Matrimonio de iguales, no de igualitarios

Jorge Ángel Hernández
28/12/2018

En Crónica de una muerte anunciada, obra maestra de la literatura, Gabriel García Márquez resume en una frase el sentido de la cadena de acontecimientos que narra, vertiginosos e insólitos: Dadme un prejuicio y moveré al mundo. Es un apunte del juez instructor del caso del asesinato de Santiago Nasar, alrededor del cual se teje la estructura narrativa. El párrafo en que la frase aparece es una de esas cápsulas argumentales que tan bien manejó el premio Nobel colombiano: “Era tal la perplejidad del juez instructor ante la falta de pruebas contra Santiago Nasar, que su buena labor parece por momentos desvirtuada por la desilusión. En el folio 416, de su puño y letra y con la tinta roja del boticario, escribió una nota marginal: Dadme un prejuicio y moveré el mundo”.


Foto: Reuters

 

Una avalancha de analogías puede venir tras él si nos atenemos al candente escenario de guerra cultural de la que Cuba es objeto: los reproches alrededor del artículo 68 del Proyecto de Constitución. Es un punto sensible para nuestra cultura, pues intentamos aún romper con un prejuicio que la humanidad no ha superado.

Las bases legales propuestas por la nueva Constitución cubana asumen que los cónyuges no son seres extraños que el resto de la sociedad tolera, sino iguales.

En relación con el matrimonio igualitario previsto en la Constitución cubana, la ruptura no atañe solo al ámbito de la legalidad, como ocurre en muchas democracias de partidos políticos que tanta batalla han tenido que dar para legalizarlo, sino en la esfera del comportamiento social, en el pleno ejercicio de derechos ciudadanos. Tengamos en cuenta que en Cuba se ha expandido tanto la validez práctica del Código de Familia que la mayoría de los matrimonios (de hecho y de derecho) cuando deciden separarse dividen sus bienes y responsabilidades sin acudir a la custodia de aparatos legales, en puro gesto de espontaneidad. Su vigencia le permite intervenir en la conducta de los matrimonios más como una base cultural de responsabilidad, que como normativa de prevención ante la ley. El reconocimiento constitucional del llamado matrimonio igualitario se implica, directa y soberanamente, con la célula básica de la sociedad, o sea, la familia. Se supera con ello un elemento del prejuicio transmitido por la cristianización de la cultura occidental: la idea de que el matrimonio entre personas del mismo sexo es solo elección de un tipo de placer determinado y una especie de inclinación excéntrica de la conducta humana. Las bases legales propuestas por la nueva Constitución cubana asumen que esos cónyuges no son seres extraños que el resto de la sociedad tolera, sino iguales.

El prejuicio acerca del supuesto totalitarismo de la política se manifiesta con más intolerancia que el prejuicio tan largamente sostenido de aceptar la unión matrimonial entre personas de un mismo sexo.

Un elemento importante a tener en cuenta es que no se concibe el derecho a esta unión como comportamiento que sectorializa la conducta, lo que ocurre incluso en sociedades primermundistas, donde prima el accionar a costa de la tolerancia antes que de la comprensión, y donde es precisa la constante vigilancia de sectores y grupos de presión para que la ley no derogue estos derechos. La pregunta de muchos ciudadanos durante el intenso periodo de consulta popular de cómo explicar a los hijos este hecho, remite a cuánto ha incorporado nuestra población el derecho y la inclusión de la familia en todo el accionar de nuestra sociedad, desde los ámbitos domésticos hasta los más representativos de la institucionalidad y la política.

El prejuicio acerca del supuesto totalitarismo de la política —que tanto se confunde con la legalidad y los comportamientos judiciales— se manifiesta con más intolerancia que el prejuicio tan largamente sostenido de aceptar la unión matrimonial entre personas de un mismo sexo, que se supone la esencia de la discusión. Estas personas, desconcertadas por no tener explicación para sus hijos, aunque dispuestas a reconocer la necesidad de esas prácticas largamente execradas, revelan el arraigo prejuicioso de su educación, pero no una actitud de intolerancia, de estancamiento social y de fundamentalismo a favor de tradiciones que han servido para legitimar hegemonías y, no hay que temer al desterrado término, explotación social y humana.

Las reacciones inmediatas a favor del prejuicio ideológico rinden cansino tributo al efecto dominó que intriga desde el mundillo de guerra cultural contra cualquier progreso del proceso revolucionario cubano, por evidente que se muestre. Desde mucho antes de aquel glorioso enero de 1959, se había encumbrado en nuestra sociedad el conservadurismo moral respecto a la actitud homosexual como esencia del comportamiento natural del individuo. Y se había desarrollado a sangre y fuego, no olvidarlo. En el curso de las transformaciones radicales de nuestra sociedad socialista estas prácticas cambiaron legal y constitucionalmente. No obstante, asoma aún el hocico acusador, e intenta expandir su persistente halitosis en escenarios de agresión cultural tan importantes como esta nueva visión del matrimonio que nuestra Constitución propone, para que sea entre iguales, no entre igualitarios.