¿Por qué la última entrega a la escena de Raquel Revuelta (1925-2004) fue su versión de Tartufo, con la que inauguró en 2003 la presencia de Teatro Estudio, su compañía, en la sala Adolfo Llauradó, en La Casona, de la calle Línea? ¿Elección casual o acto poético premeditado? ¿Qué vio la veterana actriz y directora en la obra de Moliere para que al asomarse al siglo XXI dedicara energía, inteligencia y pasión a una representación en la que bordó con especial atención la caracterización de los personajes y el trasfondo de las relaciones entre ellos?

¿De qué modo entender que, en Santiago de Cuba, el colectivo Teatro Macubá, encabezado por la laureada Fátima Patterson, haya emprendido, al filo de la pandemia del coronavirus que ha azotado a Cuba y el mundo, el montaje de un espectáculo titulado De Moliere y otros demonios, en el que, apelando a la síntesis con elementos de la cultura popular tradicional, los personajes del dramaturgo francés se enlazan con tipos del carnaval santiaguero?

Esto solo se explica por la inagotabilidad del legado de Jean Baptiste Poquelin, absolutamente vigente a 400 años de su nacimiento en París el 15 de enero de 1622.

La grandeza de Moliere radica en que, habiendo sido fiel a su tiempo, reflejó asuntos válidos para todos los tiempos. La comedia moderna tuvo en él uno de sus padres fundadores en Francia. Porque, ante todo, fue un comediante: actor, trotamundos, sometido a los vaivenes de la fortuna en itinerario artístico, hasta que la Corte lo arropó y se convirtió en el favorito de la realeza, sin dejar de ser lo que era: un hombre con la sensibilidad orientada hacia las grandezas y miserias de la condición humana.

“La grandeza de Moliere radica en que, habiendo sido fiel a su tiempo, reflejó asuntos válidos para todos los tiempos. La comedia moderna tuvo en él uno de sus padres fundadores”.

Hijo de un tapicero, Poquelin renunció a hacerse cargo del negocio familiar que lo destinaba a una vida burguesa y se dedicó al teatro. En 1643 fundó el Illustre Théâtre y se fijó el objetivo de “hacer reír a la gente honesta”. La compañía tuvo un comienzo difícil. Recorrió la provincia a lo largo y ancho de 1646 a 1658. Durante este período comenzó a escribir sus primeras comedias bajo el seudónimo de Moliere. Desde entonces se hizo visible su dominio de los secretos de la escena, en particular de los recursos apropiados para crear situaciones hilarantes y aguzar el látigo de la sátira.

Entre nosotros, hacia la medianía del siglo pasado, hubo un notable teatrista que volvió más de una vez su mirada hacia Moliere, Francisco Morín. En 1944 dirigió para ADAD Las preciosas ridículas, y en 1947 con esa misma compañía montó El avaro, puesta que recicló en 1959 con el Teatro Universitario de Oriente.

En los anales de la escena cubana quedó registrada una función de esa pieza, en el teatro Auditorium, cuando visitó La Habana, en marzo de 1954, la Comedia Francesa, institución heredera de la obra del insigne dramaturgo.

Una de las más destacadas actrices cubanas, Eslinda Núñez, no hace mucho recordaba en una entrevista su experiencia juvenil con las comedias molerianas en el Teatro Universitario de La Habana. “Tengo un especial recuerdo ─dijo─ de la puesta de El enfermo imaginario, de Moliere, dirigida por Ramonín Valenzuela, un director de una gran cultura que se preocupaba mucho por el decir en los clásicos. Me sentí muy bien trabajando en ella porque fue una puesta muy fresca donde manejamos el humor de una manera espontánea, sin olvidar la época, y ello hacía que el público disfrutara cada escena”.

Edición en inglés de 1739 del Tartufo, de Moliere.

Tras el impulso recibido por el movimiento teatral como parte de la política cultural de la Revolución, más de un colectivo incluyó en su repertorio comedias de Moliere, tales son los casos del Conjunto Dramático de Pinar del Río con Las preciosas ridículas (dir. Andrés Piñero); el Centro Dramático de Las Villas con El médico a palos (dir. Isabel Herrera y Alberto Panelo); y el Grupo Rita Montaner con El burgués gentilhombre (dir. Sara Larocca) y Las preciosas ridículas, en una adaptación de Rolando Ferrer, a quien siempre debemos honrar por su enorme contribución a la dramaturgia nacional.

Volviendo al punto de partida, es bueno refrescar lo escrito por Esther Suárez Durán, en una crónica publicada en este mismo espacio de La Jiribilla, el 24 de enero de 2019, a propósito del adiós a la escena de Raquel Revuelta: “Tartufo estuvo a su altura y repletó la sala. No olvido el momento en que durante los primeros ensayos me comentó su plan y la interrogué al respecto. ¿Moliere?… ¿Tartufo? Su finísimo olfato y su vasta experiencia en escudriñar el alma humana me proporcionaron la más divertida, veraz y contundente respuesta de cara a la época que vivimos”.

El autor de tantas comedias rezumantes de actualidad fue consecuente hasta en el acto de morir. En el cementerio parisino de Père-Lachaise, se lee su epitafio: “Aquí yace Moliere, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”.

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