Hijos en tesis

Laidi Fernández de Juan
15/5/2019

A Ro y a Ru.

Apenas podemos creerlo, pero es cierto: nuestros hijos, criaturas nacidas en los horripilantes 90, se gradúan: ya son hombres y mujeres. Algunos, con prole incluida. Mal que nos pese, y sin poder creerlo del todo, nuestra descendencia forma parte de la sociedad adulta, que los recibe con resquemores.

El “Modo Tesis” consiste en un estado a medio camino entre la enajenación absoluta y un repentino
y transitorio retroceso hacia la niñez más balbuceante. Foto: Cortesía de la autora

 

Justo antes de graduarse de sus estudios superiores, nuestros hijos pasan por el calvario que no recordábamos tan intenso llamado Tesis. Será que el paso del tiempo dulcifica la memoria; será que fuimos más exigentes con nosotros mismos; o quizás, realmente, antes no era tan agobiante el proceso de presentar un trabajo y defenderlo ante un tribunal —no me queda claro—, pero no recuerdo haber sufrido de la misma manera en que mis hijos, veinteañeros hoy, se consumen en lo que llaman “Modo Tesis.”

El “Modo Tesis” consiste en un estado a medio camino entre la enajenación absoluta (primera fase), y un repentino y transitorio retroceso hacia la niñez más balbuceante, que viene a ser el segundo período, aunque ambos son cíclicos, como explicaré. La enajenación se manifiesta en que estos veinteañeros abandonan toda actividad social para recluirse entre papeles, computadoras y consultas a quienes consideran más útiles para su Tesis, categoría en la que, por supuesto, no califica la familia, hasta que no avanza el proceso demencial. Ya en la próxima etapa, consecuencia de la primera, cuando el futuro graduado entra en peligro de brote psicótico agudo, comienza la segunda fase o período número dos. Sin abandonar la peligrosa enajenación, solicitan ayuda sobre todo a nosotras, las mamás. Entre paréntesis: mi cumpleaños y el tan cacareado Día de las madres transcurrieron por debajo del telón para mis hijos.

“Besos, vieja… Tú entiendes… No podemos perder tiempo, estamos en Tesis… Cierra la puerta del cuarto cuando salgas”, fue lo máximo que recibí al asomarme, solo para comprobar que seguían vivos, pero claro, yo entiendo.

Parafraseando la hermosa canción, un buen día… sin yo esperarlo… se me acercaron… y, con los ojos desorbitados, la boca seca, el pelo protestón, con súbita delgadez y con las manos trémulas por exceso de café, me dijeron: “Mamacita querida del alma, lo más grande, lo más bello, la mejor del mundo mundial, ¿qué se harían estos pobres desgraciados sin ti?, ¿cómo vivir sin tu aliento, sin tu desinterés, sin tus caricias y sin tu café, tus almuerzos, tus comiditas sabrosas, madrecita?”. Como es natural, con cara de carnera degollada, con deseos de abrazar a esos niñitos que no suelen ni saludarme cada mañana, y que no tienen tiempo de botar la basura ni llenar los pomos de agua, ni secar el baño porque están en Tesis, pero siempre firme en nuestro papel de uterinas imbatibles, respondo que sí, que claro, que cuenten conmigo, como siempre, para todo.

“De este libro (me dice el mayor, al extenderme un ladrillo impresionante que pesa más que cualquier cosa), sácame las ventajas del lenguaje Java Script, sus diferencias con el Phyton, la evolución del Websocket, y apúrate, porfa, que me falta extenderme en el flask Microframework”. Recibo el macuto como quien pesca una pelota de volibol sin tocar la ned, le sonrío al mayor de mis criaturas y le digo “Claro, cariño, ¿para cuándo es esto?”. ¡Para ahora mismo, mamá!, responde y se encierra en su habitáculo de clausura. Me apena confesarle que solo entiendo unas pocas palabras de cuanto me ha dicho, y me sumerjo en lecturas que me parecen escritas en arameo. A la mitad de dicho quebradero de cabeza, se me acerca el menor, igualmente recién salido de la cueva donde pasa cautivo su “Modo Tesis”.

“Mamita, te iré mostrando dibujos, y tú, sin espejuelos, debes decirme qué te parecen, a qué te recuerdan, qué significan para ti, pero rapidito, rapidito, que no me alcanza el tiempo”. “Este… sí, claro… mi amor… déjame avanzar un poquito en una cosa que necesita tu hermano… llamada… déjame ver… ah sí: Beampressk y enseguida estoy contigo”. Sin percatarme, entro también en el “Modo Tesis”. Mientras intento descifrar qué es una herramienta web (para mi hijo mayor), el pequeño me chifla desde el portal y me grita: “¡Mamá, mira esto y dime sin pensar… qué te parece!”.

De lejos, sin espejuelos y sin dormir, apenas distingo un garabato, pero “¿Una cafetera rusa?”, digo. “Nooo, chica, es un símbolo de Museo”, protesta”. “¿Y esto otro, mamá, dímelo rápido y sin moverte”. “Hum… ¿el símbolo de una jirafa con cólicos?”. “Ay, mamá, qué torpe eres (me espeta). Es la señal de Silencio, qué barbaridad”. “Perdón, perdón, querido, es que sin espejuelos y a tres metros”.

Ya cuando el café no alcanza para tres adictos arrebatados, cada uno de los cuales mantiene un celibato monjil, mis hijos y yo nos saludamos a duras penas en las madrugadas que faltan para que ellos discutan la dichosa Tesis. Al cruzarnos en el pasillo de la casa, cada quien murmura y reclama para sí la angustiosa necesidad que le toca en este proceso: El menor de mis hijos, por ejemplo, insiste en requerir la opinión mía —que enseguida descarta—, porque en la oscuridad, sin lentes y con insomnio mal disimulado, no soy capaz de distinguir la silueta de un abanico que él ha dibujado, y que me recuerda el velo de la reina Victoria, y confundo una bocina con un zapato de Charles Chaplin, el signo de No fumar con el dibujo para Baño de caballeros, y el de Dirección con un diván de psicoanalista. El mayor, por su parte, va repitiendo en sordina algo parecido a Si utilizamos los microframework con lenguaje Java Script, se demuestra la efectividad de Beampress sin desdeñar la otra herramienta Beampressk.

Parecemos protagonistas de uno de los deliciosos diálogos de Woody Allen, con la peculiaridad de que lejos de ser una comedia, entre noche y día se nos va la luz, se acaban las reservas de comida, no alcanzan los papeles y, lo peor: se agota el tiempo. Cuando más o menos creemos que la ayuda que brindamos ha sido medianamente provechosa, se repite el ciclo. Mis hijos regresan a la fase enajenante, de modo que esta humilde y repentinamente obsoleta persona pasa a ser una mamá vintage. A través de las puertas de las cuevas de mis hijos grito proposiciones que rebotan contra los marcos de madera. Por ejemplo, a mi sugerencia de que encuadernen las Tesis, las engargolen y utilicen letras doradas en la cubierta (dura, por supuesto, como antes), responden algo parecido a “ay, mamá, ya eso no se usa, hay que entregarlas en DVD”. Si pregunto qué ropa usarán ese día tan importante en sus vidas, el eco del silencio me indica que será cualquier atuendo. Ni hablo de zapatos, dando por sentado que calzarán los mismos tenis de ir a los conciertos.

Me corresponde quedar afuera de las oseras de mis hijos hasta que llegue el momento de acompañarlos a defender eso que llevan meses elaborando con devoción franciscana. Como tampoco saben la fecha de tal evento, muy en secreto voy meditando cuál vestido usaré, dónde conseguiré dulces y refrescos, quién tomará fotografías, a quién avisaré para que me acompañe en la ceremonia, hasta que me miro en el espejo.

Veo una madre de dos veinteañeros nacidos en los horripilantes 90, en los mismos años en que ella defendió una Tesis mecanografiada en una Olivetti, luego empastada en forma de libro, con un teipe negro en el lomo, cuando todo era durísimo, y celebrábamos con una guachipupa que sabía a benadrilina antihistamínica. Reprimo los deseos de llorar, porque no sé bien a qué se debe la tristeza: ¿a que el tiempo ha pasado sin darme cuenta? ¿a que mis hijos ya son hombres y la sociedad los recibe con suspicacia? Sin tiempo para tanta melancolía, ellos me llaman desde sus reclusorios, para mostrarme la dedicatoria que encabezan sus Tesis. Me ajusto los espejuelos de cerca, y leo: “A mi madre, quien sin entender media coma de este trabajo, me acompañó, como siempre, hasta el final”. Es entonces cuando salgo corriendo, y me encierro en mi cuarto. Estoy en fase de alucinación, para qué negarlo. Buena suerte, queridos míos, atino a balbucear, sin estar segura de haber sido escuchada.