La Riso y el dilema del libro: ¿menos es más?

Ricardo Riverón Rojas
18/2/2019

Recuerdo con total nitidez aquel día de septiembre de 1990, cuando los medios nos avisaron, con pavorosos detalles, sobre el período de restricciones extremas que nos tocaría enfrentar. La denominación de “Período Especial en tiempos de paz” tenía su origen en los planes de preparación para la defensa, puntillosamente elaborados prácticamente desde el triunfo de la Revolución. Aquellos protocolos, atendiendo a su génesis militar, estaban pensados para una situación de guerra.

 El panorama que hoy vemos nos confirma que ya no será posible, para las ediciones territoriales, sostener el
sobredimensionamiento del catálogo que propició el salto cuantitativo en el año 2000. Foto: Internet
 

La traslación de la etiqueta a un momento no bélico buscaba, acertadamente, ponernos frente a la equivalencia de que, sin guerra, nos tocaría asumir, y superar, un desabastecimiento y una parálisis económica similares a los asociados a un evento de esa naturaleza.

Los que entonces éramos relativamente jóvenes, económicamente activos y sentíamos la necesidad de preservar las reivindicaciones sociales que la Revolución nos trajo, decidimos enfrentar la nueva situación dándole el pecho a cualquier adversidad. Se sabe, los ajustes fueron traumáticos, no solo en el terreno de la alimentación sino en el funcionamiento total de una sociedad estructurada con el propósito de satisfacer las necesidades materiales y espirituales de toda la población.

Inaugurábamos una etapa de precariedad extrema, de sobrevivencia angustiosa, y al parecer el hecho de que fuéramos debutantes en ese camino activó mecanismos que, sabiamente conducidos, fijaron prioridades y estrategias para preservar lo esencial. La cultura contó con el gran privilegio de marcar la primera prioridad, pues en aquellos instantes en que se decía que lo más imperioso era: “Salvar la Patria, la Revolución y el Socialismo” Fidel enunció uno de sus preclaros principios: “La cultura es lo primero que hay que salvar”.

La sociedad cubana tenía, heredados quizás de los años precedentes, mecanismos de conciliación y encadenamiento productivo superiores a los de hoy. El estado controlaba y administraba, centralmente, la inmensa mayoría de los medios de producción y las fuerzas productivas que tributan al nivel de vida de los ciudadanos. El apremiante Período Especial obligó a establecer complementariedades que, como paliativos, resultaron eficaces en pos de la sobrevivencia de los más caros proyectos.

El sistema del libro, severamente golpeado por la drástica reducción de entrega de papel e insumos procedentes del campo socialista, halló reservas y basado en esos principios instrumentó el paliativo de las plaquettes para que la literatura cubana siguiera siendo un cuerpo vivo: medio pelo del lobo, es cierto, pero nunca quedamos totalmente pelones.

La industria poligráfica y el sistema de la prensa asumieron la iniciativa de poner a disposición de la producción editorial toda la recortería de papel que generaran, en el caso de la primera, y de los llamados picos de las bobinas con que se imprimía la prensa diaria en el caso de los rotativos[1]. Gracias a esa estrategia nacieron y marcaron sus primeras acciones de desarrollo los sellos de las provincias.

En aquellos años me desempeñaba como director de la que hoy se llama Editorial Capiro; nuestros planes estabilizaron su producción entre 8 y 10 títulos al año, con una tirada promedio de 2000 ejemplares. Debo aclarar que, atendiendo a la relativa autonomía de que disponíamos, los conductores de procesos en los territorios podíamos aplicar las orientaciones del modo que creyéramos más eficiente, siempre que no se tratara de variantes descabelladas.

En el caso de Capiro decidimos no hacer plaquettes (pocas páginas sin encuadernación, como se sabe); sencillamente acordamos con el taller poligráfico que con los materiales asignados para hacer 50 de estas, nos procesaran 10 cuadernos, algo más voluminosos y engrapados a caballete, pues solo implicaba, como costo adicional, el beneficio de la presilla. Con los tortuosos algoritmos del Período Especial se inició la aventura de ese gran fenómeno que diez años después recibió el bautizo de Sistema de Ediciones Territoriales.

Es conocido el gran impulso que recibió la plataforma editorial de toda la nación con aquellas inversiones que por iniciativa de Fidel, en el año 2000, dotaron a nuestros sellos provinciales de tecnología, insumos y plantilla, además del acceso a todos los espacios de promoción y comercialización existentes. Dicho salto también fue posible —deuda que no sé si se salda adecuadamente en el discurso institucional— gracias a aquellos balbuceos y epifanías de la crisis precedente, pues se equiparon casas editoriales cuya fundación databa mayoritariamente aquellos duros momentos.

Un dato de interés es que las editoriales triplicaron (algunas más) sus planes. Capiro pasó de 10 títulos como promedio a más de 30. El aseguramiento fue total durante más de una década.

Las presentes reflexiones las motiva el hecho de que según mi apreciación, estamos abocados a un nuevo cambio, no sé si para mal, en la ejecutoria del Sistema de Ediciones Territoriales. Según datos ofrecidos en el balance del Centro Provincial del Libro en Villa Clara, el plan de 2017 se terminó en diciembre de 2018, y al cierre de ese año aún no se había procesado ningún título del año en cuestión. La causa es parecida: falta de papel e insumos.

Por testimonios de otros editores he escuchado que hay casas que incluso llevan varios años sin producir un título, aunque, en honor a la objetividad, la causa no siempre se localiza en razones de logística, sino también en desajustes organizativos de las propias editoriales.

La voluntad estatal de sostener el proyecto existe, y nos consta, pero la realidad es que los recursos no llegan. Y como resultado los libros no salen. Tal es el caso de los concebidos para la tecnología Riso. Pero también se sabe que la industria poligráfica tampoco procesa los que les corresponde, como respuesta a deudas envejecidas de las editoriales.

En el saco de lo que la industria poligráfica no procesa caen también las cubiertas de los títulos de la Riso, que no entran a los poligráficos “por la canalita” de las afectaciones que inscriben en sus convenios con el Instituto Cubano del Libro a través de su área Técnico-Productiva. Cada provincia debe lograr su acuerdo específico con la poligrafía, y estos se materializan de manera muy dispar.

El panorama que hoy vemos nos confirma que ya no será posible, para las ediciones territoriales, sostener el sobredimensionamiento del catálogo que propició el salto cuantitativo de 2000. Incluso, podríamos exhibir peores resultados que en los años 90, si atendemos a que en aquellos tiempos nunca se arrastró todo el plan de un año para el otro.

En el reciente balance del Sectorial Provincial de Cultura de Villa Clara, al cual asistí, se debatió, como era de suponer, el tema de la sequía editorial. Las intervenciones del vicepresidente del Instituto Cubano del Libro y el viceministro de Cultura nos pusieron de nuevo ante el mismo panorama, que sabemos real, de desabastecimiento por falta de recursos financieros y limitaciones asociadas al bloqueo. Tampoco podríamos girar con la lógica de la complementariedad y la “economía de guerra” de los 90.

Por duro que parezca, y aunque con ello vaya contra mis propios intereses y los de otros escritores, creo que si las carencias y dificultades del país tienen casi la altura que tuvieron en 1990, de manera que no es viable garantizar el componente material e industrial de aquellos grandes planes, al sistema del libro le va quedando como alternativa, hasta tanto se recupere la economía, una dolorosa vuelta de tuerca en sentido contrario.

Lo controvertido de mi planteamiento es que lo que quizás signifique un retroceso en el orden cuantitativo tal vez tenga una repercusión positiva en lo cualitativo. Publicar un menor número de títulos es mejor que no publicar ninguno. No tiene sentido acumular, unos sobre otros, copiosos planes editoriales hasta que la deuda de títulos resulte impagable.

Un elemento nuevo es que las estructuras administrativas y de gobierno de las provincias podrían —y creo que deben— jugar un papel superior en la compensación de las carencias asociadas al mecenazgo central. De hecho existen ejemplos que certifican el carácter no utópico de esa aspiración. Puedo dar testimonio de que el Sectorial Provincial de Cultura de Villa Clara así lo comprende a la par que ejecuta fuertes acciones en ese sentido.

No obstante esta última afirmación, reducir los planes —en títulos, no en tiradas— y afinar la puntería con el catálogo aplicando una cota de rigor “no masificativa” sería beneficioso para los abultados inventarios y las copiosas deudas de los centros del libro, y también para la literatura. Acercar más la producción a la demanda sería sano.

Mucho ayudaría si algún fragmento de ese 1% de que disponen los gobiernos municipales, reorientado hacia la promoción de la literatura, apuntalara también lo que considero una de las más trascendentes experiencias culturales en la historia de la nación. No perdamos de vista que se trata de un proyecto que el año que viene cumplirá 30 años de brega, a veces con más recursos, otras con menos, pero siempre dispuesto a no dejarse derrotar por las coyunturas.

Notas:
 

[1] Los picos no son otra cosa que el papel remanente que queda en una bobina al concluirse la tirada de la prensa diaria, pues en la edición siguiente se debe comenzar con una bobina nueva.