Morricone hasta el final

Pedro de la Hoz
7/7/2020

Al caer en días pasados de sus pies comenzó un proceso irreversible. Fractura de fémur, hospitalización en una clínica romana, complicaciones orgánicas, fallo cardiorrespiratorio. En las primeras horas del lunes dejó de existir Ennio Morricone. Contaba 91 años de edad y era reconocido como uno de los más importantes compositores de música para películas desde que el cine sonoro entró a las pantallas.

Ennio Morricone, uno de los más importantes compositores de música para cine. Fotos: Internet
 

El desenlace fatal tomó a muchos por sorpresa. Al maestro se le vio en los últimos tiempos de buen ánimo, más cuando hace apenas unas semanas  celebraba con ilusión el otorgamiento en España del Premio Princesa de Asturias de las Artes 2020, compartido con su colega estadounidense John Williams.

Algo, sin embargo, le decía que debía adoptar previsiones para la partida. ¿La edad? Es posible. ¿Cansancio? En enero de 2019 y por varios meses emprendió una gira de conciertos, en los que dirigió orquestas, coros y solistas, para despedirse de los públicos europeos. Sin embargo, el pasado abril, cuando por la cuarentena cerró la Accademia Nazionale de la que formaba parte, publicó un saludo al público: “Creo que la próxima temporada será hermosa. Te veremos en la Sala Grande de Santa Cecilia. Ahora quédate en casa”.

De todos modos hizo valer su voluntad de despedirse con toda la dignidad de la que estaba investido y con toda la humana grandeza que habitaba en él. La prueba la dio a conocer Giovanni, uno de sus hijos, apenas dos horas después del deceso: el obituario que el propio músico escribió con el título: Yo, Ennio Morricone, he muerto.

Se despidió de sus hermanas Adriana, Maria y Franca; sus cuatro hijos, Marco, Alessandra, Andrea y Giovanni; sus nietos, Francesca, Valentina, Francesco y Luca; del amigo cineasta Giuseppe Tornatore y la esposa Roberta, cercanos a él en los últimos años; y de manera especial de su compañera por siete décadas María Travia, la principal crítica de sus obras: “A ella renuevo el amor extraordinario que nos ha mantenido juntos y que lamento abandonar. A ella es mi más doloroso adiós”.

Lo más conmovedor se lee hacia la mitad del documento: “…hay una razón que me impulsa a despedirme de todo el mundo así y a celebrar un funeral en privado: no quiero molestar”.

Modestia y humildad como atributos de un artista que sobrevivirá en su obra portentosa, disfrutada y agradecida por millones de espectadores que no conciben las imágenes de clásicos como Por un puñado de dólares, El bueno, el malo y el feo y Érase una vez en el oeste—la trilogía de western spaghetti de Sergio Leone— sin la música de Morricone, ni la de otro medio millar de filmes en los que se incluyen colaboraciones con directores de primerísima línea como Brian de Palma (Los intocables de Eliot Ness), Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel), Pier Paolo Pasolini (Teorema y El Decamerón), Elio Petri (La clase obrera va al Paraíso), Giuliano Montaldo (Sacco y Vanzetti), Bernando Bertolucci (Novecento), Quentin Tarantino (Los ocho odiosos), Roman Polanski (Frantic), Pedro Almodóvar (Átame), y su amigo Tornatore (CinemaParadiso y La leyenda del pianista en el océano).

He dejado aparte la banda sonora que realizó para La misión (1986), porque si hay una partitura que tuvo a partir de la película vida propia, esa fue la que acompañó la cinta del británico Roland Joffe, especialmente el pasaje para oboe y cuerdas —llamado precisamente Gabriel’s Oboe—, el cual ha sido incorporado al repertorio concertante del instrumento por decenas de solistas de medio mundo, entre ellos, la estadounidense Holly Gornik y el noruego Brynjar Hoff, y sedujo al célebre violonchelista Yo-Yo Ma como para lanzar una versión personal.

La obra de Morricone se recordará por su infinita belleza.
 

La vocación musical de Morricone nació del seno familiar y del estímulo recibido en 1943 por el profesor Roberto Caggiano. En la posguerra tocó profesionalmente en varios conjuntos y orquestas mientras absorbía las enseñanzas de Gofredo Petrasi y se daba un salto a Darmstadt, en Alemania, para ponerse al día en las nuevas técnicas de composición con John Cage.

En 1955 comenzó a arreglar música para el cine y tres años después, tras cumplir con el servicio militar, ingresó en el departamento de música de la RAI, el emporio mediático estatal. Hubiera querido seguir los pasos de sus coterráneos Luciano Berio y Luigi Nono, pues estaba convencido de que la música debía expresar lenguajes de ruptura a tono con la época; pero cuando le propusieron realizar la banda sonora de El federal, de Luciano Salce, en 1961, todo cambió. En el cine cifró su destino, sin que por ello echara a un lado la composición de piezas corales, sinfónicas, vocales y de cámara para el público habitual de las salas de concierto.

En una entrevista para The New York Times le preguntaron si no se había prodigado demasiado para la pantalla y respondió: “La idea de que soy un compositor prolífico es verdad por una parte y falsa por otra. Comparado con los compositores clásicos como Bach, Frescobaldi, Palestrina o Mozart, me definiría como desempleado. Ellos escribieron mucho más que yo”. Modestia y humildad por delante de una obra que se recordará por su infinita belleza.