de la ciudad.  Con todo que Hemingway, como buen hijo de San Francisco de Paula, está en mi lista corta de autores predilectos, debo afirmar que el que más perdió con su aislamiento intelectual en la isla fue él mismo. Incluso su obra más cubana, El viejo y el mar, no captura el alma habanera, ni para el caso cubano.

Stefan Zweig se hizo popular en Cuba revolucionaria por sus biografías, que fueron publicadas casi en su totalidad. Cuba es tierra de grandes escritores, pero no así de grandes biógrafos. Se han escrito grandes biografías, como algunas que han tenido a Martí por sujeto, pero esos autores no han sido realmente biógrafos, sino intelectuales o historiadores cuya inquietud los arrastró a escribir tales obras. Zweig no era propiamente dicho un historiador, sus biografías tienen tanto de realidad como de aporte ficcional y subjetivo. Su estilo novelado podía humanizar al biografado y resultar para algunos buenos estudios psicológicos y sociológicos, pero habría que preguntarse si algunas licencias que se tomaba no iban demasiado lejos. También, debido a su popularidad, hizo famosos y sobredimensionó a algunos personajes de grandes acontecimientos que fueron más bien grises y mediocres. 

Refiriéndome a licencias mal tomadas, el título original de la obra de la que se habla al inicio de este escrito es en singular: Por quién dobla la campana. Por algún accidente, en Cuba, la traducción al español lo pluraliza y desde entonces así ha quedado. En realidad no sé si el origen del equívoco es en la isla o fue importado. La pluralización pudiera parecer cosa menor, más campanas solo agregan al estruendo luctuoso, no le cambia el sentido. Puede ser. De todos modos, refiriéndose a un autor que podía estar semanas buscando la palabra adecuada, la licencia es en todo caso abusiva. Singular lo escribió y singular ha de quedarse. No es en las traducciones donde debe enmendársele la plana a un escritor. Más aún, como es el caso, cuando el título viene tomado de algo ex ergo, en este caso, del poema-sermón conocido por Meditación XVII, del clérigo a la fuerza John Donne, por allá por el siglo XVII. El británico escribió su poema, junto a otras piezas que fueron publicadas en 1624. Por ello al pluralizar el título, el crimen es doble, se atenta contra Hemingway y se atenta contra Donne.

Del texto de la meditación del inglés es también aquello de “Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo; todo hombre es parte del continente, una parte de lo principal”. Al usarlo como puerta a su novela, Hemingway quiso enfatizar que el destino de un pueblo está ligado, inexorablemente, al destino de la humanidad. En aquel entonces, viendo lo que sucedió después de la caída de la España republicana, los hechos le dieron la razón. Los acontecimientos de hoy también se la dan.

Quien primero vio, entendió y escribió en este hemisferio sobre el tema de que el destino de la humanidad se juega en escenarios geográficamente pequeños fue Martí. La obsesión martiana de que en el destino de Cuba, todo el hemisferio se jugaba su futuro frente a la amenaza norteña, puede que sonara exagerada para sus coetáneos, la vida le dio a él también la razón. A la caída de Cuba, le siguió “con esa fuerza más” la dominación de Latinoamérica. Lo notable de la premonición de Martí es que esa no era la opinión prevaleciente, sino precisamente lo opuesto, como refleja su polémica con Sarmientos. En términos geopolíticos, si bien al inicio podía estar claro que el dominio de nuestra isla le era esencial a los Estados Unidos para proteger la desembocadura del Mississippi de las incursiones inglesas, ya a la altura de la expansión continental y la anexión mexicana, tal importancia estratégica había cambiado de carácter defensivo para anunciarse imperial. 

Más allá de la foto famosa de Hemingway junto a Fidel, Papa demostró sus simpatías por los revolucionarios desde antes; se dice que en su finca guardó armas de los rebeldes y escondió a algún perseguido. Nada particularmente decisivo en la contienda, pero suficiente para saber de qué lado estaba el corazón del norteamericano. El FBI lo tenía fichado por ser sospechoso de inclinaciones rojas. Es difícil saber si el hombre que afirmó en 1960 “Yo creo en la necesidad histórica de la Revolución Cubana y creo en sus amplios objetivos”, aquilató en toda su dimensión el significado telúrico que ella tendría para el hemisferio, incluyendo a los propios Estados Unidos. Si llegó a entender que en una pequeña entidad geográfica se estaba dando, una vez más, una batalla por la humanidad. Puede ser que Playa Girón le intuyera el hecho, puede que no, ya andaba sumido en una depresión que lo llevó menos de tres meses después al suicidio. A ello hay que agregarle que en aquel entonces, en el pensamiento liberal norteño, la idea de ese país como imperio impío estaba lejos de haber sido incorporada. Tendrían que pasar muchos años para que de a poco, la idea de la república perdida se abriera paso entre una parte significativa de la intelectualidad norteamericana, entre otras cosas gracias a la propia existencia de la Cuba socialista. Se ha escrito y hablado poco sobre cómo la Revolución cubana ha contribuido, a lo largo de estos 60 años, como catalizador, al cambio de perspectiva que sobre su país ha ocurrido en una parte importante de la izquierda del norte.

Quizás hoy un Stefan Zweig, comparando con el ambiente que condujo al fascismo, volvería a sentir el descalabro emocional de pensar que la humanidad no ha aprendido nada. Quizás volvería a sentir el impulso estéril de quitarse la vida máxime que, en este mundo de hoy, puedes correr pero no puedes esconderte. Pero a diferencia de la Viena de entonces, en La Habana de ahora no habrían traiciones desde el poder y los obreros ya tienen las armas para abortar golpes de mano. Quizás un Hemingway más radicalizado, volvería a armar el yate Pilar para cazar fascistas en el Caribe, esta vez procedentes de mucho más cerca. Quizás, de pie, frente a un artefacto de escribir palabras, el escritor volvería, desde San Francisco de Paula, sobre una novela que trate de cómo la humanidad se juega su destino en la insignificante voladura de un puente. Pero si decidiera por fin escribir de verdad sobre Cuba, a diferencia de entonces, la campana al vuelo, singular, hermosa, heroica, estaría sonando un tañido de victoria.