Inocencia, el film de Alejandro Gil, y la pregunta de mi amiga vasca

Rafael de Águila
11/4/2019

En el año 2011 fui invitado a la 63 Feria del Libro en Frankfurt, la Frankfurt Buchmesse, la más grande Feria Literaria del mundo. Dos años antes me había visto —desesperado y absolutamente perdido— en el aeropuerto de aquella ciudad, también uno de los más grandes del mundo, en errático viaje de retorno a Cuba, desde la muy lejana Kuala Lumpur, capital de Malasia —mas ya esa, como suele oírsele decir a mi amigo Ahmel Echevarría, es fécula de otro talego—. En Frankfurt viven apenas 670 mil habitantes. Ante sus imponentes rascacielos (la MainTower; el Commerzbank, tercer edificio más alto de Europa; la bella EuropaTurm, la segunda estructura más alta de Alemania), causa asombro no resulte más densamente poblada. Por vez primera se le mencionó en un documento en el año 794. El más viejo de los distritos, Sachsenhausen, famoso por sus sidras, era ya harto conocido en 1193. Precisamente, a Sachsenhausen, volveremos más adelante.

Frankfurt, desde el siglo XII, fue considerada como un centro de comercio en Europa. Actualmente,
es reconocida por ser una urbe internacional y centro financiero de Alemania. Foto: Internet

 

El emperador Carlomagno residió en Frankfurt. Desde el año 1356 los monarcas del Sacro Imperio Romano fueron elegidos allí. La Plaza Römerberg, con su catedral gótica del siglo XI y su ayuntamiento del XIV, es cita obligada. Durante la Segunda Guerra Mundial los bombardeos aliados redujeron buena parte de la ciudad a escombros, especialmente el casco histórico. La mayoría de lo que hoy se deslumbra allí fue reconstruido. La ciudad, atravesada por el río Main, exhibe sobre esas aguas más de una veintena de bellísimos puentes. Las márgenes no son menos bellas. Allí, a orillas del Main, pueden visitarse, uno a continuación del otro, trece museos, los alemanes llaman a esa zona Museumsufer. Se dice que la ciudad es sede de 370 bancos, casi la mitad de ellos extranjeros: la Bolsa Alemana; el Bundesbank; el Banco Central del país; más que literaria, Frankfurt es una ciudad financiera. El corazón financiero de la Unión Europea. No falta quien —aprovechando la conjunción de New York, el río Main y los rascacielos— la llame Mainhattan. Es también una ciudad multicultural, por doquier parlotean turcos, afganos, kurdos, sirios, ex yugoslavos, latinoamericanos, coreanos. El metro seduce por la impecable eficiencia. Tenía el criterio, maniqueo y absurdo, que los alemanes eran toscos y fríos. Otros podrán serlo. Los que tan familiarmente nos atendieron no. Amables, solícitos, amistosos, alegres, hospitalarios, muy familiares. Excelentes anfitriones. Un mediodía, invitado de mi traductora, Henriette, visité la casa natal de Goethe. En esta mesa escribió Los sufrimientos del joven Werther, anunció ella. El título lo pronunció en alemán, no logró traducirlo al español. Mi rudimentario alemán (y la presunción) me ayudaron a entenderlo. Me acerqué. Aquí Goethe concibió ese amor tremebundo por Lotte, un amor que llevó al suicidio al amante, que provocó una inmensa ola de suicidios en la romántica Europa de la época. Yo era apenas un adolescente cuando leí esa novela. También yo terminé amando a Lotte. Dotándola del rostro de la chiquilla que por aquel entonces me lastraba el sueño. Rocé la mesa. La palpé. Ciertas oquedades delataban la huella falaz del tiempo. La emoción me llegó. La muy tudesca (y supuestamente fría) Henriette no dejó de advertirlo. Sonrió, movió la cabeza a un lado y otro: “ah, meinlieberfreund”, dijo, (“ah, querido amigo) y un líquido raro le anegó también a ella los ojos. Todo eso lo recuerdo hoy. Lo recordé el pasado 27 de noviembre. Lo recuerdo otra vez ahora que acabo de ver, por tercera vez, Inocencia, de Alejandro Gil. Vaya raro designio el de mi psiquis, ¡ha fusionado el film de mi amigo Alejandro a los días, ya lejanos, de mi presencia en la Frankfurt Buchmesse! Hace apenas unos meses, aquella noche del 27 de noviembre, anuncié a Alejandro, a la salida del Chaplin, que escribiría sobre su obra. Hasta hoy no lo he logrado. Por tres veces he admirado / sufrido el film. Admirado desde la soberbia reconstrucción epocal, las actuaciones, la dramáticos vericuetos de la historia, cuyos muchos tonos y oquedades el tiempo —y la pésima enseñanza de la historia en el país— nos habían hurtado. Sufrido porque si se es cubano pues se sufre —a mares— cuando se está ante este film.Y es que eran chicos, estudiantes universitarios, inocentes, alados, virginales. Y el más rotundo oprobio y los más bajos y abyectos instintos capearon a más y mejor. En otro momento cumpliré, de seguro, la promesa hecha a Alejandro. Hoy solo, públicamente, le agradezco y le abrazo, por su película, como emocionado lo abracé aquella noche.

Regresemos a los raros designios, los de la memoria, esos que mixturan en mi psiquis la necesaria y ahora ya estrenada y muy elogiada obra de Alejandro y mi pretérita y literaria estancia en Frankfurt. Y es que precisamente al salir del cine aquella primera vez —al salir recientemente— me llegaron —en turbión— hechos y decires de aquel viaje. Sí, raros designios los de la memoria. Adentrémonos en ella, sin embargo. Hagámoslo sin preámbulos, además. Sucede que allí, en Frankfurt, conocí a Arantxa. Hoy, lamentablemente, de la mano de los inexcusables vapores del tiempo, no recuerdo el apellido. Era española Arantxa; vasca, para mayor precisión. Una chica de cabello muy negro y brillante, marea sepia que graciosamente le descansaba sobre los hombros, ojos también muy negros, elocuentes, vivos, inquietos. Rostro aceitunado. Bella, indudablemente. Nos presentaron en una velada en casa de Henriette, la traductora alemana. La chica, estudiante de alemán en su país, acudía a Alemania cada año, siempre a una ciudad diferente, con el objetivo de perfeccionar estudios, todo ello favorecida, creo recordar me explicara entonces, por las fabulosas Becas Erasmus. Muy pronto fuimos presentados: “¿Cubano?”, preguntó ella, interrogación a la que —libremente— endilgué entonces yo los consecuentes signos de admiración, signos que más tarde la propia Arantxa confirmara. “Cubano”, asentí. “¿Vives en la isla?” “Vivo en la isla”. “Yo soy española, vasca”, me dijo, abriendo mucho los ojos. Llegaron después nuestros nombres. Tres besos, uno en cada mejilla, un tercero reincidente, a la conocida usanza europea. Aquella tarde, en casa de Henrriette, degustamos café a la turca. Türkkahvesi. Yo, cubano muy raro, que del tabaco y del café rechazo hasta lo que todos los compatriotas llaman aroma, hube de presenciar lo que un cubano del común aclamaría jubiloso como “la colada”, esta vez con el empleo de la parafernalia turca de rigor —el clásico cezve, una suerte de recipiente de cobre, pequeño y de muy alargada asa—. También contemplé la metodología, “colada” que en turco, desde luego, se identificaba muy debidamente con el muy turco nombre, que, para ser absolutamente fiel a mi desvencijada memoria, al no aparecer hoy en el diario de aquellos días, me niego a cometer el pecado de lesa web de buscar en la red de redes. El café era arábigo, y si bien acá se mixtura con los execrables chícharos, allá lo estaba con especies: cardamomo y azafrán. Para degustar la aromática bebida —Annette lo repitió varias veces— se toma la taza sosteniéndola apenas con la punta de los dedos de ambas manos. Urge decir que aquella mixtura en modo alguno fue de mi cubano agrado. La tarde / noche la invertimos la vasca Arantxa y este cubano hablando. Los alemanes asistentes a la velada platicaban, desde luego, en alemán. Pedí a la chica hablara vasco, euskara, me enmendó ella, me deleitó escuchar aquella inigualable dicción; explicó de su visita a Guernica, la ciudad vizcaína horrendamente atacada por la Legión Cóndor el 26 de abril de 1937. Habló, desde luego, del árbol de Guernica, el Gemikako Arbola, ese roble situado frente a la Casa de las Juntas, símbolo de las libertades vascas. Arantxa vivía, según dijo, lo recuerdo bien, en San Sebastián. Estudiaba, sin embargo, en Barcelona. Varios de aquellos días “quedábamos” —así decía ella— para vernos en algún sitio de la muy bella Frankfurt, pasear por sus calles, evoco nuestras caminatas, despectivas —para este cubano— del estentóreo frío, por las inigualables márgenes del río Main; la travesía sobre sus puentes, repletos de la maravilla de sus organilleros —con el aditivo de sus muy graciosos monos capuchinos—, el asombro ante las barandas henchidas de candados, símbolos de amores que, tristemente, la mayoría de ellos, se habrían hundido ya en el fondo del río, haciendo compañía a las llaves, esas que, con opuestos deseos, una vez cerrados los candados, se lanzaron con el aliento del utópico “hasta siempre”, a las aguas.

La película Inocencia narra el contexto y los sucesos que condujeron al fusilamiento de los ocho
estudiantes cubanos de Medicina, en noviembre de 1871. Foto: Tomada de Escambray

 

Una noche, sin embargo, nos fuimos de excursión etílica al barrio de Sachsenhausen, el centro sidrero de Frankfurt. Contrario a lo que pueda esperarse, allí, en una muy rara taberna al estilo de la Selva Negra, la Schwarzwald, en una bierkeller, algo así como un “sótano para beber cerveza”, según tradujo Arantxa, desdeñamos la sidra del lugar y el clásico aguardiente de cereza, el Kirschwasser, para beber, extasiados por aquel lugar, jarras y jarras de BiervomFass, cerveza de barril, de las más diversas procedencias, marcas, sabores y gradaciones alcohólicas. En momento inolvidable de aquella noche, la vasca Arantxa me miró, muy seria. Una mirada reconcentrada y hasta dubitativa. “¿Qué pasa, vasca?”, inquirí. “Cubano, siempre he querido hacerle una pregunta a un compatriota tuyo, nunca había tenido la necesaria confianza con alguno…, pero ahora la tengo contigo, y te tengo delante a ti”. Eso dijo, hierática casi. “Puedes preguntar lo que quieras, vasca”. Quise saber si no estaba ya borracha. Sonriente, la muchacha aseguró que resistía, lo apostaba, mucho más de lo que alcanzaría a resistir yo: “no estoy borracha, cubano”. En el bierkeller cantaban y armaban bulla, incordiaban, según Arantxa, unos tipos a un extremo. “Pues, pregunta”. Sobre una pantalla enorme dos equipos de la Bundesliga se afanaban con el balón. “Cubano, mi bisabuelo fue capitán en la Guerra de Cuba”, dijo, sin dejar de mirarme, entre seria y otra vez dubitativa. “Vaya”, solté, “qué soberana coincidencia, mi abuelo, el coronel Rafael de Águila y Guiardiniú, fue jefe de una Brigada”. “¿Qué año?”, quiso saber. “Guerra del 95”. “Pues esa”, asintió ella. “La vida es el demonio encarnado, vasca, mira tú, coincidencias tremendas las que nos depara, una puta la vida”, así le dije, “tal vez tu bisabuelo y mi abuelo se vieran un día las caras, frente a frente, como enemigos, quizá hasta cruzaran aceros”. Me miró: “tu abuelo…¿sobrevivió a la guerra?” “Pues claro, vasca, no estaría yo acá, murió en la década del 30 del siglo XX”. Quise saber de su bisabuelo: “también sobrevivió, y el resultado es que acá está frente a ti esta vasca que resiste más cerveza que tú”, sonrió: “no tuve, sin embargo, el privilegio de conocerlo, solo leí sus memorias”. Albricias, que había sido escritor el bisabuelo, y hasta escribió memorias, me dije: “¿era escritor tu bisabuelo?” Negó ella: “no, solo escribió sus recuerdos de la guerra de Cuba, se publicó en una muy pequeña edición”. Quedé en silencio, miraba a aquella chiquilla que, a su vez, no dejaba de mirarme, la miraba y pensaba en alguna carga, su bisabuelo comandando la infantería española, cuadro cerrado formado, unos en pie, otros rodilla en tierra, las bayonetas caladas, los fusiles a la espera de la terrible orden de fuego; mi abuelo a la cabeza de su Brigada de Caballería, a galope tendido y el aire terrorífico del corneta: toque a degüello. “Cubano, por las memorias de mi bisabuelo supe que… nosotros, los españoles…, cometimos… inmundicias en Cuba”. Arantxa no dejaba de mirarme. “Las guerras son inmundas, vasca, es normal”. Uno de los equipos de la Bundesliga anotó un gol y el griterío en el bierkeller fue tremendo. “Lo sé, pero lo que siempre he deseado preguntarle a un cubano… te lo voy a preguntar a ti ahora”. Bebí de la jarra de turno, cerveza esta vez negra, especiada, y la conminé definitivamente a preguntar. “Quiero que seas muy sincero”, pidió. Dije que los cubanos éramos sinceros siempre, salvo en los momentos en los que solíamos decir a algún ser femenino: “eres la única mujer de mi vida”. Nos reímos, ambos. La pregunta me inquietaba, debo confesarlo. Arantxa me miró, aquellos ojos de un sepia rotundo, ojos afilados como taladros; la vasca, advertí entonces, no había vuelto a beber de la cerveza. “Cubano… ustedes… ¿no nos odian?” A pesar de las penumbras del lugar alcancé a traducir cierto brillo inconfundible en aquellos ojos. Me levanté, me acerqué a ella, puse mi rodilla en el piso de aquel bierkeller, la tomé de las manos:

Vasca, eso sucedió hace más de 115 años, tu bisabuelo y mi abuelo tal vez se liaron a sablazos, pobrecitos…, acá estamos tú y yo hoy, en este sótano, bebiendo cerveza, como amigos, más que amigos, hermanos. Los cubanos no odiamos, vasca, nuestros muertos están en el panteón sagrado de nuestro recuerdo, de los hechos que tus ancestros pudieron ser culpables… tú, muchacha maravillosa, no lo eres, ahora eres mi amiga, mi hermana, tu bisabuelo y mi abuelo están hoy, esta noche, también acá, con nosotros, beben cerveza a nuestro lado, y se abrazan, fuerte, con el mismo cariño con el que ahora voy a abrazarte yo a ti.

Eso, creo recordar, o algo muy cercano a eso, le dije. Arantxa me abrazó y desde la olorosa cabeza oculta en mi hombro, desde más allá de la maraña de sus cabellos negrísimos, me llegó cierto gimoteo. Yo también, he de confesarlo, hube de enjugarme alguna lágrima. Aquella noche le conté de la decorosísima y muy honorable defensa del capitán Federico de Capdevila a los 8 estudiantes de Medicina; de la hidalguía y pundonor del General Arsenio Martínez Campos; del rechazo del título de Marqués de Dos Ríos por parte del coronel Ximénez de Sandoval, ante lamuerte, en la infausta batalla que por la parte española dirigió: “lo de Dos Ríos no fue una victoria; allí murió el genio más grande que ha nacido en América”. La vasca Arantxa disfrutó, lindamente, con orgullo sin igual, de aquellos hechos, viriles y llenos de sacra hidalguía, protagonizados por sus compatriotas: “maravilloso”, me dijo, “que estas historias me las haya hecho precisamente… un cubano”. Regresamos, pese a la hora y el frío cortante de la noche, a pie, bordeando las no desdeñables márgenes del Main, cantando, lo recuerdo, como dos adolescentes atribulados, canciones de Joaquín Sabina.

Todo eso lo escribo ahora. Todo eso lo recordé después de salir del cine, después de limpiarme los ojos de lágrimas, las lágrimas llegadas desde la escena del fusilamiento, esa escena terrible. De Arantxa, la muy bella vasca de la que no recuerdo el apellido, nunca más supe. Donde quiera que esté aquella chica de ojos muy negros está hoy segura de algo: los cubanos no odiamos. Su bisabuelo y mi abuelo se vieron un día las caras, entre la desventura de la salvaje degollina y frenéticos tiros de Máuser, para que, 115 años después, una vasca y un cubano, ella y yo, en un mítico bierkeller, de la no menos mítica Sachsenhausen, atildados por la cerveza y los gritos del lugar, jarras de BiervomFass de por medio, se confundieran en emocionado y muy sincero abrazo.