Hombres ¿Necios? ¿Qué acusáis?

Ricardo Riverón Rojas
2/8/2018

Después del espejismo televisivo que enfrentamos con los programas Sonando en Cuba y Bailando en Cuba, un grupo de poetas —a la sazón invitados a la feria del libro de Camagüey— elaboramos, y compartimos en Facebook, la convocatoria de “Soneteando en Cuba”. Lo hicimos como broma, pues entre otros galimatías las bases del concurso exigían la participación con un conjunto de 10 sonetos cuya extensión no excediera los 140 versos.

Pero la más herética cláusula era la que fijaba, como límite para participar, ser mayor de 35 años. Confieso que, aunque lo evaluamos, para completar el disparate nos faltó limitarla a personas del sexo masculino, heterosexuales, blancos y sin limitaciones. Y, que conste, no intentábamos segregar, sino incluir. La broma encerraba un trasfondo muy serio. Piense el lector si cada uno de los posibles excluidos en nuestra disparatada convocatoria no posee, en el discurso crítico y político de nuestra sociedad, algún espacio visible y enfático de validación donde solo caben, sin cortapisas, los de su condición o preferencia.


Foto: Internet

 

Sé cuán controvertida puede ser una propuesta que pretenda enfocar con otros lentes la reclamación de reparaciones para sectores discriminados por diversos motivos, unos históricos, otros psicológicos, otros económicos, otros políticos, pero creo firmemente que la voluntad de zanjar esas injusticias no debe hacerse creando pequeños cantones a los que se les asignen facilidades, prevalencias o posibilidades que se les niegan a otros. Esa lógica, por decantación, va arrinconando a los no incluidos en una generalidad llena de excepciones que facilitan el acceso a beneficios (a los excepcionales) en un espacio social lleno de tropezosas dificultades.

Cuando veo el uso oportunista que algunos hacen de sus desventajas, me pregunto si en muchos casos no se busca evadir la competitividad. Siento entonces que en alguna medida asisto a una injusticia, porque —enfocado en la actividad que más conozco— en las cada vez más frecuentes convocatorias literarias para menores de 35 años se excluye a quien rebase esa edad. Son tantas que se acercan bastante a las que no ponen excepciones, donde también pueden aplicar los “excepcionales”.

Sé que muchos de los reclamos se derivan de discriminaciones vividas por los reclamantes, o por sus ancestros. Al respecto invito a reflexionar sobre las políticas y legislaciones gestados por el gobierno revolucionario en pos de eliminar tales injusticias: en lo racial, en lo sexual, en las condiciones físicas. Existen decretos y disposiciones que las prohíben. Tenemos sin embargo, en otro extremo, un sector vulnerable de la población, de creciente presencia en Cuba, que no goza de muchas prerrogativas: el de los ancianos. A ellos se suman los sujetos normales que, entre los 35 y 65 años, solo pueden optar por lo que está a disposición de todos.

En el caso de la ancianidad, veo que no se le dan facilidades para las colas, para los cajeros de supermercados, para disponer de asientos específicos en el transporte público, para que les rebajen el precio de las medicinas, de los boletos de viaje, de nada… Y todos sabemos que es el sector de menores ingresos y físicamente desvalido. En otros países esas ventajas se concretan con naturalidad. Por supuesto, sería risible pensar en concursos literarios —donde quizás yo participaría, esperanzado— o de otra índole para ellos.


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He visto, entre otras cosas, cómo una medida proteccionista a favor de los impedidos físicos ha sufrido la atrofia de eso que llamamos “trapicheo” y “meter el pie”. Ejemplifico: en casas donde hay algún impedido en convivencia con personas jóvenes, desempleadas y saludables, es al impedido a quien mandan a las bodegas, mercados, farmacias, puntos de gas y demás establecimientos, sencillamente porque tiene prioridad en las colas. Se trata de un abuso familiar que hasta nos hace poner en tela de juicio lo veraz de la limitación.

Igual he visto en la ciudad donde vivo —donde la oferta de carne de cerdo, después de los huracanes, debe ser la menor del país—, cómo estas personas marcan la cola con un día de anticipación y, gracias a la prioridad, obtienen los primeros turnos que luego venden en 60 u 80 pesos. La diferencia entre la carne que se vende en los establecimientos del estado y los privados es de 16 pesos/libra contra 45 o 50 pesos/libra, así que esos 60 u 80 pesos por encima de la compra constituyen una tercera opción, especulativa también pero ventajosa, para el comprador que puede pagar.

No quiero que les retiren su prioridad a los impedidos físicos, pero quisiera que esta solo se les otorgara a los que de verdad no tienen en sus hogares personas capaces de cumplir esas funciones. Y estaría muy de acuerdo en que se prive radicalmente del privilegio a quienes comercian con su minusvalía.

La picaresca, en estos casos, se expresa en su cruel parafernalia, muchas veces con aires de tragicomedia, como en el caso de personas sanas que llevan en una silla de ruedas a un supuesto impedido que luego vemos andando, con el fin de hacer uso de su prioridad para acceder a la oferta. También en los bancos, por lo general abarrotados y con un sistema estresante e inextricable de prioridades para acceder a la caja, debemos soportar absurdos de insólita transexualidad: llaman por la pizarra con el aviso de “Priorizado-embarazada” y un hombre hace uso del servicio; la gestante espera, en el salón, cómodamente arrellanada en una butaca. ¿A nombre de cuál estará el cheque?

El sistema de prioridades en nuestro país no corrige desventajas, sino que asigna ventajas, a veces no merecidas. Pero priorizar se puso de moda a expensas de nuestro accionar humanista, y se ha llegado a contrasentidos como el de decir que para determinado cargo se prefiere a alguien de determinado sexo o raza. Algunas veces —lo sabemos—, no asignamos la responsabilidad al más idóneo. Una de las esferas que, aun con las caídas recientes, conserva un alto grado de competitividad es el deporte, donde sin mirar la prevalencia de un grupo racial, se selecciona al que mayores y mejores capacidades demuestre. Eso es justo, nadie ve en la proporción, favorable a un estrato, visos de discriminación.

Insisto en que tanto las leyes como las políticas del gobierno revolucionario protegen a muchos de estos grupos en desventaja, razón por la cual muchas veces no sé a qué obedece el alto tono de algunos reclamos. Se dice que el objetivo es hacer visible, en lo fáctico, exclusiones residuales. Es cierto que lo legislativo, de por sí, no borra totalmente las enormes fracturas históricas que pusieron a algunos sectores a superar un hándicap descomunal. Sin embargo, un trabajo social profundo y devoto, de magnitud aún no concretada pese al gran impulso que a principios de este siglo tuvo, unido a una economía que premie el talento y la calificación, constituyen la terapia radical para esos males. Y de sobra conocemos que la conciencia en torno al tema existe, unida a la voluntad gubernamental y social por hacer del nuestro, también, aquel “país del arco iris” que Nelson Mandela soñó para Sudáfrica.

Al triunfar la Revolución yo había cumplido los nueve años; soy blanco, heterosexual y sin otra limitación que mi edad. Mi generación creció y se formó en el jubileo de las reivindicaciones. Como la cultura es mi espacio vital, nunca se me ha ocurrido considerar a otro ser humano de menor valía. La batalla más promisoria en pos de superar ciertas actitudes fósiles, entonces, la veo en ese terreno. Sigamos construyendo un diálogo culto, inclusivo, y unas pautas ejecutivas vigilantes para que lo legislado tome cuerpo. No falta voluntad política ni fuerza para lograrlo. Hagámoslo juntos.