Más allá de la edición: el tercer tomo de la Correspondencia de Fernando Ortiz

Niurka Núñez González
23/6/2017

En abril de 2015, estando bien avanzado el procesamiento editorial del tercer tomo de la correspondencia de Fernando Ortiz [1], me sugirió Trinidad Pérez —su compiladora y vicepresidenta de la fundación que lleva el nombre del antropólogo cubano por antonomasia— que, en mi carácter de editora, escribiera la presentación del volumen. Le respondí honestamente, casi sin pensarlo, que no me consideraba merecedora de tal honor. Ya el hecho mismo de participar en este empeño me ha llenado de satisfacción y sano orgullo, y le agradeceré eternamente haberme invitado a hacerlo; pero asumir la redacción de tal nota me pareció tarea digna de algún intelectual de mayor renombre. Sin embargo, pensándolo bien, no pude resistirme a la oportunidad de compartir, aun cuando sea muy escuetamente, lo que para mí ha significado la edición de esta obra.

foto del intelectual cubano Fernando Ortiz
Fernando Ortiz. Foto: Archivo La Jiribilla

Como persona, la revisión de estas cartas me reveló a un Don Fernando más íntimo y, a la vez, invariablemente profesional que, no obstante sus múltiples labores —y también como parte de ellas—, encontraba tiempo para escribir a sus amigos y correligionarios; organizar actividades de promoción cultural –concursos, conferencias, sesiones artísticas–; emprender acciones de marcado activismo sociopolítico —por una escuela cubana, libre de escolasticismos, o por la protección de monumentos históricos; contra el fascismo, el nazismo y los totalitarismos de cualquier clase; contra el racismo y la discriminación racial—; sin dejar de dedicarle espacio, incluso, a agradecer las atenciones recibidas por aquellos que lo acogían en sus viajes por Cuba o en el extranjero, felicitar por los éxitos obtenidos o los libros publicados, atender asuntos familiares, o comunicar, alborozado, el nacimiento de su hija María Fernanda —ocurrido cuando el patriarca contaba ya 64 abriles—, que va a aparecer posteriormente, con frecuencia, como objeto de gozo y devoción.

Su escritura, además, revela a un hombre cordial, modestísimo y sin empaques al hablar de sí mismo, dicharachero, con un sabroso sentido del humor, no opacado por las dificultades acarreadas por el “mal de ojo”, ni el “ñeque”; que podía sentirse “guararey”, o aspirar a “echar un pie” en un “bembé”; que tenía “ecobios” y su “potencia de ñáñigos” y se refería, con el desprejuicio que emanaba de su dedicación honesta, a las cosas de sus “negritos”.

Como antropóloga —aunque, como bien lo ilustran las misivas, es extremadamente difícil deslindar al Ortiz individuo del Ortiz intelectual—, comprobé su erudición, su increíble capacidad de trabajo y análisis; su amplitud de miras y la ausencia total de encasillamientos dogmáticos; su envidiable genio para incursionar en las más variadas temáticas; su entusiasta labor docente; su ilimitado desprendimiento para responder a las solicitudes de colaboración de casi cualquiera que le contactara, y para intercambiar libros, revistas e información; su disposición para evaluar, polemizar respetuosamente, apoyar y avalar el trabajo de jóvenes investigadores —Rómulo Lachatañeré, Raúl Roa, José A. Portuondo, Manuel Moreno Fraginals, Carlos Rafael Rodríguez, y su muy cercano amigo y colaborador, Julio Le Riverend—; sus gestiones para recabar financiamiento para las instituciones y publicaciones que conducía o a las que pertenecía; o para agenciarse intermediarios que le localizaran datos, antiguos o actualizados, en los fondos de la Librería del Congreso, en Washington, o en fuentes atesoradas por personas e instituciones. No en vano se afirma que fue esta década, la de los años 40 de la vigésima centuria, la más fecunda y fructífera de su magnífica trayectoria.

En ella se sitúa, además de la publicación de algunos de sus libros más importantes —Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), Las cuatro culturas indias de Cuba (1943), El engaño de las razas (1946) y El huracán, su mitología y sus símbolos (1947)—, su enérgico batallar por la fundación del Instituto Internacional de Estudios Afroamericanos, “organismo sin carácter oficial y con propósitos meramente científicos”, consagrado a los problemas “de las poblaciones negras [de América] que, traídas del África, han originado importantes núcleos de población y fenómenos muy interesantes de compenetración de culturas, así como muy serios problemas económicos y sociales, derivados de los prejuicios racistas”.

Los títulos de los libros recién citados en el párrafo anterior —y recuérdese que, en el primero, regalaría a la ciencia su concepto de transculturación— bastan, ellos solos, para evidenciar que el antropólogo Fernando Ortiz llevaba la cubanía en la sangre: sus escritos están todos, casi absolutamente, transversalisados por el empeño en desentrañar las raíces y las cualidades de lo cubano, en todas las esferas de su materialización. Lo mismo se interesaba en las locuciones vernáculas del lenguaje, que en la alimentación, en las manifestaciones musicales y danzarias, en las expresiones religiosas, en el pasado aborigen…, siempre con el fin último de mostrar cómo los intensos procesos etnogenéticos acaecidos —y aún en constante “bullir”— en la Isla desembocaban en una nueva entidad nacional. Y, en ese bregar, también se inspiró en las grandes personalidades de la historia patria: fue defensor de Bartolomé de Las Casas, admirador consciente de José Antonio Saco y Félix Varela, martiano hasta la médula.

Disfruté muchísimo, sobre todo, descubrir que las cartas constituyen fuente de datos capaces de provocar ideas para retomar más de una investigación…

En este tomo se advierten, por otro lado, los cercanos lazos, personales y de confraternidad, que unieron al sabio cubano con lo mejor de la intelectualidad del patio y de su época, acentuados por la comunidad de afectos y, casi siempre, de intereses: los poetas Nicolás Guillén, Regino Boti y Regino Pedroso; los escritores Alejo Carpentier, Enrique Serpa, Lino Novás Calvo y Eladio Secades; los hermanos Zoilo y Juan Marinello; los historiadores Emilio Roig de Leuchsenring y Leví Marrero; los arqueólogos Felipe Pichardo Moya, René Herrera Fritot y Juan A. Cosculluela; los ensayistas Enrique Gay Calbó, Elías Entralgo, José A. Fernández de Castro, José Juan Arrom, Félix Lizaso, Vicentina Antuña, Enrique Noble y Jorge Mañach; el geógrafo Jorge A. Vivó; la folclorista Carolina Poncet; los líderes religiosos Eduardo Martínez Dalmau y Manuel Arteaga; el meteorólogo José Carlos Millás; el musicólogo y etnólogo Argeliers León…

Resalta, de manera muy especial, su apasionada batalla, aun cuando resultara infructuosa, porque se publicara y justipreciara la obra del casi olvidado ensayista Domingo Villamil.

También en provincias tuvo Ortiz colegas y colaboradores, a veces espontáneos, con los que intercambió correspondencia: la folclorista sagüera Ana María Arissó; el poeta Emilio Ballagas y el ensayista Manuel García Garófalo, villaclareños; el holguinero Severo de la Fuente, que le proporcionó para sus trabajos información y fotos sobre los caneyes; el poeta Manuel Navarro Luna, manzanillero por adopción; el periodista bayamés Roberto Alcantud; los escritores santiagueros Leonardo Griñán Peralta y Rafael G. Argilagos; el también santiaguero Arsenio Fonseca Dorado, que con tanta vehemencia le recopilara datos sobre tradiciones religiosas y folclóricas; Miguel A. Domínguez Téllez, el maestro e historiador de Alto Songo; el historiador Alberto Soler Zunzarren, el folclorista Luis J. Morlote y el músico Rafael Inciarte Brioso, todos guantanameros.


Fernando Ortiz. Foto: Tomada de Cubadebate

Otros músicos estuvieron en su círculo de relaciones —Gonzalo Roig, Eliseo Grenet, Edgardo Martín, Gaspar Agüero, César Pérez Sentenat y Obdulio Morales, y el crítico Orlando Martínez—, y lo apoyaron en los monumentales estudios que desarrolló sobre este tema, más admirables aún, dada su “incompetencia en el aprecio de [ese] arte”; como él mismo reconociera en cartas a Edgardo Martín: “no soy músico y solo me acerco a ese arte por la vía etnográfica que es la que me interesa”.

Se destacan aquí sus estrechos intercambios con antropólogos de talla mundial como Bronislaw Malinowski, Melville Herskovits —a pesar de las desavenencias que lastraron su relación con el norteamericano—, o el francés estudioso del Brasil Roger Bastide; con otros historiadores y pensadores estadounidenses: su amigo Henry A. Moe, Ralph S. Boggs, Lewis Hanke, Leland Jenks, W. E. Du Bois, Ralph L. Beals, Irene Diggs, Rayford W. Logan, Freda Kirchwey, Harold Courlander, o con el jurista italiano Giulio Andrea Belloni.

Pero, sobre todo, resaltan sus nexos con muchos investigadores latinoamericanos y caribeños, como los mexicanos Alfonso Reyes, Gonzalo Aguirre Beltrán, Silvio Zavala, Manuel Gamio, Concha Romero, Alberto Rembao, Daniel Cosío Villegas, Jesús Silva Herzog, Alfonso Teja Zabre, Julio Jiménez Rueda, Manuel Maples Arce, y los españoles nacionalizados mexicanos Juan Comas y Pedro Bosch Gimpera; los puertorriqueños Richard Pattee, Concha Meléndez, Tomás Blanco y Arturo Morales Carrión; los peruanos Fernando Romero y José A. Encinas; los dominicanos Emilio Rodríguez Demorizi, Edna Garrido y Flérida de Nolasco; los venezolanos Rómulo Gallegos, Miguel Acosta Saignes, Andrés Eloy Blanco, Juan Liscano, Juan Pablo Sojo y Mariano Picón Salas; el colombiano Germán Arciniegas; el hondureño Rafael Heliodoro Valle; el costarricense Jorge A. Lines; el salvadoreño Rafael González Sol; los brasileños Arthur Ramos, Gilberto Freyre de Andrade, Afranio Peixoto y Tenório D’Albuquerque; el uruguayo Ildefonso Pereda Valdés; el chileno de origen letón Alejandro Lipschutz; el haitiano Jean Price-Mars; el trinitense Eric Williams…

Por último, se refleja la particular relación, preocupación —y ocupación real— con los intelectuales del exilio republicano español en Cuba y otros países de América, como Constancio Bernaldo de Quirós, María Zambrano, Mariano Ruiz-Funes, José Rubia Barcia, Francisco Giner de los Ríos, el cubanizado Luis Amado-Blanco; a la vez que los “aprovechaba” como conferencistas en la Institución Hispanocubana de Cultura.

Estos listados no agotan los nombres que aparecen en el volumen, pero me ha parecido imprescindible anotarlos, porque revelan la real dimensión latinoamericanista y hemisférica del legado científico y humanista orticiano, no ajeno, no obstante, a otras aportaciones hacia y del resto del planeta.

Mucho más pudiera decirse; pero creo que basta con lo apuntado: la correspondencia se presenta por sí sola, y estoy segura que cada lector puede sacar de ella las más diversas enseñanzas. Debo detenerme ahora, brevemente, en el trabajo de compilación y anotación, que incorpora, utilizando una frase hoy muy de moda, un enorme “valor agregado” a esta obra. Como dijera la ensayista Cira Romero, una voz muy autorizada en este campo, en sus palabras de presentación de los dos volúmenes anteriores [2] (la cita no es textual), las notas de Trini —como la conocen sus allegados y colegas— constituyen breves pero enjundiosos y esclarecedores ensayos bio-bibliográficos y acerca de la época, los contextos, los sucesos y las circunstancias que rodearon a cada personalidad, cada institución u organización, cada empeño editorial o actividad promocional referenciados en el cuerpo epistolar.

Consta que el rescate y la selección de las cartas fue una tarea laboriosa y paciente, pero las notas revelan, además, un profundo y esmerado ejercicio de búsqueda de información; minucioso rastreo de datos en documentos, libros y fuentes diversas, incluidas las orales; reconstrucción histórica, análisis de discursos y mensajes entre líneas. Además, su organización, que vincula las diferentes misivas según la comunión de temas tratados o personajes mencionados, orienta al lector y le permite obtener una visión panorámica y relacional de todo el volumen y, al mismo tiempo, de la propia década —y de las anteriores y las posteriores— en que fueran escritas.

¡Gracias Trini, por realizar esta labor! Parafraseando a Don Fernando, cuando escribe a su “mejorísimo” amigo Luciano R. Martínez, el padre de Rubén Martínez Villena: no tenemos que “guataquear”, ni “darnos careta” —de hecho, trabajar contigo no fue tarea fácil y queda un sabor amargo, que no vale la pena subrayar—, pero creo sinceramente que, con esta faena, te has ganado un lugar, cerquita del gran políglota, que te asegura la trascendencia en el tiempo y el reconocimiento de las actuales y futuras generaciones.

 

Notas:
 
1. Fernando Ortiz: Correspondencia, 1940-1949: Iluminar la fronda (tomo III). Compilación y notas de Trinidad Pérez. Fundación Fernando Ortiz, La Habana, 2016.
2. Fernando Ortiz: Correspondencia, 1920-1929: Bregar por Cuba (tomo I); Correspondencia, 1930-1939: Salir al limpio (tomo II). Compilación y notas de Trinidad Pérez. Fundación Fernando Ortiz, La Habana, 2013-2014.