Gracias, mi amor

Dazra Novak
29/4/2019

En La Habana el amor puede crecer en casi cualquier parte. A las horas más insospechadas. Estemos o no lo estemos esperando. Crece lo mismo en los parques abandonados, en las paradas solitarias, en el concurrido muro del malecón, y hasta en las bodegas cuando el bodeguero me dice: “Buenos días, princesa, ¿te lo pongo todo?”. Y se refiere, claro está, a los mandados. ¿A qué otra cosa se iba a referir? Al poquito de arroz, al poquito de frijoles, al poquito de azúcar… todo con un poquito de cariño.

 Es triste cuando nos atienden con esas caras largas, como si estuvieran en la sala de su casa
y no prestando un servicio. Foto: Tomada de Granma

 

Qué gente, caballero, pero qué gente tan amorosa la de mi tierra que en lugar de decirle al cliente “¿qué desea?”, lo aborda con este “¿dime, mi cielo?”, “¿dime, mi hermano?”, “¿dime, mi vida?”. Y a esas amorosas palabras a veces una ni puede hacerle justicia, porque la realidad es solo una: vinimos hasta su mostrador para decirle “ponme un pomo de aceite, un papel sanitario, una caja de puré de tomates”. A lo sumo se le dejan unas moneditas a cambio de su amor, pues está claro que la atención se la roba el hecho de que haya aceite, papel sanitario y puré en el mismo kiosco. ¡Maravilla!

Es tan triste cuando nos atienden con esas caras largas, como si estuvieran en la sala de su casa y no prestando un servicio, que cuando el dependiente me sorprende con el “dime, mami”, una siente algo, esa complicidad otra, un cosquilleo en la panza, porque lo ha dicho con los mismos códigos de una invitación a otra cosa. ¿A qué otra cosa iba a ser?… me refiero a comprar algo, lo que sea, aunque no me haga falta, con tal de no desaprovechar la oportunidad de que un dependiente me esté tratando tan bien.

Pasa lo mismo cuando el chofer espera por mí porque me ha visto correr a través del espejo retrovisor, cuando alguien me cede el asiento, cuando todo el mundo ha respetado su lugar en la cola, cuando en un susurro cómplice me dicen “chula, no te vayas, que ya lo van a empezar a vender”. Una entonces se pregunta qué estará pasando, si acto seguido no ocurrirá un accidente en la esquina o romperá a llover precisamente hoy que no se trajo el paraguas.

En La Habana a una la sorprenden así casi en cualquier parte. El señor siempre tan bravucón del puestecito de viandas me respondió hace unos días: “¿Jabitas? ¡solo para las niñas bonitas!”. Y sonriente se dirigió hasta el más recóndito lugar de entre los sacos y me buscó con genuino afán el mejor mazo de zanahorias. “Qué tenga un buen día”, le dije, y acto seguido me lamenté. Me fui todo el regreso a casa pensando que no había sido suficientemente amorosa mi devolución.

Y es que hay momentos donde el “buenos días, ¿qué desea?” se queda corto, no nos alcanza la emoción para conmover de vuelta al que nos sirve. El “por favor, si es tan amable” no es lo suficientemente cariñoso como para dejar un buen sabor, como para que busquen el número de zapato exacto, el pan más grande, la última latica, la caja que amablemente nos regalarán porque no hay jabas y necesitamos aprovechar y comprarlo todo de una buena vez.  

Por eso de un tiempo a esta parte a mí también me ha crecido el amor. Reparto cariños como quien reparte los mandados del mes. Un poquito de “mi vida”, un poquito de “corazón”. Así voy ahora por este mundo diciendo “Mi vida, ¿tú crees que me  puedas cambiar este pomito por aquel que está más lleno?”, “¿Me puedes vender dos entradas más, mi corazón?”, “Mi santo, ¿sabes más o menos cuándo te entra?”… la pechuga de pollo, ¿qué otra cosa iba a ser?

Y es como si fuéramos una gran familia entonces, porque esas mágicas frases cambian sustancialmente el guion. El gesto sobre el mostrador es otro, otra cara la de su intención. Y aunque a veces no resuelva y me vaya con las manos vacías después del “ay, mi vida, qué más quisiera yo que vendértelo todo”, les dejo siempre un regalo, una propina de cariño, unos ojos amorosos y un contundente “gracias… mi amor”.