Hoy no es ayer

Ricardo Riverón Rojas
9/11/2020

“Hoy es siempre todavía”, así nos lo hizo saber don Antonio Machado. Si existe alguna frontera imprecisa y mutable es aquella que separa lo cotidiano de lo histórico: a veces se desplaza más atrás en el tiempo; otras, valiéndose de un solo día, apenas distancia el hoy de “todo aquel ayer”, donde, quizá por consagración de las fechas, situamos con mayor claridad los contornos trascendentes.

La tendencia desmovilizadora que nos conmina a un eterno presente tiene, entre otras flaquezas, la de proponernos un hoy totalmente plano, sin los volúmenes movilizadores de lo vivido y lo venidero. Pasar borrón y cuenta nueva propuso Barack Obama cuando nos convocó a dejar el pasado en una vitrina galante y ocuparnos solo del momento en curso. Lo importante de la historia no son las fechas, pues todas, con sus luces y sombras, nos entregarán su aceite si conseguimos expandirlas, en suma algebraica, hacia las insospechadas connotaciones del devenir.

“En verdad, todos los segundos de la línea del tiempo son históricos”. Fotos: Internet
 

Por lo general, nuestra percepción de “lo histórico” está condicionada por su impacto en los acontecimientos —de preferencia épicos— que marcan puntos de giro en la dimensión macro. En verdad, todos los segundos de la línea del tiempo son históricos. Si en nuestro entorno no sucede nada relevante, en otro sitio del vasto planeta ganará dimensión algún lance cotidiano para inscribirse con nuevas relevancias en el largo relato del ser humano en pos de lo justo.

A quienes leemos el presente y lo venidero en sintonía con el pasado se nos llama peyorativamente nostálgicos, retrospectivos, demodés y anticuados. Quienes apostamos por el futuro somos tildados de ilusos, utópicos, perspectivos a ultranza y encandilados. De esas pautas devaluatorias emerge un presente avasallador y tramposo —con sus apremios— como única estancia portadora de objetividad. Todo en ese ideario se nos vende como prehistoria. El mañana no constituye elección, sino truco o engaño: he ahí la lógica de quienes aspiran a perpetuar un hoy al que ya no le caben más injusticias e inequidades. Lo terrible es que ejercen la hegemonía desde un discurso global que, sin muchas opciones, se subordina al dinero. Se manufactura así una posverdad que le cercena a las palabras y los hechos su dimensión ética.

La tercera acepción de saquear es “apoderarse de todo o la mayor parte de aquello que hay o se guarda en algún sitio”. Bien sabemos los habitantes de este hemisferio que lo que sobrevino al tan ponderado descubrimiento de América no fue más que un proceso signado por el saqueo, con su componente genocida a la cabeza. Su celebración en la parte del mundo donde se asientan las antiguas metrópolis constituye un buen ejemplo del ayer secuestrado por la conveniencia de quienes, con distinto vestuario, prolongan los efectos de aquel estatus.

La reparación poscolonial —segada por políticas neocoloniales coetáneas del tardío fin de las metrópolis— en su batalla por concretar proyectos emancipadores deberá remontar, con brutales desventajas, traumas materiales y sobre todo simbólicos. Siempre me ha llamado la atención que quienes nos conminan a vivir el momento se refieren a la historia como algo que no le ocurrió a la especie humana, sino como un constructo en el papel.

Con el desmontaje del bloque socialista en los años noventa del pasado siglo, la más cruenta crisis de los símbolos e idearios generó orfandades que parecían irremontables. Los rumbos equivocados seguidos por aquellos países hicieron que el ideal socialista casi sucumbiera junto al desgaste y la beligerancia de su opuesto. El neoliberalismo, espejismo de progreso, devino aparente opción exclusiva.

A contrapelo con la teoría del fin de la historia, algunas inteligencias preclaras comprendieron que al tercer mundo, mayoritariamente poscolonial y en esencia neocolonial, solo el “imperfecto” socialismo le seguiría funcionando como estrategia inteligente para descomponer las lógicas del sometimiento. A su vera se ha ido revirtiendo, con idas y regresos, lo aparentemente irreparable en el terreno político. Otra historia posible cobró visibilidad en una historia declarada chatarra.

Organizar una sociedad poscolonial con pautas socialistas requiere apropiaciones subversivas “e incluso contradictorias” del ayer, así como sopesar constantemente el hoy e imaginar, sin prejuicios antiutópicos, el mañana. Se impone cambiar completamente una narrativa que proclama libertades e igualdades derivadas de una economía eficiente, pero basada en la explotación de unos hombres (y unos países) por otros.

No podemos decir que los vaticinios de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia fueran festinados, y mucho menos que constituyan un concepto nuevo emergido de la desactivación socialista hace treinta años. Ya en otros momentos la humanidad creyó haber puesto fin a las contradicciones y proclamó el socorrido colapso del devenir: el cierre de la monarquía en Francia, tras la batalla de Jena, fue uno de ellos (así lo creyó Hegel); la construcción plena del ideal comunista (así lo avizoró Marx) es otro. Ambos momentos se nos presentaron como estancia última del devenir, porque los principios básicos del estado liberal, o socialista democrático, ya no podrían mejorarse. La predicción de Hegel fue tragada por los acontecimientos posteriores; la de Marx, inalcanzada, aún tiene márgenes para la esperanza.

En las argumentaciones de Fukuyama el fin de la historia se asociaba con el establecimiento del liberalismo como estado de bienestar, solo que en esa gotosa epifanía a los anhelos de los desposeídos les tocaría la cancelación. Por eso afirmó que “el triunfo de Occidente, de la ‘idea’ occidental, es evidente, en primer lugar, en el total agotamiento de sistemáticas alternativas viables al liberalismo occidental”.[1] Bien sabemos que sobrevinieron alternativas promisorias.

Preocupado por explicar el acontecer de los últimos tiempos, Fukuyama afirma en su conocido ensayo que lo que hoy presenciamos es el fin de la evolución ideológica y, por ende, el fin de la historia en términos hegelianos.
 

Con fingida cautela el sabio vaticinó: “Lo que podríamos estar presenciando no solo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.[2] Palabras que funcionan como un llamado a la desmovilización del pensamiento perspectivo.

Algo sí es cierto: la mayoría de los habitantes de los países hegemónicos viven de espaldas a la deuda histórica y a otras perspectivas del presente. Esta actitud ha irrigado (y contaminado) todas las áreas del pensamiento: en lo artístico cobró forma, primero con el posmodernismo, la hemorragia de tramas de bajo peso y la apoteosis de espectáculos (en vivo o a través de audiovisuales) con desbordante uso de recursos cautivantes y validadores del instante fragmentado. La consagración de todas las bondades del buen vivir y el desplazamiento de los conflictos de clases hacia las antípodas (países ricos – países pobres) proclamaron la anulación de la lucha.

Ya el neoliberalismo perdió su glamur inaugural, y caída la máscara, su feo rostro nos regala las descomunales asimetrías en las que se sustenta. El pasado no le conviene, porque como reza la máxima marxista, toda la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases. Las clases, aunque no sean un estrato homogéneo en dependencia de los países donde conviven, siguen operando en polos opuestos, y es sabido que las diferencias no cesan de crecer.

“Hoy es siempre todavía”. El pasado seguirá hablando. Hacer que se le escuche es, sobre todo, tarea de la cultura. Hoy no es ayer, pero ambos no son más que tiempo, y cada uno necesita del otro para cumplir el propósito de distribuir con justicia las plenitudes que les darán color y sabor a las vidas de siempre.

 

Notas:
[1] Francis Fukuyama: “¿El fin de la historia?”, artículo publicado originalmente en la revista The national interest (verano de 1988), está basado en una conferencia que el autor dictara en el John M. Olin Center for Inquiry into the Theory and Practice of Democracy, de la Universidad de Chicago, Estados Unidos. Disponible en https://www.cepchile.cl/cep/site/docs/fukuyama.pdf.
[2] Francis Fukuyama: Ob. cit.