Los viejos heraldos: posturas que se bifurcan

Williams Enrique Tolentino Herrera
9/4/2019

Sobre la noción del tiempo se erigen clasificaciones de “lo viejo” y “lo nuevo” —o “lo menos viejo”—, más que para establecer escisiones, para evidenciar la posición ganada en una relación lineal de continuidad. Unos llegan, otros llegaron: en definitiva ambos coexisten y aprenden del otro, o se toleran, mientras el paso de los años sugiere el arribo de terceros “nuevos”. El umbral de esta sucesión suele ser de mayor incertidumbre, pues gravitan preguntas, aparentemente sin respuestas definitivas; se intuye el camino pero se ven solo sus primeros contornos. Mientras “lo menos viejo” irrumpe, quienes llevan más tiempo sobre sus espaldas suelen cuestionarse el rumbo o guardar silencio, lo cual no siempre es señal de aprobación resuelta.

Cuadro del documental Los viejos heraldos, de Luis Alejandro Yero. Foto: Tomada de Muestra Joven ICAIC
 

En torno a semejante escenario —y a conjeturas asociadas— oscila la obra Los viejos heraldos, del joven realizador Luis Alejandro Yero, que compartió la distinción de mejor documental junto con Brouwer. El origen de la sombra (Katherine Gavilán y Lisandra López Fabé), en la recién concluida 18va edición de la Muestra Joven, que cada año auspicia el ICAIC para la promoción de creadores y profesionales noveles en el ámbito de la producción y creación audiovisual. A esta distición se suma el Coral de cortometraje documental, obtenido en la última edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, La Habana 2018, y un no menos importante recorrido de la obra por varios connotados festivales internacionales de la cinematografía actual.

Semejante trayectoria hace referencia a la calidad del corto, cuya situación de partida es clara y vital para la intencionalidad discursiva perseguida: dos ancianos, Esperanza y Tatá, en medio de las rutinas de la producción de carbón y la tranquilidad hogareña, el sonido del campo y el silencio de la convivencia, experimentan el ascenso de un nuevo presidente cubano con menos efusividad que la destilada por la propaganda política en los medios. Son conscientes —o no del todo— del fin de una era: su era; del arribo de una nueva figura a la conducción política de la nación que, por mucho tiempo, o quizá desde siempre, han habitado. Son conscientes de cómo se alza “lo menos viejo”, de la cesión de oportunidades y espacios para la realización del otro, que en términos de continuidad puede entrañar también la realización de uno mismo.

No por ello se vive el cambio sin reservas. La resistencia suele ser una clave intrínseca a toda transformación, puesto que el establecimiento de “lo nuevo” implica subvertir la comodidad lograda a través de “lo viejo”. Varios son los métodos mediante los cuales se acentúa en Los viejos heraldos esa resistencia discursiva, por ejemplo: la equivalencia entre lo políticamente trascendental y lo cotidiano, las nociones idealizadas del canon propagandístico y la percepción acotada al aquí y ahora de los sujetos, las escenas que subrayan la continuidad de las rutinas aun en medio de situaciones relevantes, presuntas señalizadoras de un antes y un después.

En medio de fundamentalismos contemporáneos, reductores de la cotidianidad a una serie de hábitos, eventos y sucesos con poca o ninguna relevancia, en comparación con el vértigo en los dominios de la política —y por qué no, de la ficción—, el corto Los viejos heraldos insiste en la afirmación de que lo cotidiano también puede ser, y es de hecho, trascendente. Lo es para el contexto inmediato de Tatá y Esperanza, entre sorbos de café y ratos de compañía, en el consumo de televisión y de la soledad relativa del silencio, consecuencia de resistirse al sueño. Lo es porque está al alcance de sus manos preservar el entorno hogareño: desterrar el polvo y continuar las rutinas como significantes de estabilidad y sosiego. Pudiera serlo para los demás, pues en primera instancia las experiencias de los ancianos no difieren, en lo esencial, de las vividas por otros; toda variación circunstancial es solo eso.

El nexo objetivo entre ambos espacios, lo cotidiano y lo político, según el documental, es el consumo informativo. Sobre él se advierte el de las percepciones de Esperanza y Tatá. Sin embargo, lo político se presenta como una realidad peligrosamente distante de lo cotidiano, en tanto las percepciones de los protagonistas, más evidentes en el caso de Esperanza, se reseñan distintas a las priorizadas en el discurso televisivo. Así pues, se ponen sobre la mesa dos problemas: el de una escisión en ocasiones palpable, entre la opinión pública y la publicada, además de una tendencia hacia la despolitización de la vida individual y familiar, así como de su comprensión en ambientes restringidos.

Precisamente, en la señalización ora implícita, ora clara de estas dos problemáticas, radica otra de las virtudes de la obra. Se trata de una estrategia evidente de criticidad con el contexto cubano, en la cual prima más la apreciación de los protagonistas que el discurso explícito de los sujetos realizadores. Las reacciones de los dos ancianos, sus hábitos, sirven de detonante a una diversidad intencionada de posibles interpretaciones. Y así, otra vez, se aprecia una mirada desde la resistencia: tienen la voz quienes quizás hablen menos, pero dicen más con sus gestos y acciones.

Mientras, el halo de la continuidad viene dado, más allá de por la clara sucesión entre generaciones a la que se alude, por la posibilidad de vivir y revivir escenas semejantes. Hechos y circunstancias aparte, las sucesiones responden por lo general a necesidades históricas inobjetables y los roles que en ella se advierten —“lo viejo”, “lo nuevo”— son siempre escalables y temporales. La historia parece cíclica pero se construye en forma de espiral: en algunas décadas nada impide que las experiencias de Tatá y Esperanza se vean de nuevo reflejadas bajo la envoltura de otro contexto. Respecto a esa posibilidad, la obra galardonada en la recién concluida Muestra Joven, por momentos parece esbozar una de las interpretaciones primarias acerca del tiempo, plasmada por Jorge Luis Borges en su relato El jardín de senderos que se bifurcan: las probabilidades de que exista una infinita multiplicidad de escenas alrededor de un mismo suceso y sus protagonistas, que no siempre se viven o culminan de la misma manera y con los mismos roles, pero pueden asemejarse asimismo en algún punto.

En esta última mirada se abre la opción de disentir, de observarlo todo a partir de otro(s) sendero(s). El epíteto de heraldo debe atribuirlo el espectador, según el trayecto semántico elegido.

 
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