Qué entender por música actual parece ser la primera cuestión implícita a dilucidar en el análisis del tema que nos ocupa.

Relativamente fácil sería la tarea si limitásemos su enunciado a un calificativo que precise alguna esfera específica de la creación musical, a un estilo de los varios que han dado en llamarse contemporáneos o modernos, o si nos enfrascásemos en el examen de alguna corriente o escuela —bien que ello nos llevaría a discusiones de tipo esteticista frecuentes en escritos y debates en reuniones de esta naturaleza—, y claro está, como se ha hecho hábito en ellos, concluiríamos nuestras encomiables labores en la redacción de algún documento que resumiese lo que de común hubiera en el total de la ideas expuestas, o bien, si ello no fuera posible, que dijese lo diferente a todo lo expresado en los análisis, práctica que no por ilógica es menos usual.

Son escasos los estudios integrales del fenómeno musical tal y como este sucede en la realidad.

“Otro gallo cantaría” si por música actual comenzamos alguna vez a comprender toda aquella que se interpreta y escucha en el tiempo y espacio en que vivimos como seres sociales; toda la que suena, no solo en las salas de conciertos y teatros, sino en los radios, televisores, fiestas sociales y domésticas, centros de recreación y de trabajo, en los celulares por las redes sociales, etc., y todo ello con independencia de nuestros hábitos y gustos personales.

Que la crítica, la pedagogía, la historiografía y la teorética constituyen vías para el conocimiento de la música, es algo que no precisa demostración. Pero: ¿de qué música? He ahí la esencia del problema.

De todos es sabido que estas ciencias y disciplinas han elaborado principios diferentes de enfoque y análisis para las diversas músicas por esferas, épocas y culturas, y sabemos también que son muchos aún los campos de la creación musical que no tienen en las disciplinas mencionadas una fuente consagrada del conocimiento, y precisamente los más de todos son aquellos que se están desarrollando en nuestros días.

A ello puede añadirse que son escasos los estudios integrales del fenómeno musical: tal y como este sucede en la realidad, y que esta realidad a que hago mención es que la música actúa sobre todos nuestros semejantes, no de una forma coherente y seleccionada, sino de manera caótica, asistémica, merced a la acción de los múltiples recursos de la llamada comunicación masiva y al uso cada vez mayor de la música acompañando las más diversas actividades de las personas en sus relaciones sociales cotidianas.

De lo que se trata entonces es de cómo sistematizar, al menos en el pensamiento de las personas, para el disfrute y el conocimiento social de la música, ese entorno caotizante de ella que la realidad nos condiciona.

Que la crítica, la pedagogía, la historiografía y la teorética constituyen vías para el conocimiento de la música, es algo que no precisa demostración. Pero: ¿de qué música? He ahí la esencia del problema.

De indiscutible importancia en la realización de esta tarea es el papel de la crítica, la pedagogía, la historiografía y la teorética musicales, y podríamos añadir de la sociología, la psicología social y otras ciencias y disciplinas afines. Es tal la conciencia de que ello es así, que en los diversos medios masivos de comunicación se observa la participación creciente de especialistas en diferentes ramas de las ciencias y disciplinas sociales: psicólogos, pedagogos, sociólogos, periodistas, filólogos, historiadores de arte y otros, entre los que se incluye a los dilettante, que han ido paulatinamente asumiendo responsabilidades como comentaristas, críticos, analistas, animadores culturales, asesores y hasta directores de programas musicales.

Llegado aquí cabría preguntarse: ¿Y los musicólogos? Bien. Ensimismados en nuestras cátedras, institutos de investigación, museos, sociedades musicales, orquestas sinfónicas, o en las investigaciones de campo sobre el folclor, etc., desde los cuales, esporádicamente y solo cuando el asunto se relaciona de cerca con nuestras tareas específicas, nos pronunciamos sobre algún que otro aspecto de la música en los medios masivos, en ciertos casos a modo de una literatura altamente tecnicista, que a la vez que les acerca entre sí, les aleja del gran público por la incomprensión de su lenguaje y la falta de vínculos directos con la realidad objetiva de la difusión musical.

Nos enfrentamos así a un problema cardinal: el papel de la musicología en el estudio, selección y valoración de la música para su difusión y conocimiento social. Si se me permite, deseo que sea considerado este el verdadero objetivo del presente trabajo.

En la música se distinguen con claridad dos grandes tipos a partir de sus funciones prácticas primarias: la música para escuchar y la música para bailar.

No tengo en cuenta en esta generalización al folclor —arte eminentemente sincrético—, el que por la multiplicidad y complejidad de sus funciones requiere de un enfoque particular.

En los géneros de la música que hoy llamamos profesional de conciertos (conocida también como culta, de compositores, erudita, académica, etc.), la función bailable, que se concentraba hasta el siglo XIX en los saraos de la alta aristocracia, desapareció progresivamente durante esa centuria en la misma medida en que una música, popular por naturaleza y de salón por sus funciones, fue desplazándola de las preferencias y gustos del bailador; lo que desde entonces hasta nuestros días ha determinado que las expresiones de esa música profesional de conciertos hayan adoptado un solo tipo de función práctica primaria: el de música para escuchar, teniendo en cuenta que la otra función se concentró en una música para integrarse a las diferentes formas y tipos de la danza teatral, bailada, sí, pero por bailarines profesionales, no por sus públicos, que quedaron como receptores auditivos, visuales e intelectuales de esas manifestaciones artísticas.

En la música se distinguen dos grandes tipos a partir de sus funciones prácticas primarias: la música para escuchar y la música para bailar.

La otra música —conocida como popular, de entretenimiento, de recreación, de estrada, etc.—, a la que habré de llamar música popular profesional, sí ha conservado hasta nuestros días las dos funciones prácticas primarias antes señaladas.

Insisto en este concepto de función práctica primaria, por cuanto el ejercicio de la música en el transcurrir de la historia ha generado el surgimiento de otras funciones prácticas, a las que llamaré secundarias, derivadas de las primeras y sustentadas en ellas.

Se impone aquí una reflexión sobre el contenido del concepto función práctica de la música.

Científicos marxistas han visto en el arte (incluida la música) una forma de asimilación práctico-espiritual de la realidad, y por “práctico” han comprendido no solo las funciones práctico-utilitarias inmediatas que las diversas artes pueden aportar en sus formas materiales, que se concretan en objetos, en ciertos casos hasta de uso común —aunque sin perder sus cualidades artísticas—, sino también y fundamentalmente otras funciones prácticas de un contenido más profundo, relacionadas con la vida espiritual de la sociedad y que constituyen además funciones integradoras, comunicantes, aglutinadoras alrededor de determinadas necesidades y objetivos de los colectivos humanos.

Así, por ejemplo, puede considerarse la música religiosa como un factor importante en la transmisión y perpetuidad del culto, en la medida en que ella contribuye a fijar imágenes e ideales comunes y a transmitirlos de generación en generación.

Cabría preguntarse: ¿Y los musicólogos? Bien. Ensimismados en sus cátedras, institutos de investigación, sociedades musicales, orquestas sinfónicas, o en sus investigaciones de campo sobre el folclor…

Claro está, en el arte subyacen valores que son a la larga más profundos e imperecederos. Ello hace que cuando la religión, por su proyección en el devenir histórico, entra en contradicción con intereses e ideologías de ciertas capas de la población, y por tanto la función de esa música —que originalmente pudo haber satisfecho una necesidad social— se torna total o parcialmente retardataria o negativa, no obstante subsisten en ese arte musical otros valores que rebasan las fronteras de su función directa original, y que lo perpetúan: por ejemplo, la magnitud, grandeza y belleza de la creación humana y su acción bienhechora sobre las personas, por lo que se constituye en un patrimonio cultural.

Otro ejemplo puede serlo la música de contenido patriótico, aunque en este caso la función práctica nunca llega a entrar en contradicción con los intereses de las capas más progresistas del pueblo, aun a pesar de que transcurran largos períodos de tiempo. Sin embargo, sí puede suceder que la formulación estética que los individuos de una época imprimieron a la música que porta esos ideales patrióticos, haya cambiado para los creadores musicales del presente, pero eso nunca es motivo de contradicción, en cuyo caso las obras no se devalúan, permaneciendo su vigencia y existencia a modo de un reservorio o tesoro cultural, simbólico, así como testimonio histórico de la evolución del pensamiento estético e ideológico de una sociedad dada en un período concreto, pasando a formar parte igualmente del patrimonio cultural.

A partir de estos ejemplos debe quedar claro que el tipo de función práctico-espiritual en la música no es solo aquel que se refiere a las posibilidades de su uso práctico inmediato en la vida cotidiana, a la vez que su impronta y trascendencia social son innegables.

Resumiendo, cuando hablamos de una música para escuchar o para bailar, lo hacemos a partir de definir sus funciones prácticas primarias, las cuales tienen un carácter utilitario inmediato; cuando decimos música patriótica, religiosa, fúnebre, solemne, festiva, etc., estamos precisando su función práctica secundaria, donde el concepto práctico debe entenderse como práctico—espiritual en el sentido ya enunciado y ejemplificado. Ello con independencia de las variantes genéricas concretas en que esta música se exprese: villancico, plegaria, misa, himno, marcha, sinfonía, canción, son, hip-hop, reguetón, etc.

En nuestros días el término “percepción” se torna insuficiente para explicar lo que ocurre en el acto de asimilación de la música popular profesional.

La musicología ha aportado un caudal de análisis y generalizaciones teóricas sobre la conformación y carácter de estas funciones prácticas secundarias, aun cuando no se haya empleado la terminología usada por nosotros para designarlas. Es este, sin embargo, un campo de la investigación poco transitado y preñado de grandes lagunas.

La mayoría de los trabajos existentes alrededor del tema se refieren a la música de conciertos, y muy poco se ha hecho en el ámbito de la música popular profesional, a pesar de ser esta la que en todo el mundo constituye un arte de asimilación masiva y dinámica, en el entorno sonoro de la gran mayoría de los habitantes de nuestro planeta, muy especialmente en Cuba.

En nuestros días el término “percepción”, acuñado por la estética para designar el conjunto de procesos por los que se verifica la asimilación de la obra de arte por el individuo, se torna insuficiente para explicar lo que ocurre en el acto de asimilación de la música popular profesional, a través de sus diversas formas de plasmación y propagación. Así ha surgido la utilización del término “consumo” para referirse a estos procesos.

En el grueso de la literatura actual existente sobre el asunto de la relación arte-público en la música popular profesional, se emplea el concepto consumo de la música, lo que a mi juicio no es casual, ni se puede explicar solo por la puesta en moda de la palabra. Estamos en presencia de un problema semántico profundo, reflejo de la situación en que se halla la música popular profesional y el lugar que ella ocupa en la vida de la sociedad moderna.

¿Por qué utilizar la palabra consumo en lugar de percepción, si aquella es menos científica en lo que al arte se refiere, e incluso menos bella en su expresión literaria? Pienso que ello se debe a dos causas primordiales.

Primero, que el término percepción indica un proceso que se origina y verifica en lo individual (aunque en general posteriormente adquiere una trascendencia colectiva); mientras que consumo, en su acepción más moderna y generalizada, supone un fenómeno de carácter masivo.

Segundo, que el término percepción señala el acto de asimilación psico-emocional de lo percibido, lo cual supone el desencadenamiento de un complejo proceso sensorial-intelectual en el individuo perceptor; mientras que consumo indica una función más utilitaria de lo consumido, que es, por definición, “cosas que con el uso se extinguen o destruyen”.

He ahí el quid de la cuestión: quienes emplean el término consumo de la música lo hacen conscientes —o al menos lo intuyen— del carácter temporal, transitorio, finito de la presencia vital de esa música a la que se refirieren. Y es que una parte de las expresiones de la música popular profesional está sujeta a una regularidad que no actúa sobre el resto de las músicas: la moda.

Las funciones prácticas primarias y secundarias de la música actual no se limitan ya a las que clásicamente se mencionan en tratados y libros.

La música popular profesional está directamente interrelacionada con los hechos cotidianos de la vida social y es reflejo de ellos, de ahí que el papel de sus funciones sea más inmediato y por ende satisfaga necesidades más utilitarias, dentro del complejo mecanismo de la vida cotidiana moderna.

Este hecho, de trascendental importancia para comprender el lugar y verdadero valor de las diversas expresiones de la música popular profesional en la cultura de nuestro tiempo, y su explosiva difusión entre las grandes masas de la población a nivel mundial, ha sido lamentablemente inadvertido por muchos científicos de la música a pesar de su enorme significación.

He escuchado a muchas personas, incluso cultas, y hasta a músicos serios, emplear frases tales como: música para dormir, música para leer, música para manejar, música para enamorar, música para afeitarse, música para desconectarse (en nuestro país se utiliza en el argot esta palabra como sinónimo de relajarse o abstraerse de las preocupaciones), frases todas de uso frecuente en amplios sectores de población.

Ello, claro está, no es un indicador científico; sin embargo, constituye un elemento sintomático digno de consideración, que se interrelaciona con el asunto que vengo tratando de estudiar.

Pienso por consiguiente que los musicólogos que pretendan desentrañar el intríngulis de la comunicación a través del arte musical no pueden obviar estos hechos, y que su objeto de trabajo está no solo en las salas de conciertos y teatros operísticos y de espectáculos musicales, sino también en las fiestas juveniles, en el estudio del empleo doméstico de la música, en el análisis de la relación de la música y el trabajo, de la música y el descanso pasivo, de la música en las actividades de movilización social y, sobre todo, de la música que se difunde por los medios masivos de comunicación y su efecto sobre los oyentes y espectadores.

Está claro para mí que las funciones prácticas primarias y secundarias de la música actual no se limitan ya al tipo de las que clásicamente se mencionan en tratados y libros, y que su rango y espectro han crecido en la misma dimensión en que lo ha hecho la dinámica de la vida moderna.

¿Cuáles son esas funciones; cómo se caracterizan; a que fenómenos de la vida cotidiana responden; cuáles necesidades concretas satisfacen; por qué estas músicas se expresan estéticamente de esa forma cambiante, donde los valores poseen a veces la temporalidad de algunos años, y sin embargo, mientras perduran, influyen en grandes masas de personas; por qué algunas tienden a prolongarse más en el tiempo; qué regularidades de carácter psicosocial condicionan estos aspectos? A esas y muchas otras interrogantes debe y tiene que responder la musicología, si aspira a llegar a explicar y contribuir a transformar el universo sonoro de la sociedad.

Una parte de las expresiones de la música popular profesional está sujeta a una regularidad que no actúa sobre el resto de las músicas: la moda.

Para la mayoría de la gente en la actualidad es tan importante —y a veces más— la vida cotidiana que la vida en su proyección filosófica y social. En un mundo donde la posibilidad de la guerra nuclear y la existencia de terribles pandemias pueden, en un breve lapso de tiempo histórico, cambiar radicalmente el curso de evolución de la especie humana, esta ha comenzado a transferirle a los hechos de la vida cotidiana una especial significación.

La música es el reflejo de ello. Y este panorama, que es solo característico de nuestra época, no tiene una explicación elaborada por ninguna de las escuelas ni corrientes estéticas ni filosóficas anteriores. Es un problema del mundo de hoy, de nuestros días, que solo pueden estudiar y explicar los hombres y mujeres de hoy.

Estamos pues ante uno de los más complejos, vitales y urgentes problemas de investigación que se haya podido plantear a la musicología y a las ciencias sociales afines a ella, lo que requiere la creación de un equipo multidisciplinar de investigadores, con el debido soporte de las varias instituciones implicadas, capaces de diseñar, planear, ejecutar estos estudios, elaborar a partir de ellos las recomendaciones que se deriven para implementar en la política cultural, así como monitorear los resultados de su aplicación. Mientras tanto, y a la vez, la crítica, la pedagogía, la historiografía y la teorética musicales deberán poner este asunto en el centro de su atención.

Este es, en mi modesto entender, uno de nuestros más grandes retos como musicólogos cubanos de hoy.

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