Las manos del fulgor

Reinaldo Cedeño Pineda
6/7/2016

“Eso que se levanta, que viene. Eso que sacude la tierra, es el carnaval”. Enrique Bonne sabe lo que dice. Tal vez no hay mejor definición. Durante casi tres décadas, el maestro estuvo al frente de los desfiles y comparsas de la principal festividad popular de Santiago de Cuba. 
“El de Santiago nunca ha sido un carnaval de lujo, sino un carnaval de pueblo. Antes de la Revolución, la gente se separaba en sociedades: los blancos en un lugar y los negros en otro; pero cuando llegaba el carnaval, cuando pasaba la conga, todos se fundían. Había quien se disfrazaba de mujer, de cualquier cosa… porque era algo abierto, donde la gente perdía el complejo”. 
Pero, ¿cuándo ocurrió el primer jolgorio público, cuándo el primer pasacalle? Encontrar los antecedentes es siempre labor de órdago. La historiadora de la ciudad, la doctora Olga Portuondo Zúñiga, recuerda que: “[…] el carnaval contemporáneo de Santiago de Cuba resulta de varias festividades profanas  y religiosas que en el transcurso de decenios se entrecruzaron, rehicieron y agruparon en fechas específicas, tal y como hoy lo conocemos” [1]. 
Una atmósfera casi carnavalesca describe el musicólogo Pablo Hernández Balaguer en la procesión del Corpus Christi, ya en los 1600 y tantos. En diferentes épocas, cronistas e investigadores se refieren a las festividades de carnestolendas: consumo de carnes y mucha algazara antes de cuaresma. También a los mamarrachos, que toman el siglo XIX como espacio de eclosión.
Emilio Bacardí recoge en sus célebres Crónicas de Santiago de Cuba que en San Juan, después de baños vivificadores en el río, “[…] una infinidad de personas de ambos sexos y colores […] entraban en la ciudad con gran alboroto y alegría montados en caballos, mulos y burros encintados” [2]. Los festejos de San Pedro, Santiago, Santa Cristina y Santa Ana reforzaron la costumbre de las celebraciones públicas.    
El carnaval santiaguero tiene entre sus orgullos, agrupaciones centenarias  como los Cabildos Carabalí Izuama y Carabalí Olugo, así como la Tumba francesa La Caridad de Oriente, esta última declarada Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad. Sus raíces bordan la herencia africana y caribeña, la lucha por la libertad y la ayuda mutua. Al lado de la renovación, vive el respeto. 
Aunque más de una acción revolucionaria se amparó en tiempos de carnaval, cuando en la mañana de la Santa Ana de 1953, el verde olivo asaltó los muros del Moncada, cristalizaron la rebeldía, la cultura y el aliento popular que conforman la fisonomía de la ciudad.  
Es una historia fértil en acontecimientos, recreaciones, personajes y rivalidades que, con su sello propio, persisten hasta hoy. Es el río de pueblo Trocha arriba y Martí abajo, los muñecones y las carrozas, los caballitos de trapo, las máscaras…
Cada julio la ciudad se sacude el estrés y el calor con una jarra de cerveza fría, mueve su cintura ancestral, se desinhibe y reinventa. Esa heredad histórica y artística mereció para el carnaval santiaguero en 2015, la condición de Patrimonio Cultural de la Nación.

El rostro
Pudiéramos escoger muchos rostros para tipificar el carnaval. El de un capero, abriendo su tela brillante en medio de la avenida; el del Paseo de los Hombres-Carroza, que ha renovado la imagen del rumbón; el de las chicas y chicos del paseo de La Placita, o acaso, el rostro sudoroso y feliz de los tocadores de la conga de San Agustín…
Así y todo, en ningún caso podremos dejar de mencionar a Dagoberto Gaínza. Como un lazo con la historia, él es quien abre cada festejo. Su largirucha figura desanda las calles. 
En estos calores nació, el 9 de marzo de 1940. El Conjunto Dramático de Oriente (luego Cabildo Teatral Santiago), le acogió. Dejó el pellejo en sus tablas y en el “teatro de relaciones”. Continuó en Calibán Teatro, y cuando algunos se acogen al retiro, fundó el proyecto “A dos manos” junto a su esposa, la también actriz Nancy Campos.  
Rindió a Cuba con Dos Viejos Pánicos, de Virgilio Piñera. Se fue a México, a Venezuela, a prender la chispa en los barrios. Se subió a un caballo enorme y se fue al Festival de Almagro, se fue a Cádiz. Sin embargo, ningún aplauso ha podido remover su fidelidad al interpretar al Santo Patrón de la ciudad.
Dagoberto sustituyó un día al actor Héctor Echemendía en la obra De cómo Santiago Apóstol puso los pies en la tierra. “Y no hay Dios que me lo quite”, afirma después de tantos años. Raúl Pomares, el autor de la pieza teatral, tomó como inspiración la escultura del santo a caballo, atesorada en el Museo Emilio Bacardí. 
La pieza corporizaba a Fernando VII, pero al morir el monarca español, cargó sobre sí el deseo de muchos de tener una representación de Santiago Apóstol. Así, en el temprano decimonónico, pasó de rey a santo. Sin embargo, su sombrero con el ala frontal hacia arriba acabaría haciéndole “guiños” a los mambises. Y la estatua debió ser rescatada de las rejas.
Este es el Santiago Apóstol que incorpora en cada carnaval Dagoberto Gaínza. Es la mixtura del santo protector, el guerrero y el mambí. El Apóstol que ha bajado del caballo, que ha puesto los pies en la tierra, que va a arrostrar la misma suerte de su gente.  Es el custodio de la llama.  
Se mueve con aquel su rostro blanco, la capa, la espada de Apóstol, curva como una serpiente, curva como sus montañas. Toda la ciudad cabe en su mirada. Y en el aire queda un encantamiento, no sé que de perpetua vigilia, cuando pasa. 

El sonido
Sin corneta china, no hay carnaval en Santiago. Es el sumun. Sonó por vez primera en 1915, en El Tivolí, barrio de ascendencia francesa. Su primer intérprete fue el joven Juan Bautista Martínez, en la comparsa que dirigía Feliciano Mesa, a quien se adjudica haber traído el instrumento a la ciudad. Tal es la investigación que encontramos en el Museo El Carnaval, asentado en una casona de arquitectura colonial en la calle Heredia.
Aquella fue el arma secreta, el Gallo Tapa'o de los integrantes de la comparsa en su competencia con la de Los Hoyos. Dicen que el triunfo fue tan avasallante que el tocador estuvo en riesgo de ser envenenado. La narración oral es exquisita en anécdotas. 
Es difícil decir ahora mismo dónde encontraremos al mejor tocador de corneta china. Algunos legendarios han desaparecido, pero muchos jóvenes le siguen los pasos. En lo que todos coinciden es en la maestría de Joaquín Emilio Solórzano Benítez, director del gremio de corneta china, recién constituido. 
“Para tocar la corneta china, hay que tener ritmo, oído y dedicarte a ella. Hay que tener fortaleza para soplar, pero a eso uno se acostumbra. Luego, la corneta siempre está en un rejuego con los tambores, con el toque de los músicos y con la gente que arrolla. 
“Viene un coro y la corneta china hace como una guía. Cuando uno se va en las invasiones o los desfiles, se necesita saber improvisar; se improvisa mucho y quien tenga la mente más clara, lo hará mejor. Creo que todo eso hace que sea un instrumento distintivo dentro del carnaval”.
Joaquín parece haber nacido dentro de una conga, allá en Alto Pino, porque desde los siete años ya andaba en esos trajines de manos de Buenaventura González. A estas alturas, ha ideado un método propio para tocar el instrumento que ha probado con hombres y mujeres, con lugareños y foráneos. 
Durante una década estuvo tocando en San Pedrito y ha estado vinculado como ejecutante o asesor a Paso Francio, El Guayabito, San Agustín y Los Hoyos. Son nombres claves, emporio de folclor, cátedra popular en los carnavales de esta región oriental.
Su nivel cualitativo le ha permitido compartir con la Orquesta Sinfónica de Oriente y su similar de Matanzas, así como con Ricardo Leyva, el grupo Los Guanches y hasta el afamado gaitero gallego Carlos Núñez. Actualmente dirige esa singular agrupación que es Los Tambores de Enrique Bonne. 
Suya es la corneta que suena en la pieza “Su señoría la conga”, de Enrique González (“La Pulga”), incluida en el fonograma No quiero llanto. Tributo a Los Compadres, del Septeto Santiaguero y José Alberto El Canario, que ganara en 2015 el Premio Grammy en la categoría de Álbum Tropical Tradicional.
 “La corneta china es un instrumento pentáfono, pero mi experiencia me dice que se pueden buscar todas las notas [3]. Hay que salir a buscarlas con el aire, pero hay que entrenarse en la agilidad de las manos, en la manera de ponerlas; dónde dejar medio huequito y si aprietas más suave por aquí y más fuerte por allá. Es muy importante la colocación de la boquilla, porque hasta con la lengua se sacan las notas”.
El sonido inconfundible de la corneta china es la orden. Es un llamado a los vivos y a los muertos. Suena el bocú, la tambora, repica la campana. El estribillo es la síntesis del último suceso. El coro sube, cala. El río inunda las calles de Santiago. Julio revienta. Eso que se levanta, que viene. Eso que sacude la tierra. El carnaval. 

Notas: 
1. Olga Portuondo: “El mamarracheo santiaguero: rivalidades entre comparseros”, en revista Del Caribe, Santiago de Cuba, N.62-63, 2014, p. 93. 
2. Emilio Bacardí: Crónicas de Santiago de Cuba, Barcelona, T. de Carbonell y Esteva, 1908-1913, V. II, p. 23.   
3. Una escala pentatónica, pentafónica o pentáfona en música es una escala o modo musical constituido por una sucesión de cinco sonidos, alturas o notas diferentes dentro de una octava. Característica de la música china y japonesa.