Oficio de Isla: las deudas que invita a saldar

Ana María Domínguez Cruz
6/2/2020

¿Cuáles son nuestros sueños? ¿Hasta dónde callamos… y hasta cuándo? ¿Cuánto de la felicidad que aspiramos la pensamos en libertad? ¿Sigue siendo Cuba el escenario ideal para ella? ¿Acaso lo foráneo es lo mejor? Hombres y mujeres… ¿cuán lejos llegarán las pugnas por decidir, por opinar, por elegir? ¿Cuánto de lo pasado aún no se desprende del presente? ¿Vale la pena pensar un futuro si todavía no nos alejamos de aquel?

 Una nueva temporada de Oficio de Isla invita a repensarnos “nuevos sentidos de permanencia y vida”
para el país y su gente. Fotos: Ettiene Armas Ricardo

 

La lista de interrogantes puede ser más larga. Un minuto de reflexión, una conversación oportuna, un comentario a destajo puede motivar una, dos, tres, cien más. Siempre aquello que inquieta, que genera sinapsis incontroladas, que despierta curiosidad… es necesario. Y ya esto último estaba garantizado.

No es habitual encontrarnos con una propuesta de las artes escénicas en una antigua nave de un muelle de la Avenida del Puerto. Menos común es que la temporada anuncie funciones diarias (incluso los lunes) a las 5 de la tarde, y si las redes sociales multiplican las imágenes de todo el elenco vestido de blanco, una escenografía básicamente conceptual, música en vivo con una banda de gaitas y una banda de música municipal, performances al inicio y al final, gradas a ambos lados del “escenario”, un texto de base escrito por el actor y cineasta Arturo Sotto y la dirección general de Osvaldo Doimeadiós, no hay razón para no asistir.

“Quick, Quick… Slow, Slow”. Tanto como lo demanda el baile del Two Step, rápido y a la vez lento, convergen ideas en las mentes de quienes decidimos hurgar en Oficio de Isla y lo realmente sorprendente es que, sin importar la edad, los rostros de todos compartían expresiones similares en cada momento.

 

Que 1273 maestros cubanos viajaran a la Universidad de Harvard en el año 1900 fue el pretexto para conformar un guion que no por referirse a los inicios del siglo XX deja de tener vigencia en la actualidad. Un episodio poco mencionado de nuestra historia propone repensarnos la fuerza del patriarcado, el carácter imperialista de muchos de los planes que desde Estados Unidos se gestaban para Cuba, el valor de la familia, la dependencia suscitada por las desiguales relaciones de género, la invasión de pensamiento a la que nos someten en ocasiones, la necesidad de soñar, el ímpetu de una decisión, la sencillez aplastante de una lucha ideológica, la equivocación eterna, la sátira permitida… el qué, el cuándo, el por qué.

Se desborda cubanía en la puesta en escena, se defiende a ultranza la identidad de nuestra nación, el respeto a lo que se va construyendo desde abajo con manos propias, y se ponen sobre la mesa demasiados juegos conceptuales, simbolismos, matices históricos… como para dejarlos correr, sin darnos cuenta.

 

Confluyen diversos talentos, y ello también es loable. Aplaudo la coincidencia feliz de actores y actrices de disímiles formaciones y generaciones, y agradezco el sincretismo discretamente sutil entre una canción de Silvio Rodríguez, el atuendo de las monjas, el canto a coro de los presentes, la unión del pensamiento y hasta un sombrero negro.

Después podíamos habernos sentado en la mesa del café para recordar junto a Virgilio Piñera, aquello de la maldita circunstancia del agua por todas partes y el deber ser que nos condiciona. Pero no hubiera sido suficiente, ni coherente. Oficio de Isla saldó algunas deudas.