¿Quién le pone el cascabel al texto?

Ricardo Riverón Rojas
25/6/2019

Mi primer “texto crítico” publicado en un periódico data del 15 de enero de 1978. El rotativo Vanguardia, entonces diario, recibía con beneplácito las colaboraciones. Ningún reportero del medio, excepto Pedro de la Hoz, escribía sobre literatura. Aquel articulillo complaciente de un miembro de la Brigada Hermanos Saíz se titulaba “La poesía de Raúl Rivero”.

 Foto: Juventud Rebelde
 

Corrían los tiempos en que el autor de Papel de hombre y Poesía sobre la tierra se paseaba con galanura por los dominios de la poesía joven cubana: aquella del desenfado comprometido, entenada de la antipoesía de Nicanor Parra, Efraín Huerta o Ernesto Cardenal. Acceder al canon juvenil solo se le propiciaba de manera expedita a quienes, como Raúl, se alzaran con el premio David u otro similar (aunque no siempre, como sucedió con Delfín Prats). Las pautas dictadas por el I Congreso de Educación y Cultura operaban con fuerza. Las puertas del castillo permanecían coloquialmente custodiadas. Pocas y tortuosas vías conducían a su umbral y, además, era necesario conocer el “ábrete sésamo” de moda.

Existía entonces —como existe hoy y ha existido siempre— una zona de confort en la que se aposentaban los agraciados. El modelo para triunfar se estandarizó. En no pocos textos de entonces resultaba difícil discernir entre la poesía y el chiste. El ingenio y la síntesis constituían llaves estilísticas de oro para abrir alguna hendija en los rancios portones.

Trato de apartarme de lo metafórico e ir a lo conceptual, aunque no lo consiga. No conozco mejor manera de traducir lo que en cierto momento me preguntó Virgilio López Lemus: ¿por qué la mayoría de los nacidos entre 1945 y 1959 debieron contemplar, con descomunal paciencia, cómo los trenes pasaban sin detenerse en las estaciones donde los posibles debutantes esperaban? En las estaciones de los años 80 unos, y en la de los 90 otros, la mayor parte de los que tenían algún talento abordaron trabajosamente el tren, siempre como raros.

Arturo Arango, en Terceras reincidencias, analiza con acierto aquella distrofia en que derivó la enrarecida política de promoción literaria:

Los [daños] más profundos tienen que ver con los modos de pensamiento implantados, con las exigencias, más o menos explícitas, que cayeron como manto pesado y oscuro sobre el quehacer literario y artístico, y de ello fuimos víctimas sobre todo quienes, por razones de edad, estábamos ingresando en el ámbito de la cultura.[1]

En aquellos días de mis inicios como colaborador, en el periódico no nos pagaban nada, pues aún faltaban dos años para que se emitiera la hoy risible Resolución 157/80, que, por otra parte, demoraría mucho más en integrar la dinámica natural de las publicaciones periódicas. En 1989 asumí la jefatura de Redacción del suplemento cultural Huella y todo siguió igual. Nunca nos pagaron honorarios. Lo nuestro era pura vocación de críticos.

Siempre escribí, más que todo, sobre libros de poesía. La crítica formaba parte de nuestra cotidianeidad, no solo en Vanguardia, sino también en muchos órganos. Abanderado de la osadía crítica de la época, El Caimán Barbudo llevaba la voz cantante. No olvido, para citar un solo ejemplo, aquel crudo análisis de Bladimir Zamora y Arturo Arango titulado “Pleno día a pleno sol”, sobre el poemario de Samuel Feijóo titulado, precisamente, Pleno día.

Mi primer cruce de criterios en Vanguardia data de 1983, cuando repliqué de soslayo una crítica de Pedro de la Hoz sobre el libro Las llamas en el cielo, de Félix Luis Viera. Luego recuerdo, entre otros de mis dardos, lo que escribí sobre El amor es una cosa esplendorosa, de Nelson Herrera Isla, Paisaje y pupila, de Rodolfo de la Fuente, En el año del cometa, de Reinaldo Montero y Al más cercano amigo, de Raúl Hernández Novás. No sé si fueron críticas beneficiadas por la madurez y la buena razón —hoy creo que exageré—, pero no me arrepiento de la actitud que me condujo a asumirlas. Algunas consecuencias aún las enfrento: hay quien me pide la cabeza (aclaro: ninguno de los arriba mencionados). Pero los críticos no temíamos asumir el oficio.

También les pinchábamos los belfos a los burocratizados procesos culturales, aunque siempre con la cautela que aconseja el temor a las represalias solapadas, que podían hacernos desaparecer de la plataforma pública si alcanzábamos a molestar a alguno de esos personajillos de turno en el poder en las aún endebles instituciones. Pero ahora me interesa dejar constancia del abandono de aquellas dinámicas, y de esa especie de repudio generalizado que sobre los críticos que critican se ha hecho tan común.

Ya hacia los ochenta nació un fenómeno que con el paso de las décadas se acentuó hasta la irracionalidad. La crítica a los procesos institucionales siguió creciendo al extremo de remover insospechados cimientos, pero la crítica literaria derivó hacia lo teórico sin destinatario visible y se olvidó casi por completo de los análisis puntuales de libros, autores, tendencias estéticas o estilos con el fin de validar, devaluar o corregir el tiro mediante el debate. Comenzaba a operar el “pacto de caballeros”. No cabe duda de que la crítica restó armas a los funcionarios y benefició a los escritores. Pero fue una victoria pírrica: de la unión, más que la fuerza, nació nuestra debilidad a largo plazo.

Que la literatura viviera en estado acrítico se fue estableciendo de manera creciente en el contexto cubano hasta desembocar en el estado autocomplaciente, o cuando menos indiferente, en que vivimos hoy. Las veces en que nos ha llegado alguna polémica ha sido acompañada por el tufo de la bronca esquinera, como ocurrió, hace ya años, con la que sostuvieron Duanel Díaz y Rufo Caballero —que en paz descanse— en distintas revistas. O aquella que tan mal parado dejó a Rogelio Riverón (no somos parientes) por criticar el libro de un autor de provincia en su columna de Granma, hecho que lo colocó en el incómodo puesto del abusador.

Dar una opinión crítica, aunque sea dando la cara, a un autor, constituye una actitud demodé, alejada del espíritu posmoderno del vale todo en que nos solazamos. La dinámica del poder de los grupos, canónicos o marginales, más que obras, valida, con carácter vitalicio, nombres y ajusta cuentas.

Dos coyunturas específicas les dieron el uppercut más descomunal a la crítica literaria en nuestro entorno. La primera de ellas, la crisis de los periódicos en el período especial, que redujo tirada y frecuencia, clausuró los suplementos culturales y conminó a muchos órganos a despedir a sus colaboradores y centrarse en coberturas noticiosas asignadas a sus reporteros de plantilla. Esa nueva ejecutoria fue la que me alejó, hasta hoy, de lo que entre 1978 y 1989 hice en Vanguardia.

El otro fenómeno que hizo desaparecer la crítica de los periódicos fue el opuesto: la profusión anárquica de las posibilidades editoriales cuya producción redujo el radio de acción, casi por completo, al entorno municipal, cuando más provincial, e hizo imposible que los críticos estuvieran siquiera medianamente enterados de todo lo que se producía. Que nadie pretendiera trabajar en periodizaciones, generalizaciones, análisis de tendencias, preferencias, o singularidades estilísticas; la dispersión lo hubiera impedido.

El resultado lo tenemos en esta especie de limbo acrítico donde, ante la posibilidad de un espacio, los analistas prefieren hablar del libro que les gusta, o en el cual hallan valores destacables, nunca de aquellos que enrarecen el panorama, tanto en el acceso a plataformas públicas como en la delimitación de jerarquías.

La academia vira la cara y se niega a tributar las proteínas que completarían el proceso literario. El caos impide de manera culposa (¿a veces dolosa?) su intervención.

Nuevamente los periódicos reducen su tirada. El llamado Sistema de Ediciones Territoriales prácticamente implosiona en los tortuosos meandros de la logística insostenible. ¿Qué pasará ahora con la crítica? ¿Sobrevendrá un nuevo estatus? Mientras tanto, ¿quién le pone el cascabel al texto?

Notas:
 
[1] Arturo Arango: “Con tantos palos que te dio la vida (poesía, censura y resistencia)”, en Terceras reincidencias, Ediciones Unión, La Habana, 2013, ISBN 979-959-308-092-7, p. 352.