José Martí, Suiza y los derechos humanos

Luis Toledo Sande
18/5/2018

La celebración en la ciudad suiza de Ginebra, y en vísperas del aniversario 123 de la muerte de José Martí en combate, de una nueva reunión encauzada por el Consejo de Derechos Humanos, propicia recordar ideas del héroe, en particular sobre el país sede del foro, y el tema de este. El rótulo derechos humanos ganó fuerza institucional en el siglo XX, pero remite a un desiderátum del cual son inseparables los ideales del revolucionario cubano y universal.

 Obra de Roberto Fabelo
 

Escribió con frecuencia acerca de Suiza, particularmente a inicios de los años 80 de su siglo, cuando estuvo al tanto de la realidad europea para el rotativo La Opinión Nacional, de Caracas. Desde Nueva York observaba el peso determinante que en esa realidad tenían Inglaterra, Alemania, Francia y la decadente España, central en las inquietudes del hijo de una colonia decidida a emanciparse de esa metrópoli. A Suiza ya la prestigiaban diversos adelantos tecnológicos y la imagen de una nación identificable con los ideales de la paz. Esto se asociaría con el carácter multicultural de una nación formada por territorios que, al conservar niveles de alma propia y expresarse en distintas lenguas —alemán, francés, italiano—, reclamaban equilibrio entre ellos.

En el transcurso de aquella década el latinoamericanista Martí vio aumentar los peligros que para nuestra América encarnaba —nacida en el norte del continente pero venida de la Europa conquistadora, del Imperio Británico— una nación donde alentaba una “América europea”, una “Roma americana” e incluso —otra referencia al Imperio Romano— una “república cesárea e invasora”. Esa potencia podría intentar alianzas con las que perduraban en Europa, pero desde muy temprano su afán era desplazarlas.

La visión planetaria de Martí se aprecia en numerosos textos, como el elogio post mortem que en julio de 1881 le rindió al eminente intelectual venezolano Cecilio Acosta. En un pasaje del texto, luego de mencionar la Liga de la Paz y la Libertad, de Ginebra, alabó como parte de la amplia sabiduría de Acosta su “aborrecimiento de la sangre”, que no debía ser “vertida, sino guardada a darnos fuerza para ir descubriéndonos a nosotros mismos”. Pero había mucho por andar todavía, y esos eran ideales amenazados por viejas y nuevas fuerzas opresoras, y dijo de Acosta: “Lo que supo, pasma. Quería hacer la América próspera y no enteca; dueña de sus destinos, y no atada, como reo antiguo, a la cola de los caballos europeos”.

Portador también él de esa perspectiva, apreció virtudes que veía o podían atribuirse a Suiza. Entre ellas, ser espacio para convenciones favorables a la concordia humana, y el carácter de aquel pueblo de seres “afables y queredores”. Si en general mostró interés por los variados avances de aquella nación, se explica que no pasara inadvertido para él la buena fama, que perdura hoy, de los ferrocarriles suizos.

En un artículo de abril de 1884 en la revista neoyorquina La América, se refirió a íconos literarios y culturales diversos por significación y origen, para decir que ya era justo hablar también de otros, como “la locomotora del (macizo montañoso) San Gotardo, que apea a la Francia, entre resoplidos gigantescos y vorágines de humo, a las puertas de la Suiza, y la ‘Mastodonte’, de las fábricas de Baldwin, que por cada libra de presión arrastra 226 de peso, y ‘El Gobernador’, de doble fuerza que la de San Gotardo, que va a escalar, hendiendo nubes, las prominencias de la sierra, montada en un carrillo de diez ruedas, con un millón de libras a la zaga”.

Con entusiasmo corona esa descripción: “¡Es la serpiente nueva, que ya no va a coger, como en los tiempos de La Biblia, la fruta del saber en el árbol de un llano; sino arriba, en las manos mismas del que la siembra, en la copa de un monte!” Pero no es vocero de las grandes empresas ni del mercado con que estas prosperan, sino el revolucionario en ideas y en actos que, siendo niño, vio azotar a un esclavo y se juró “lavar con su vida el crimen” de la esclavitud. Más tarde, sin ceñirse a una forma concreta de ese mal, declaró en Versos sencillos la voluntad de echar su suerte “con los pobres de la tierra”.

En vísperas de la inauguración del túnel hecho para que el ferrocarril atravesara San Gotardo, escribió: “Lleno está el cementerio que se alza a la salida del túnel de los infortunados italianos que han muerto en la construcción de la magna obra; ya de enfermedades producidas por la recia atmósfera del túnel, que hacía morir a los caballos, ya aplastados por las rocas que caían inesperadamente, o por las tejas cortantes que hacía volar la dinamita. Del norte de Italia habían venido casi todos los bravos jornaleros, que no ganaban más de 60 centavos por día”.

A otros embriagaría el éxito de una compañía poderosa, no a quien, convencido de la necesidad de fortalecer la industria, la tecnología y las comunicaciones en nuestra América, abrazaba, como parte de sus ideales de justiciero, el reclamo de que estos pueblos no se plegaran a quienes detentaban el poderío material y económico en el mundo. Solo circunstancialmente, por la cercanía de los voraces Estados Unidos, podía convenirle a nuestra América una determinada alianza con naciones europeas.

Por ello escribió en uno de los apuntes recogidos en el volumen de Fragmentos de sus Obras completas: “¡Que la Inglaterra, (la Great Zaruma Gold Mining Cº), ha obtenido ya la concesión de la mitad de la vía! —Pues lo que otros ven como un peligro, yo lo veo como una salvaguardia: mientras llegamos a ser bastante fuertes para defendernos por nosotros mismos, nuestra salvación, y la garantía de nuestra independencia, están en el equilibrio de potencias extranjeras rivales”. Como no cabían ingenuidades ni desprevenciones, añadió: “Allá, muy en lo futuro, para cuando estemos completamente desenvueltos, corremos el riesgo de que se combinen en nuestra contra las naciones rivales, pero afines— (Inglaterra, Estados Unidos)”.

Demandaba una estrategia cuidadosa, vigilante: “de aquí que la política extranjera de la América Central y Meridional haya de tender a la creación de intereses extranjeros, —de naciones diversas y desemejantes, y de intereses encontrados,— en nuestros diferentes países, sin dar ocasión de preponderancia definitiva a ninguna aunque es obvio que ha de haber, y en ocasiones ha de convenir q. haya, una preponderancia aparente y accidental, de algún poder, que acaso deba ser siempre un poder europeo”.

Era un defensor de nuestra América, y pensaba como tal aun cuando elogiara el éxito de la relojería suiza. En uno de sus textos para La Opinión Nacional escribió: “Pasan los suizos como los mejores relojeros del mundo, y mejores aún que los ingleses. Los franceses les llevan ventaja en la fabricación de relojes de pared y chimenea; pero en los de bolsillo, los suizos vencen a los franceses. Los ingleses, en cambio, hacen los mejores relojes de mar, y no hay artífices que igualen a los cronómetros que hacen los relojeros de Inglaterra”. Téngase en cuenta la fuente en que se basa: “Esto informa a los Estados Unidos uno de sus agentes comerciales en Europa”. Pero no se ciñe a ella: “Los visitantes extranjeros aseguran que no conocen en país alguno del mundo industria más perfecta, y bien organizada que ésta de la relojería en Suiza”.

El crédito dado al agente comercial estadounidense resulta más significativo porque en otro momento de sus reportes para la citada publicación vuelve a mencionarlo, para sostener: “En cuanto a la superioridad de los suizos en la fabricación de relojes de bolsillo, el agente de los Estados Unidos la atribuye a cierto hábito artístico que en los suizos viene a ser, como en los italianos la música, como una condición de naturaleza, por estar distinguiéndose los suizos en este arte siglos ha; a la constante comunicación, muy inteligentemente sostenida, con todos los centros comerciales del globo; y a una infatigable diligencia y tenacísimo deseo de mejora, por que los trabajadores de Suiza se distinguen”.

Ahí no termina la referencia a la industria estadounidense. Agrega algo en lo que se detiene más de una vez: “Los norteamericanos, hacen ya relojes muy baratos, como unos Waterbury, en que no han de emplear sus dineros nuestros lectores, porque no valen los dos pesos que cuestan”. Expresa una idea que será más clara cuando, pocos años después, combata abiertamente las pretensiones de los Estados Unidos de dominar a nuestra América por el comercio y por la política basada en esas relaciones.

Con el Congreso Internacional celebrado en Washington entre 1889 y 1890, los Estados Unidos procurarían imponerle al continente un control comercial que atara “por la espalda, con lazos políticos, las manos de los pueblos compradores para llenarles los bolsillos indefensos de cotones a medio pintar y jabones de Colgate”. Martí lo puntualiza en lo que parece ser una glosa del diario The Tribune. El plan lo simbolizó al desnudo el paseo preparado por los anfitriones para los delegados hispanoamericanos al foro. The New York Herald, poderoso vocero de la voracidad imperialista citado por Martí, apuntó: “Es un tanto curiosa la idea de echar a andar en ferrocarril, para que vean cómo machacamos el hierro hacemos zapatos, a veintisiete diplomáticos, y hombres de marca, de países donde no se acaba de nacer”.

Obra de Ernesto García Peña
 

Velando por la dignidad de esos pueblos —que el menosprecio imperialista injuriaba—, Martí se opuso por igual al eurocentrismo y a las falacias propalados por los Estados Unidos. En 1889 publicó la revista La Edad de Oro, dirigida a público infantil y adolescente, y al inicio del tercero de los cuatro números que tuvo esa publicación puso el artículo dedicado a la Exposición de París. Esta se pensó para celebrar el centenario de la Revolución Francesa, que ha dado pábulo a ideales y teorías sobre derechos humanos, tan burlados en el mundo por quienes capitalizaron como beneficiarios privilegiados aquella gesta, y por quienes dan continuidad a tal estirpe.

Martí describió desde Nueva York varios de los pabellones de la Exposición, en especial los de nuestra América. Lamentó no haber podido detenerse en el de Suiza, “con su escuela modelo, sus quesos como ruedas y su taller de relojes”. Acaso le faltó información, o espacio. Pero lo más sugerente radica en el saldo significativo que reconoció a la Revolución Francesa: “Ni en Francia, ni en ningún otro país han vuelto los hombres a ser tan esclavos como antes”. En lo que añadió podría leerse un llamamiento al deber ser, más que un elogio de la celebración: “Eso es lo que Francia quiso celebrar después de cien años con la Exposición de París. Para eso llamó Francia a París, en verano, cuando brilla más el sol, a todos los pueblos del mundo”.

Hablaba quien echó su suerte con los pobres de la tierra, el poeta que escribió: “Bien: yo respeto/ A mi modo brutal, un modo manso/ Para los infelices e implacable/ Con los que el hambre y el dolor desdeñan,/ Y el sublime trabajo; yo respeto/ La arruga, el callo, la joroba, la hosca/ Y flaca palidez de los que sufren”. El sufrimiento lo ejemplificó en particular con inmigrantes que padecían en los Estados Unidos, como el desgarrador al cual dedicó otro poema, “El padre suizo”.

Lo encabeza un despacho periodístico sobre una tragedia ocurrida en la localidad de París, del condado estadounidense de Logan, y trata sobre Edward Shwerzmann, quien no halló otra salida que arrojar a un pozo a sus tres hijos pequeños y lanzarse tras ellos. Interpretando el hecho como la desesperación de un padre amante, Martí escribe: “¡Padre sublime, espíritu supremo/ Que por salvar los delicados hombros/ De sus hijuelos, de la carga dura/ De la vida sin fe, sin patria, torva/ Vida sin fin seguro y cauce abierto,/ Sobre sus hombros colosales puso/ De su crimen feroz la carga horrenda!”

Especial homenaje a Martí por la Revolución Cubana lo concentra una realidad recordada al calor de la nueva cita del Consejo de Derechos Humanos: millones de niños subviven enfermos y hambrientos, sin escuelas, en calles del mundo, y ninguno en Cuba, que colabora intensamente con los pobres de la tierra. El uso de la expresión “derechos humanos” se reforzó en el siglo XX, pero el ideario martiano condena a quienes la manipulan para imponer sus “derechos de opresión”. A los ojos de la humanidad se agrava la tragedia del pueblo palestino. ¿Se puede hablar tranquilamente de derechos humanos viendo cómo el imperio los viola en tantas partes del planeta?